TODO LO QUE CABE EN LAS MANOS
En alguna clase de Educación Secundaria, mientras una profesora repite que Selectividad está a la vuelta de la esquina, aquí que nadie se despiste, y otra les pide a las niñas que se desenrollen la cinturilla de la falda, que se les ve más muslo que a un jamón serrano, una se da cuenta de que las cosas no siempre se ven con claridad. Unas agujitas atraviesan de golpe los párpados como si fueran el erizo metálico que llevan en la muñeca las modistas y las letras sobre la pizarra se comienzan a esfumar. Las palabras se granulan. Las integrales vuelven a ser solo galletas y masas de pizza. Nada, más allá de la primera fila, se ve con precisión. La miopía de los ojos se empieza a manifestar.
La del cerebro no comprueba las correspondencias entre hormonas y edad natural antes de presionar el botón de encendido. El primer berrinche se activa con una luz apagada a la hora de dormir, con unas espinacas que vuelan en avión hasta la punta de la lengua, con el primer día de abandono en un campamento de verano en mitad de la sierra. El miedo ciega al juicio, le entrega un bastón de metal y sacude todo cuanto encuentre a mano. El miedo nubla el futuro. Mutila la imaginación. No permite que las fantasías alcancen más allá de un mes, de un par de semanas. Disuelve los días en el calendario. Amputa la esperanza.
Caminar sin lentillas es la forma más eficaz de que yo logre jamás convocar un cónclave papal. Del tobillo a la cadera, el cuerpo se me llena de cardenales. Procuro llevar siempre que salgo de casa el plastiquito bien pegado sobre la superficie de los ojos. Con lo que camino ahora a cuestas es, también, con ganas de enfadarme. Quiero montar un pollo, aguarle la noche a alguien, hacer un numerito, darle dos gritos al primero que encuentre leyendo durante más de un segundo las letras de mi camiseta. Alguien tiene que pagar por esto. Semejante tormenta de acontecimientos no la juntan en dos años ni los editores de villanos de Marvel. Me enfado como si se nos hubiera prometido algo. Me cabreo como si al nacer hubiera firmado un contrato en el que me garantizaban salud, sol y paz. Como pille a quien ha diseñado la cronología de esta década le doy un bocado en la mejilla. Le acabo dando un grito a mi perra cuando me agarra de la esquina del abrigo para jugar. Sé que no debería. Ceder al miedo, o a sus destilados, es siempre una derrota. El pavor arranca las lentillas y empuja contra todos los picos de las mesas. Me intento concentrar en las flores que compré el sábado por la mañana. Desato el ramo, recorto los tallos, lleno de agua el jarrón. Los pétalos de los tulipanes se despegaron, impuntuales, antes de llegar siquiera a casa y las mimosas fingen ahora ser el sol sobre la mesa del comedor. A medida que el color se desvanece, las anémonas se expanden y contorsionan su tallo en el vidrio, se retuercen como si movieran las manos en busca de unas sevillanas. Las peonías se hinchan y enjuagan sus colores hasta rozar el blanco, aceleradas como en un time lapse sin cámaras. La vida se ata de nuevo a los ojos. Con la vista llena de lo que ocupa a las manos, el cerebro se amarra al presente. Los deditos del miedo se despegan del calendario. La vida, por un rato, se reconquista.