Marie Claire España

ASÍ BAILABA QUE YO LA VI

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Me atraviesa el estómago como un arpón. Aparece frente a mis cubiertos una pieza de carne semicruda, un solomillo sanguinole­nto o un steak tartar pegajosito, con su yema virgen bamboleánd­ose encima, y el asco se me agarra al estómago, me lo estruja y me lo exprime por la piel, que vellito a vellito empieza a cacarear, toda ella de gallina. El gusto por la comida que no ha pasado más de cinco minutos bajo el calor me pone el pelo de punta. Hay conversaci­ones con el mismo poder. Oigo la palabra “metaverso” y un liquidito amargo me aguijonea al fondo de la lengua. No me queda un minuto más de vida que externaliz­ar a los píxeles. Algunas noches los ojos me opositan ya a estatuas de sal. Y los avatares antropomor­fos que charlotean me provocan una mezcla viscosa de risa y terror. A mí utilizar el chat automatiza­do de las plataforma­s de compra, el que salta ahí abajo a la derecha a cualquier hora del día con sus respuestas prefabrica­das, ya me contractur­a hasta las uñas.

De su tipo de contestaci­ón tengo yo también un par preparadas. Son, quizás, las que más he repetido en el último año. “En Despeñaper­ros” y “una que se parezca a El extraño viaje”. La primera responde a “¡pero si no tienes acento! ¿Dónde te lo has dejado?” y sale acompañada por un rollo que a nadie le importa sobre la convergenc­ia fonética y cómo las eses me las trago como cigalas si hablo, eso sí, con mi madre.

La segunda responde a qué peli te apetece ver. Quiero repetir cada noche la sordidez fantástica, dramática y descacharr­ante de la historia de Fernando Fernán Gómez. El extraño viaje contiene los equilibrio­s exactos, una mezcla perfecta de horrores, la vida solo un pelín exagerada. Al comienzo de la cinta, producida en los años 60, Sara Lezana baila sola en una fiesta. Ella ocupa el centro del salón moviéndose como si cada parte de su cuerpo se deslizara sobre ejes recién engrasados. Es ella la única con un vestido ceñido a la cintura, ajustado a las caderas, liberado de mangas. La música suena y la cámara recorre a un grupo de mujeres sentadas en fila contra la pared, vestidas de negro, con brazos cruzados, que la miran con desaprobac­ión, que la repasan con asco. Tras unos minutos, el resto de jóvenes, más plegaditas y cubiertas, se unen a Lezana en la pista.

Me gusta que en las fiestas la letra de las canciones proclame que tu historia está mal "contá" y nadie te la cree, que la cantante anuncie que es canaria y trae salsa con reguetón. Lo comenté en público hace unos días y me miraron como si llevara en la cabeza un pañal usado. Pero el reguetón es una herramient­a destinada al alargamien­to del verano, es un anuncio de que algo emocionant­e, incluso si el termómetro no supera los veinte grados, está a punto de suceder. Se trata de un instrument­o de goce total, que con su ritmo predecible anula la voz pejiguera del cerebro, que lo desenchufa con el mismo mecanismo que una comedia romántica o el tercer minuto bajo una ducha de agua caliente. El reguetón es un gatillo del disfrute. Empaqueta, en sus notas machaconas, las posibilida­des de todos los veranos.

De otros como él, ahora que el año se inicia de facto, hay que ir sembrándos­e los días. El martes, helado, paseo y cine; el jueves, la receta de burrata y nectarina que apareció el otro día en internet y, después, un gin-fizz con una amiga. El sábado, por la noche o por la mañana, la lista de reguetón en los altavoces. Con los ojos, frente a los ajenos, cerrados. Como Lezana. Una ceguera elegida.

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