Marie Claire España

De pronto la ropa s e me quedó pequeña, me asfixiaba. Tuve que levantarme para respirar

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"Todo era nuevo en mi vida: había cambiado de colegio, mis tres hijos habían abandonado el nido para estudiar, había cortado por fin el cordón afectivo con su padre y hacía poco que había empezado a salir con alguien. Todo era sencillo, me gustaba hacer el amor con él, me sentía libre, disfrutaba de estar soltera. Mi mundo cambió con una sola frase de mi ginecólogo: 'No tengo buenas noticias, tienes cáncer de mama'. De repente, la ropa me quedaba pequeña, me asfixiaba. Me tuve que levantar para respirar y sentía que mis pies eran de un pesadísimo hierro fundido, mientras que mi cuerpo era simple algodón. '¿Me van a quitar el pecho?', susurré, ahogándome. Mi vida estaba en juego, pero era mi feminidad en lo que pensaba. Cuando oí 'mastectomí­a' y luego 'quimiotera­pia', me dije: '¡Sal corriendo!'. Quería estar en casa para llorar, quería silencio, quería que dejara de soltar todas esas palabras que me convertían en una enferma de cáncer. Me perdí en el camino de vuelta, como si el mundo fuera ya diferente. Cuando la puerta de mi casa se cerró y, a pesar de que estábamos a 25ºC, eché la gruesa cortina de terciopelo que me protege del frío, como para dejar fuera la enfermedad. Y sentí una necesidad animal de refugiarme en la soledad para disponerme a empapelar mi propia vida durante meses. Ningún hombro podía calmarme. Estaba sin palabras. Mis seres queridos habrían llorado, sus lágrimas habrían dado sustancia al cáncer. No tuve fuerzas para leer en sus ojos compungido­s el destino que me esperaba. Preferí no hablar con nadie para no añadir su angustia a la mía. Quería conservar mis cartuchos de energía para aliviar mi miedo al dolor, a morir con dolor, a quedarme calva, sin uñas. Quería que me pusieran anestesia general y despertarm­e un año después, curada. Me bloqueaba cuando me imaginaba sin pecho. Aunque se reconstruy­era, nunca volvería a ser mío. Tenía un pecho precioso, me encantaba, me sentía mujer, era una zona erógena importante. ¿Cómo podría vivir con otro cuerpo? Entonces pensé en mi hija, en nuestra complicida­d. Antes de que se fuera de Erasmus, solíamos nadar juntas en la playa, sin sujetador. Ese placer iba a estar prohibido para mí. Como el de la caricia de la persona que te atrae. Después de dos días acurrucada en el sofá, decidí mantener mi cáncer en secreto hasta que estuviera preparada para luchar. Instinto de superviven­cia, sin duda: mientras no anunciara nada, no estaba enferma."

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