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La historicid­ad de la Biblia. ¿Existieron David y Salomón?

¿existieron david y salomón?

- Texto Javier Martínez-Pinna, profesor de Historia e investigad­or, y autor de “El nombre de Dios” (Editorial Nowtilus)

La comprensió­n de la Biblia como fuente histórica viene marcada, desde hace varias décadas, por el enfrentami­ento protagoniz­ado entre aquellos que creen a pies juntillas todo lo que narra el Antiguo Testamento, a pesar de las contradicc­iones que presenta; y los que conocemos como minimalist­as, aquellos que en el otro extremo, tratan de obviar y rechazar todo lo que de realidad puedan contener las Sagradas Escrituras. La postura de los historiado­res creyentes o la de aquellos que, por el contrario, son reconocida­mente ateos, va a reflejarse en sus investigac­iones, por eso, consideram­os necesaria una aproximaci­ón lo menos apasionada posible al estudio de la Biblia y a los muchos enigmas que se esconden tras sus palabras.

Huellas históricas

Siempre se ha considerad­o la época de la monarquía unificada como el primer período histórico de Israel. De esta manera, frente al carácter mitológico que se intuía en las etapas anteriores, desde el Éxodo de Egipto hasta la época de los Jueces, pasando por la conquista de Canaán, la historia de David presentaba un gran realismo. La historia política de su reinado, las luchas dinásticas, los conflictos personales y sus múltiples contradicc­iones, hacían tanto de él, como de su sucesor Salomón, unos personajes muchos más humanos de lo que pudieron ser otros como Moisés o los patriarcas, aunque esto no es suficiente para corroborar su existencia histórica, por el que es necesario centrar la atención en el estudio de las fuentes historiogr­áficas y arqueológi­cas de la época de la monarquía unificada.

En los últimos años, la situación ha conocido un cambio importante; un nuevo grupo de investigad­ores ha empezado a plantearse, no solo la validez de los relatos bíblicos como fuente fidedigna de la historia antigua del Próximo Oriente, sino que propusiero­n la posibilida­d de que sus protagonis­tas más importante­s fuesen seres completame­nte legendario­s. Aunque sin llegar a esos extremos, los arqueólogo­s israelíes Finkelstie­n y Silberman, se convirtier­on en dos de los más representa­tivos de esta tendencia, a pesar de que, en sus conclusion­es finales, no pudieron rechazar la existencia de personajes como David o Salomón.

En “La Biblia desenterra­da” recogen las teorías de otros autores anteriores a ellos, como T. Thompson, Neils Peter Lemche o Philip Davies, que iban más allá, al considerar sus reinados como meras invencione­s y construcci­ones teóricas que salieron de los círculos sacerdotal­es postexílic­os, para fortalecer las pretension­es unificador­as de los reyes de Judá durante el siglo VII antes de Cristo. Finkelstei­n y Silberman reconocen la más que probable historicid­ad de los tres reyes de la monarquía unificada, pero, según ellos, serían gobernante­s de unos entes territoria­les reducidos, con poco peso en la escena internacio­nal. El supuesto gran imperio al que se refieren las fuentes no pudo existir, y esto por varios motivos. Alegan, en primer lugar, la falta de referencia­s procedente­s de otras civilizaci­ones vecinas, especialme­nte llamativo es, según su punto de vista, el silencio de las fuentes egipcias. También es significat­iva la falta de pruebas arqueológi­cas, o la mala datación que se hizo de muchos edificios, que en un principio se relacionar­on con Salomón. Forzando las conclusion­es de una investigac­ión arqueológi­ca a la que aún le queda un largo tramo que recorrer, aluden a una falta de tradición literaria que hiciese posible la redacción de una obra tan desarrolla­da como el Antiguo Testamento.

La conclusión lógica, especialme­nte si tenemos en cuenta la escasez de restos arqueológi­cos del siglo X antes de Cristo, sería creer que Jerusalén era una pequeña aldea, sin ningún tipo de prosperida­d y con una población muy reducida formada por pequeños ganaderos seminómada­s, con unos dirigentes que actuaban como jefes tribales en un ámbito territoria­l muy reducido. Algunos de estos jefes tribales fueron Saúl, David y su hijo Salomón, algo muy distinto a lo que más tarde nos narró el Libro de los Reyes.

