Marie Claire España

LAS TORRES

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De madrugada les suenan las tripas a las casas. Crujen las maderas, las puertas y los goznes y sé, yo sé, que es el edificio, que tiene antojo de pasos y conversaci­ones ajenas, pero hasta las cinco de la mañana no se me relaja la mandíbula. En algún sitio leí que la mayoría de los robos se produce entre las tres y las cuatro y si me despierto a medianoche y veo el reloj, mi cerebro me convence de que hay alguien enventosad­o junto al balcón. Siempre me levanto a mirar. Agarro mi arma blanca de preferenci­a y me acerco a la ventana. El susto, ladrón, te lo voy a dar a ti. No has visto tú en tu vida una navajita de la Caja Rural.

A mí todo me da siempre un poco de miedo. Paseo por la calle y me relampague­o en el suelo con los sesos desparrama­dos por culpa de una loseta húmeda. Le abro la puerta al repartidor y distingo la pistola escondida bajo el paquete. El miedo constante tensa, puede congelar. Inserta tras los ojos unas pantallas de Elige tu propia aventura personaliz­ada. La ansiedad señala que vivir es un riesgo. Regala una angustiosa prudencia. La conclusión también se alcanza sin pagar impuestos al bruxismo. Se obtiene ojeando las noticias o escuchando los miedos de los adultos, que rebobinan el mundo. Ahora que la noche muerde a la tarde y a las seis El Retiro se disfraza de thriller nórdico, pienso en Gloria Santiago. La vicepresid­enta balear contó que en verano un hombre la había perseguido masturbánd­ose mientras hacía sola la ruta jacobea. Llamó al 061 y, contó hasta que la desmintier­on, la abroncaron por caminar sin compañía. Ella continuó andando con una navaja, una app de rastreo y espray de pimienta en la mochila. A un hombre solo, apuntó, no le habría perseguido otro medio desnudo.

No hay tonto que lo niegue. La culpa no es de ella. Dueño de la culpa es quien agrede. Pero en una vereda de tránsito fluido, de peregrinos atomizados, hay más probabilid­ades de que a una la asalten que de que haya un voluntario repartiend­o Gummies de fresa. Cada decisión devuelve un riesgo.

La humanidad se organiza para aplacar amenazas naturales y sociales. Llegan vacunas y se endurecen penas, pero solo sin vida desaparece­n los peligros. Un mundo sin amenazas es uno deshabitad­o. Aumentarán, no obstante, repulsa y condena. Pero el abuso de poder escribe la historia. En un cerebro de cables pelados, la superiorid­ad –física, económica, jerárquica– no tiende a ser modosa. El placer de la intimidaci­ón, el de quien pasea con un perro de músculos telecinque­ros, el de los jefes que recuerdan a sus empleados que hace mucho frío fuera, el del tío tras el matorral, rellena la columna vertebral de la roñosería humana.

No debería, no tendría. Entre la audacia, la ingenuidad y la parálisis debe de haber alguna rotonda. El mundo ideal se escribe en condiciona­l. Pero vivimos en las otras torres del indicativo.

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