Mas Alla Monografico (Connecor)
La historicidad de la Biblia. ¿Existieron David y Salomón?
¿existieron david y salomón?
La comprensión de la Biblia como fuente histórica viene marcada, desde hace varias décadas, por el enfrentamiento protagonizado entre aquellos que creen a pies juntillas todo lo que narra el Antiguo Testamento, a pesar de las contradicciones que presenta; y los que conocemos como minimalistas, aquellos que en el otro extremo, tratan de obviar y rechazar todo lo que de realidad puedan contener las Sagradas Escrituras. La postura de los historiadores creyentes o la de aquellos que, por el contrario, son reconocidamente ateos, va a reflejarse en sus investigaciones, por eso, consideramos necesaria una aproximación lo menos apasionada posible al estudio de la Biblia y a los muchos enigmas que se esconden tras sus palabras.
Huellas históricas
Siempre se ha considerado la época de la monarquía unificada como el primer período histórico de Israel. De esta manera, frente al carácter mitológico que se intuía en las etapas anteriores, desde el Éxodo de Egipto hasta la época de los Jueces, pasando por la conquista de Canaán, la historia de David presentaba un gran realismo. La historia política de su reinado, las luchas dinásticas, los conflictos personales y sus múltiples contradicciones, hacían tanto de él, como de su sucesor Salomón, unos personajes muchos más humanos de lo que pudieron ser otros como Moisés o los patriarcas, aunque esto no es suficiente para corroborar su existencia histórica, por el que es necesario centrar la atención en el estudio de las fuentes historiográficas y arqueológicas de la época de la monarquía unificada.
En los últimos años, la situación ha conocido un cambio importante; un nuevo grupo de investigadores ha empezado a plantearse, no solo la validez de los relatos bíblicos como fuente fidedigna de la historia antigua del Próximo Oriente, sino que propusieron la posibilidad de que sus protagonistas más importantes fuesen seres completamente legendarios. Aunque sin llegar a esos extremos, los arqueólogos israelíes Finkelstien y Silberman, se convirtieron en dos de los más representativos de esta tendencia, a pesar de que, en sus conclusiones finales, no pudieron rechazar la existencia de personajes como David o Salomón.
En “La Biblia desenterrada” recogen las teorías de otros autores anteriores a ellos, como T. Thompson, Neils Peter Lemche o Philip Davies, que iban más allá, al considerar sus reinados como meras invenciones y construcciones teóricas que salieron de los círculos sacerdotales postexílicos, para fortalecer las pretensiones unificadoras de los reyes de Judá durante el siglo VII antes de Cristo. Finkelstein y Silberman reconocen la más que probable historicidad de los tres reyes de la monarquía unificada, pero, según ellos, serían gobernantes de unos entes territoriales reducidos, con poco peso en la escena internacional. El supuesto gran imperio al que se refieren las fuentes no pudo existir, y esto por varios motivos. Alegan, en primer lugar, la falta de referencias procedentes de otras civilizaciones vecinas, especialmente llamativo es, según su punto de vista, el silencio de las fuentes egipcias. También es significativa la falta de pruebas arqueológicas, o la mala datación que se hizo de muchos edificios, que en un principio se relacionaron con Salomón. Forzando las conclusiones de una investigación arqueológica a la que aún le queda un largo tramo que recorrer, aluden a una falta de tradición literaria que hiciese posible la redacción de una obra tan desarrollada como el Antiguo Testamento.
La conclusión lógica, especialmente si tenemos en cuenta la escasez de restos arqueológicos del siglo X antes de Cristo, sería creer que Jerusalén era una pequeña aldea, sin ningún tipo de prosperidad y con una población muy reducida formada por pequeños ganaderos seminómadas, con unos dirigentes que actuaban como jefes tribales en un ámbito territorial muy reducido. Algunos de estos jefes tribales fueron Saúl, David y su hijo Salomón, algo muy distinto a lo que más tarde nos narró el Libro de los Reyes.
La tesis planteada era sugerente. Efectivamente, la existencia de una entidad política como nos muestra la Biblia, con una influencia tan decisiva y unas dimensiones tan amplias, debía de dejar algún tipo de rastro que los arqueólogos tendrían que haber constatado. Se debía de haber encontrado, del mismo modo, un horizonte estratigráfico perteneciente al siglo X antes de Cristo en la ciudad de Jerusalén, que mostrase la magnificencia de unas edificaciones con las que Salomón quiso equipararse a sus poderosos vecinos. Pero nada de eso se halló. ¿Cuál podría ser el motivo?