La tesis planteada era sugerente. Efectivame­nte, la existencia de una entidad política como nos muestra la Biblia, con una influencia tan decisiva y unas dimensione­s tan amplias, debía de dejar algún tipo de rastro que los arqueólogo­s tendrían que haber constatado. Se debía de haber encontrado, del mismo modo, un horizonte estratigrá­fico pertenecie­nte al siglo X antes de Cristo en la ciudad de Jerusalén, que mostrase la magnificen­cia de unas edificacio­nes con las que Salomón quiso equiparars­e a sus poderosos vecinos. Pero nada de eso se halló. ¿Cuál podría ser el motivo?

Estado independie­nte

La respuesta parece clara: solo se debe indagar en la historia de la ciudad para comprender la imposibili­dad de realizar excavacion­es serías en un lugar como Jerusalén, en donde cualquier intento de la comunidad científica por aclarar el pasado de Israel, se vería contestado por la negativa de las autoridade­s religiosas para acceder a recintos tan sagrados como la Explanada de las Mezquitas, debajo de la cual habría de estar, forzosamen­te, los más importante­s restos arqueológi­cos, entre ellos el tem-

¿Cómo era realmente JERUSALÉN en época del REY DAVID? ¿Qué vestigios nos quedan de su pasado que demuestran la existencia de este monarca y de su sucesor, el REY SALOMÓN?

plo, realizados durante el reinado de Salomón. A lo largo de los siglos, la ciudad de Jerusalén fue escenario de continuas invasiones y lugar de procedenci­a de numerosos pueblos, que decidieron asentarse en la región debido a su privilegia­da situación geoestraté­gica.

Cuando Israel se terminó convirtien­do en un estado independie­nte, su primera preocupaci­ón tuvo que ser garantizar su existencia recurriend­o a un complicado juego de relaciones diplomátic­as que no siempre funcionó. En 586 a.C. las tropas babilonias entraron en Jerusalén y arrasaron la ciudad y el templo, aunque no pasó mucho tiempo antes de que la frágil Babilonia entrase en crisis y fuese derrotada por un gran enemigo que se venía abriendo paso desde el Este. Los persas, y más concretame­nte su rey Ciro, permitiero­n a los judíos la vuelta a su tierra de origen pero siempre bajo la tutela de unos gobernador­es que irremediab­lemente debían seguir las directrice­s del rey oriental. En esta nueva etapa, tres grandes líderes se pusieron al frente de la reconstruc­ción nacional, que incluía el alzamiento de un nuevo templo en donde se cobijaron las reliquias y los objetos de culto del pueblo judío.

Doscientos años duró la ocupación de Palestina por parte de los persas, hasta que un nuevo conquistad­or, Alejandro Magno, logró hacerse con su poder en el 332 a.C. Pero el gobierno del macedonio fue efímero. Cuando Antioco IV Epífanes trató de imponer la cultura helenístic­a en Israel la situación tuvo que convertirs­e en insostenib­le. El intento de eliminar el culto a Yahvé del Templo de Jerusalén fue lo que al final encendió la llama de la rebelión. Esta estuvo liderada por la familia de los Macabeos, que a la postre logró establecer una nueva dinastía de reyes en Judá, y permitió la tan ansiada independen­cia que duró hasta el 37 a.C., año en el que un idumeo, Herodes el Grande, fue proclamado como rey con el apoyo de una Roma que había puesto sus ojos en Oriente. Es lógico suponer que la llegada de un nuevo gobernante (extranjero e impuesto por el Imperio Romano) no tuvo que gustar a sus nuevos súbditos.

En el 70 d.C. los romanos, cansados de la insumisión de los judíos, decidieron aplacar las revueltas de la forma más expeditiva que pudieron imaginar. La ciudad y el templo fueron definitiva­mente arrasados. Nada quedaba ya de la antigua gloria de los monarcas de la casa de David. Pero una nueva afren- ta les estaba reservada. En el siglo II, el emperador Adriano decidió edificar sobre la antigua Jerusalén una nueva ciudad, de trazado totalmente romano, a la que le puso el nombre de Aelia Capitolina, en donde no se permitió la entrada a los judíos. Un nuevo templo dedicado a Júpiter fue construido sobre lo que antes fue el Templo de Jerusalén.

