EJERCICIO DE AÑO NUEVO
La pana es un tejido canalla y desleal, seductor y mentiroso, que se achica y convierte en lino frente a un soplidillo del viento en un cruce de avenidas y que se engrandece frente a una chimenea y se pega casi líquido contra la piel fingiendo ser franela. En su hipocresía acanalada la mayoría está de acuerdo. En aborrecer la traición rutinaria del móvil, empeñado en componer películas con fotografías aleatorias y alertar de que se ha creado un nuevo recuerdo, también. Sobre la funcionalidad del teléfono se leen columnas, se viralizan tuits, se oyen, de refilón, conversaciones en la mesa contigua de un bar. Es un servicio no solicitado. Es un atraco emocional que, pese a su dichosa regularidad, pilla siempre desprevenida, sin un kilito de arroz a mano con el que deshumedecer el móvil. En mi clasificación de angustias telefónicas, la notificación que avisa de la media de pasos diarios adelanta a la de los flashbacks encadenados. El examen de conciencia despunta por la pantalla como una persiana. Se desliza y me recuerda que no he llegado a mi meta, que no he alcanzado hoy los diez mil. He decepcionado de nuevo al algoritmo. Pero los chascos antes eran mayores. Ahora que la media recomendada ha adelgazado tres mil pasos, el espíritu no se me plancha con facilidad.
La alerta que cada lunes anuncia el total de horas invertidas en el teléfono también ha perdido peso. El porcentaje de minutos encoge cada semana. Los análisis sobre el declive de Occidente ya no chamuscan a diario la pantalla. Los alaridos tras una, cualquiera, declaración política ya no chirrían #últimahora sobre los píxeles. Las reflexiones sobre la fugacidad del amor actual, contagiado de consumismo, acompañadas de la foto de un peluche en forma de corazón que asoma en un cubo de la basura ya no me llevan los ojos al blanco. La gran solemnidad pública se me atraganta. El descorche de grandilocuencia continua se me resbala por la garganta y me la atasca como las uvas en Nochevieja. La hinchazón moral del pesimismo es un aburrimiento soberano. El derrotismo seca el entusiasmo, ensucia las ganas, acalora las ideas.
En el office de casa de mi abuela colgaba un azulejo. Recomendaba, en letra azul, no preocuparse demasiado por la vida, “pues nadie ha salido vivo de ella”. A mí me aterraba mirarlo. Cuando pasaba frente a él lo vigilaba de refilón, como si al leerlo un rayo fuera a quebrar el cielo turquesa de Sevilla y me fuera a caer yo muerta al suelo. Pienso con frecuencia ahora en la frase, en cómo su humor suave recoloca y espabila. Dice Rosa Belmonte que el pesimismo es de mala educación, que por muy en lo peor que ella se ponga siempre, prefiere no ir exhibiéndolo por ahí. Escribe, además, que lo trágico visto de lejos es cómico y entiendo que el sentido del humor es la medida del ego. Su ausencia señala a quien reelabora la teoría heliocéntrica y se coloca frente a todos los planetas del sistema solar.
Saber calibrar las distancias es una suerte, un –en wokés– privilegio. Pero también es un ejercicio. Quizá este año haya que volver a los diez mil pasos. Los tres mil extra tenían que servir de algo. Tienen que ser los que musculan el humor. Los que distancian del ego.