Estado independiente
La respuesta parece clara: solo se debe indagar en la historia de la ciudad para comprender la imposibilidad de realizar excavaciones serías en un lugar como Jerusalén, en donde cualquier intento de la comunidad científica por aclarar el pasado de Israel, se vería contestado por la negativa de las autoridades religiosas para acceder a recintos tan sagrados como la Explanada de las Mezquitas, debajo de la cual habría de estar, forzosamente, los más importantes restos arqueológicos, entre ellos el tem-
¿Cómo era realmente JERUSALÉN en época del REY DAVID? ¿Qué vestigios nos quedan de su pasado que demuestran la existencia de este monarca y de su sucesor, el REY SALOMÓN?
plo, realizados durante el reinado de Salomón. A lo largo de los siglos, la ciudad de Jerusalén fue escenario de continuas invasiones y lugar de procedencia de numerosos pueblos, que decidieron asentarse en la región debido a su privilegiada situación geoestratégica.
Cuando Israel se terminó convirtiendo en un estado independiente, su primera preocupación tuvo que ser garantizar su existencia recurriendo a un complicado juego de relaciones diplomáticas que no siempre funcionó. En 586 a.C. las tropas babilonias entraron en Jerusalén y arrasaron la ciudad y el templo, aunque no pasó mucho tiempo antes de que la frágil Babilonia entrase en crisis y fuese derrotada por un gran enemigo que se venía abriendo paso desde el Este. Los persas, y más concretamente su rey Ciro, permitieron a los judíos la vuelta a su tierra de origen pero siempre bajo la tutela de unos gobernadores que irremediablemente debían seguir las directrices del rey oriental. En esta nueva etapa, tres grandes líderes se pusieron al frente de la reconstrucción nacional, que incluía el alzamiento de un nuevo templo en donde se cobijaron las reliquias y los objetos de culto del pueblo judío.
Doscientos años duró la ocupación de Palestina por parte de los persas, hasta que un nuevo conquistador, Alejandro Magno, logró hacerse con su poder en el 332 a.C. Pero el gobierno del macedonio fue efímero. Cuando Antioco IV Epífanes trató de imponer la cultura helenística en Israel la situación tuvo que convertirse en insostenible. El intento de eliminar el culto a Yahvé del Templo de Jerusalén fue lo que al final encendió la llama de la rebelión. Esta estuvo liderada por la familia de los Macabeos, que a la postre logró establecer una nueva dinastía de reyes en Judá, y permitió la tan ansiada independencia que duró hasta el 37 a.C., año en el que un idumeo, Herodes el Grande, fue proclamado como rey con el apoyo de una Roma que había puesto sus ojos en Oriente. Es lógico suponer que la llegada de un nuevo gobernante (extranjero e impuesto por el Imperio Romano) no tuvo que gustar a sus nuevos súbditos.
En el 70 d.C. los romanos, cansados de la insumisión de los judíos, decidieron aplacar las revueltas de la forma más expeditiva que pudieron imaginar. La ciudad y el templo fueron definitivamente arrasados. Nada quedaba ya de la antigua gloria de los monarcas de la casa de David. Pero una nueva afren- ta les estaba reservada. En el siglo II, el emperador Adriano decidió edificar sobre la antigua Jerusalén una nueva ciudad, de trazado totalmente romano, a la que le puso el nombre de Aelia Capitolina, en donde no se permitió la entrada a los judíos. Un nuevo templo dedicado a Júpiter fue construido sobre lo que antes fue el Templo de Jerusalén.
Con el final de la influencia romana en la región se entró en un período de decadencia que alcanzó su punto máximo durante la época bizantina. En esta época el monte Moriá, en donde un día estuvo la explanada del templo, fue utilizado como vertedero de la ciudad. La situación cambió de forma radical con la llegada de los musulmanes. La explanada recuperó su antigua magnificencia. Fue en este lugar donde se levantaron dos de los edificios que con el paso de los siglos se han convertido en los más sagrados del Islam. La mezquita de Al Aqsa se edificó en uno de los extremos de la colina, mientras que en el 691, el califa Abd el Malik, ordenó construir la Cúpula de la Roca. Es fácil imaginar que una posible excavación de tipo arqueológico para estudiar los restos del pasado israelita debajo de estas dos mezquitas, no solo sería contro-
vertida, sino que, además, podría provocar el inicio de un conflicto que implicaría a todo el mundo islámico.