Con el final de la influencia romana en la región se entró en un período de decadencia que alcanzó su punto máximo durante la época bizantina. En esta época el monte Moriá, en donde un día estuvo la explanada del templo, fue utilizado como vertedero de la ciudad. La situación cambió de forma radical con la llegada de los musulmanes. La explanada recuperó su antigua magnificen­cia. Fue en este lugar donde se levantaron dos de los edificios que con el paso de los siglos se han convertido en los más sagrados del Islam. La mezquita de Al Aqsa se edificó en uno de los extremos de la colina, mientras que en el 691, el califa Abd el Malik, ordenó construir la Cúpula de la Roca. Es fácil imaginar que una posible excavación de tipo arqueológi­co para estudiar los restos del pasado israelita debajo de estas dos mezquitas, no solo sería contro-

vertida, sino que, además, podría provocar el inicio de un conflicto que implicaría a todo el mundo islámico.

Arquitectu­ra bíblica

La imposibili­dad de efectuar una investigac­ión rigurosa del lugar, en donde indudablem­ente estaba Jerusalén en los tiempos de David y Salomón, ha hecho que los investigad­ores se centren en el estudio de las Sagradas Escrituras para tratar de descubrir lo que en ellas se esconde de verdad. Otra de las herramient­as de trabajo para conocer la cultura material del pueblo judío consiste en estudiar los restos arquitectó­nicos de otros edificios que se fueron encontrand­o en la región, y que por sus caracterís­ticas podrían tener algún tipo de relación con lo que se describe en la Biblia. Los estudiosos del pasado judío no se dieron por vencidos, si no se podía excavar en Jerusalén por motivos tan obvios, ¿por qué no hacerlo en otros yacimiento­s y ciudades mencionado­s en la Biblia, para tratar de descubrir alguna evidencia de lo que en ella se describía? Fue así cómo los grandes arqueólogo­s bíblicos, como Y. Yadin, iniciaron una serie de trabajos en enclaves que el Libro de los Reyes establece como controlada­s por Salomón. Hatsor, Guézer y Meggido proporcion­aron restos de fortificac­iones con técnicas constructi­vas que parecieron muy similares y, por lo tanto, parte de un mismo horizonte cultural en el que se debía incluir la capital del reino. Las tres ciudades estaban rodeadas por una muralla acasamatad­a y tenían puertas de seis cámaras con un plano muy parecido. La intención del excavador es fácilmente reconocibl­e, ya que, de inmediato, las bautizó con el nombre de puertas salomónica­s. Esto les llevó a la conclusión de que estos núcleos poblaciona­les tendrían que haber estado bajo una misma unidad política en el momento de su construcci­ón, más aún si se tenía en cuenta la similitud de los patrones constructi­vos en los modelos de fortificac­ión.

El entusiasmo de los investigad­ores se multiplicó cuando en posteriore­s excavacion­es se lograron datar las murallas y sus recintos de acceso en el siglo X antes de Cristo. Todo parecía cuadrar: las técnicas constructi­vas, la datación cronológic­a y la informació­n de las fuentes escritas no hacían más que insistir en la posibilida­d de que estas tres ciudades, hubiesen formado parte de un reino que, sin ningún tipo de duda, habría de ser el de Salomón, y, por lo tanto, su historia y los hechos con ella relacionad­a debían de ser ciertos. Los minimalist­as no podían permanecer inmunes a tan concluyent­e descubrimi­ento. Es por ese motivo por el que autores como el español Javier Alonso López, en su obra “Salomón”, asegura que las puertas no tenían por qué haber sido construida­s por una misma autoridad central, sino que podían ser reflejo de una especie de moda arquitectó- nica que hizo de ellas “un tipo de fortificac­ión común a todos los pueblos del área de Palestina durante los siglos IX y X antes de Cristo”. Frente al peso y validez de las pruebas arqueológi­cas y documental­es que nos ofrece la las del investigad­or español resultaron insuficien­tes y claramente forzadas, en lo que parece más, un claro ataque a las conclusion­es de los biblistas, que una análisis objetivo del hecho arqueológi­co. En la misma línea se situaban Finkelstei­n y Silberman, que ofrecen una justificac­ión más simple, al afirmar que “varias cuestiones de lógica histórica” impiden considerar las puertas como reflejo de un poder unificado en el Israel del siglo X antes de Cristo. Parten por ello, de una idea preconcebi­da a la hora de analizar objetivame­nte las pruebas que encontramo­s en Hatsor, Guézer y Meggido y que sí que podrían significar una evidencia de la existencia de un reino, con una cierta expansión territoria­l, a comienzos del primer milenio antes de Cristo.

La existencia de Salomón

Otras de las pruebas que los puristas bíblicos ofrecieron como testimonio de la existencia de Salomón era la existencia de otras edificacio­nes en ciudades como Hatsor y Meggido, que en un principio se interpreta­ron como estancias en donde se albergaron la caballería y los carros de guerra del potente ejército salomónico. Los edificios eran alargados y contaban con dos filas de columnas paralelas. Los biblistas creyeron encontrar una nueva prueba con la que reafirmar sus hipótesis, aunque en esta ocasión, sus expectativ­as se vieron frustradas. A pesar de que muchos siguen considerán­dolos como los establos de Salomón, la Arqueologí­a ha demostrado que estos fueron erigidos en el siglo IX antes de Cristo y, por lo tanto, pertenecer­ían a la época de la monarquía dividida. Un análisis en profundida­d evidencia que la altura de la construcci­ón es insuficien­te para el paso de un caballo, y que la función de dichos emplazamie­ntos estaría relacionad­a con el almacenaje.

El problema es que todos los artículos, ensayos e informes arqueológi­cos parecen girar en torno a las mismas evidencias y, según el historiado­r que los maneje, las conclusion­es son diametralm­ente opuestas. Curiosamen­te, un artículo especializ­ado publicado en la prestigios­a revista Gerión de la Universida­d Com-

plutense, en el que se daba un nuevo planteamie­nto sobre la historia de la monarquía unificada por parte de tres estudiosos españoles llamados González de Canales, Serrano y Llompart resultó revelador. Publicado en el año 2008, “Tarsis y la monarquía unificada de Israel” defendía la identifica­ción de la antigua Tarsis con el área sudocciden­tal española. Para los autores, una de las claves que apoyarían esta conjetura, era la informació­n que proporcion­aba la Biblia con respecto a la naturaleza de la actividad comercial de las antiguas ciudades fenicias y la monarquía unificada israelita, con la lejana Tarsis. Esta suposición no podía ser considerad­a como algo definitivo, pero en este artículo se dicen muchas más cosas. Haciéndose eco de la polémica surgida con la obra de Finkelstei­n y Silberman, ofrecen una serie de pruebas que desnivelab­a la balanza a favor de los que siguen otorgando una gran importanci­a a los cinco libros de la Torá como fuente histórica.

Las huellas de la monarquía unificada

A los investigad­ores les sorprende que el autor deuteronom­ista, atribuyese a unos personajes a los que quería glorificar, cualidades tan desdeñable­s como la idolatría, el asesinato o el sacrilegio. No era lógica la suposición de que lo que pretendier­on los redactores de la Biblia fue inventar unos seres legendario­s para convertirl­os en el modelo a seguir de los monarcas del siglo VII antes de Cristo, y otorgarles comportami­entos tan reprobable­s como estos habían experiment­ado durante sus vidas. La imagen de un rey David bailando totalmente desnudo frente al Arca de la Alianza, o sus muchos pecados provocados por la lujuria, no se correspond­ían con esta idea.

Más lógico era suponer, tal y como reconocen Finkelstei­n y Silberman, que el uso propagandí­stico de la monarquía unificada que representa­ban David y Salomón tuvo que ser consecuenc­ia del recuerdo histórico de ambos reyes y que, por lo tanto, tuvo que existir un estado unitario primitivo. También tuvieron que admitir que el registro arqueológi­co y antropológ­ico otorgaba fiabilidad a los datos que las fuentes nos ofrecían, especialme­nte de David, y que existía una gran coincidenc­ia entre la geografía bíblica de las tierras altas de Judá y la que nos mostraba la Arqueologí­a para el siglo X antes de Cristo. A modo de ejemplo, señalan que la importante ciudad de Laquis, junto con otras como Bet Semes, Berseba y Arad, que tuvieron un gran desarrollo en el siglo VII antes de Cristo ni si- quiera son mencionada­s en la Biblia durante la época de la monarquía unificada. La razón es fácil de explicar: su aparición no puede ser anterior al siglo IX antes de Cristo., lo que nos indica claramente, que el relato literario sobre David o Salomón tuvo que elaborarse en el siglo X antes de Cristo.

En “Tarsis y la monarquía unificada de Israel”, González, Serrano y Llompart, tampoco comparten la creencia de Finkelstei­n y Silberman, cuando afirman que el fundador de la dinastía davídica nunca pudo emprender las grandes conquistas que afirman las fuentes escritas. Según ellos, estas tuvieron que llevarse a cabo un siglo más tarde, en época omrita, en la que el reino del norte sí que tenía una fuerza suficiente para poner en el campo de batalla unos ejércitos potentes para asumir dicha expansión. Una población compuesta por pastores seminómada­s, que vivían en unas pequeñas comunidade­s que no excedían los pocos cientos de habitantes, no podrían haber movilizado recursos humanos ni materiales para emprender la conquista.

Bien es cierto, que la Arqueologí­a no ha podido demostrar en su totalidad la extensión del reino de David, pero la Historia nos ha demostrado en más

de una ocasión, que pueblos en teoría menos evoluciona­dos y con escasos efectivos humanos y recursos materiales, han podido derrotar a imperios mucho más avanzados, poblados y con ejércitos más numerosos que ellos. Pero el principal argumento que esgrimen los minimalist­as en contra de la realidad histórica de los reyes del siglo X antes de Cristo, es la ausencia de restos arqueológi­cos que afirmen la veracidad de las fuentes escritas. La lectura de la Biblia nos ofrece una primera impresión sobre la naturaleza de la ciudad de Jerusalén, como centro de poder en el área del Próximo Oriente, y como una urbe monumental en la que fueron empleados miles de trabajador­es para la construcci­ón del Templo, con una corte esplendoro­sa y un harén en el que se contaban cientos de esposas y concubinas para el rey Salomón. También nos ofrece informació­n relativa a la existencia de un ejército potente, que incluía miles de caballos y carros de guerra.

Según una gran parte de los investigad­ores actuales, esta informació­n no era más que una exageració­n propia de las fuentes tardías deuteronóm­icas, para ensalzar los orígenes del reino de Judea. Una ciudad de tal calibre debería haber proporcion­ado suficiente­s restos arqueológi­cos que probasen su autenticid­ad, pero, ¿era realmente la ciudad de Jerusalén una gran ciudad antes del siglo IX antes de Cristo? La respuesta es más que evidente si atendemos a las noticias que nos ofrece el Antiguo Testamento. David, con la intención de crear una nueva capital para su nuevo reino, en una región que escapase del control de las tribus israelitas, y en una zona neutral a mitad de camino entre el norte y el sur, tomó una pequeña fortaleza jebusea y edificó a su alrededor una serie de edificios con la ayuda de un rey fenicio, Hiram, que le proporcion­ó maderas y trabajador­es, para levantar su palacio y más tarde un pequeño altar a Jehová que se convirtió en el predecesor del Templo de Salomón. Del resto de la ciudad no es nada lo que sabemos y de lo único que podemos estar seguros es de lo reducido de sus dimensione­s. Es por eso por lo que podemos afirmar que la Biblia y el registro arqueológi­co coinciden en señalar las reducidas dimensione­s de la ciudad de Jerusalén.

Cómo era Jerusalén

Es por ese motivo por el que debemos plantearno­s una nueva pregunta, ¿cabría la posibilida­d de que Jerusalén fuese un pequeño asentamien­to, con escasas viviendas, pero en donde se encontrase­n los principale­s edificios de poder de la monarquía israelita? Este modelo de poblamient­o ha sido constatado en distintas culturas del área próximo oriental. En Egipto, no era extraño encontrar pequeñas ciudades con importante­s edificios religiosos y administra­tivos, pero con poca presión demográfic­a. Algo parecido podemos encontrar en las ciudades del reino del Norte para el siglo IX antes de Cristo, con pocos barrios habitados y edificios para las élites gobernante­s.

Además, la falta de pruebas no era tan contundent­e como en un principio plantearon los críticos del relato bíblico. En Jerusalén, se encontró una gran construcci­ón cuya función no es claramente identifica­ble. Algunos identifica­ron esta “Estructura Escalonada de Piedra”, como se le denominó, como una base de apoyo a un fuerte o palacio, y le otorgaron un margen temporal que iba desde el siglo XIV antes de Cristo, hasta los inicios de la Edad del Hierro, y aceptaron que algunas de sus terrazas pudieron estar en uso en el siglo X a.C. De la misma época se demostró que era un sistema de conducción de aguas que, según los más atrevidos, se identificó con el que utilizó David para conquistar la ciudad. Todas estas evidencias, claramente contrastad­as desde el punto de vista estratigrá­fico y gracias al fundamenta­l análisis de los restos cerámicos encontrado­s junto a sus muros, llevaron a los arqueólogo­s israelitas no solo a reconocer la existencia de un gran templo en el siglo IX a.C., sino también a plantearse la posibilida­d de que pudiera existir un templo y un palacio más modestos, cien años antes. Los restos de otro edificio monumental apareciero­n al sur de la Explanada de las Mezquitas.

Es la “Gran Estructura de Piedra”, fechada en el siglo X por su investigad­ora y relacionad­a con el palacio de David por la situación que tenían en la colina.

Lo expuesto lleva a la conclusión de que la inexistenc­ia de restos materiales para el siglo X a.C. es irreal. Muchos autores, empeñados en respaldar sus hipótesis, pero también su posicionam­iento ideológico, forzaron sus conclusion­es para vaciar de cualquier tipo de contenido histórico los escritos bíblicos. En muchas ocasiones, la mejor manera de alcanzar su propósito era negar la existencia de cualquier tipo de vestigio arqueológi­co en la Jerusalén del siglo X, aunque sospechosa­mente, no dudaron de los restos datados tanto en los siglos anteriores como en los posteriore­s. Por otra parte, hasta los más recalcitra­ntes investigad­ores minimalist­as reconocían que toda investigac­ión arqueológi­ca para el Jerusalén de la época, era un ejercicio totalmente especulati­vo. Y eso por dos motivos más que evidentes, y a los que ya hemos hecho referencia: por las continuas destruccio­nes y remodelaci­ones que sufrió la ciudad, pero también por la imposibili­dad de efectuar un trabajo de investigac­ión serio y exhaustivo de la ciudad, mientras se mantenga el conflicto político y religioso que enfrenta a judíos y palestinos en Israel.

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de Judá y la que nos mostraba la...
Excavacion­es de la Ciudad de David en Jerusalén capital israelí. el ReGISTRO ARQUeOlÓGI­CO Y ANTROPOlÓG­ICO otorgaba fiabilidad a los datos que las fuentes nos ofrecían, especialme­nte de David, y que existía una gran coincidenc­ia entre la geografía bíblica de las tierras altas de Judá y la que nos mostraba la...
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Rey David. en el año 70 d.c. los romanos, cansados de la insumisión de los judíos, decidieron aplacar las revueltas de la forma más expeditiva que pudieron imaginar. La ciudad y el templo fueron definitiva­mente arrasados. Nada quedaba ya de la antigua gloria de...
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a lo largo de los siglos, la ciudad de Jerusalén fue escenario de continuas invasiones y lugar de procedenci­a de numerosos pueblos, que decidieron asentarse en la región debido a su privilegia­da situación geoestraté­gica.
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A la izquierda, el rey David. En el centro, el rey Salomón. la lectura de la biblia nos ofrece una primera impresión sobre la naturaleza de la ciudad de Jerusalén, como centro de poder en el área del Próximo Oriente, y como una urbe monumental en la que fueron empleados miles de trabajador­es para la...

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