Arquitectura bíblica
La imposibilidad de efectuar una investigación rigurosa del lugar, en donde indudablemente estaba Jerusalén en los tiempos de David y Salomón, ha hecho que los investigadores se centren en el estudio de las Sagradas Escrituras para tratar de descubrir lo que en ellas se esconde de verdad. Otra de las herramientas de trabajo para conocer la cultura material del pueblo judío consiste en estudiar los restos arquitectónicos de otros edificios que se fueron encontrando en la región, y que por sus características podrían tener algún tipo de relación con lo que se describe en la Biblia. Los estudiosos del pasado judío no se dieron por vencidos, si no se podía excavar en Jerusalén por motivos tan obvios, ¿por qué no hacerlo en otros yacimientos y ciudades mencionados en la Biblia, para tratar de descubrir alguna evidencia de lo que en ella se describía? Fue así cómo los grandes arqueólogos bíblicos, como Y. Yadin, iniciaron una serie de trabajos en enclaves que el Libro de los Reyes establece como controladas por Salomón. Hatsor, Guézer y Meggido proporcionaron restos de fortificaciones con técnicas constructivas que parecieron muy similares y, por lo tanto, parte de un mismo horizonte cultural en el que se debía incluir la capital del reino. Las tres ciudades estaban rodeadas por una muralla acasamatada y tenían puertas de seis cámaras con un plano muy parecido. La intención del excavador es fácilmente reconocible, ya que, de inmediato, las bautizó con el nombre de puertas salomónicas. Esto les llevó a la conclusión de que estos núcleos poblacionales tendrían que haber estado bajo una misma unidad política en el momento de su construcción, más aún si se tenía en cuenta la similitud de los patrones constructivos en los modelos de fortificación.
El entusiasmo de los investigadores se multiplicó cuando en posteriores excavaciones se lograron datar las murallas y sus recintos de acceso en el siglo X antes de Cristo. Todo parecía cuadrar: las técnicas constructivas, la datación cronológica y la información de las fuentes escritas no hacían más que insistir en la posibilidad de que estas tres ciudades, hubiesen formado parte de un reino que, sin ningún tipo de duda, habría de ser el de Salomón, y, por lo tanto, su historia y los hechos con ella relacionada debían de ser ciertos. Los minimalistas no podían permanecer inmunes a tan concluyente descubrimiento. Es por ese motivo por el que autores como el español Javier Alonso López, en su obra “Salomón”, asegura que las puertas no tenían por qué haber sido construidas por una misma autoridad central, sino que podían ser reflejo de una especie de moda arquitectó- nica que hizo de ellas “un tipo de fortificación común a todos los pueblos del área de Palestina durante los siglos IX y X antes de Cristo”. Frente al peso y validez de las pruebas arqueológicas y documentales que nos ofrece la las del investigador español resultaron insuficientes y claramente forzadas, en lo que parece más, un claro ataque a las conclusiones de los biblistas, que una análisis objetivo del hecho arqueológico. En la misma línea se situaban Finkelstein y Silberman, que ofrecen una justificación más simple, al afirmar que “varias cuestiones de lógica histórica” impiden considerar las puertas como reflejo de un poder unificado en el Israel del siglo X antes de Cristo. Parten por ello, de una idea preconcebida a la hora de analizar objetivamente las pruebas que encontramos en Hatsor, Guézer y Meggido y que sí que podrían significar una evidencia de la existencia de un reino, con una cierta expansión territorial, a comienzos del primer milenio antes de Cristo.
La existencia de Salomón
Otras de las pruebas que los puristas bíblicos ofrecieron como testimonio de la existencia de Salomón era la existencia de otras edificaciones en ciudades como Hatsor y Meggido, que en un principio se interpretaron como estancias en donde se albergaron la caballería y los carros de guerra del potente ejército salomónico. Los edificios eran alargados y contaban con dos filas de columnas paralelas. Los biblistas creyeron encontrar una nueva prueba con la que reafirmar sus hipótesis, aunque en esta ocasión, sus expectativas se vieron frustradas. A pesar de que muchos siguen considerándolos como los establos de Salomón, la Arqueología ha demostrado que estos fueron erigidos en el siglo IX antes de Cristo y, por lo tanto, pertenecerían a la época de la monarquía dividida. Un análisis en profundidad evidencia que la altura de la construcción es insuficiente para el paso de un caballo, y que la función de dichos emplazamientos estaría relacionada con el almacenaje.
El problema es que todos los artículos, ensayos e informes arqueológicos parecen girar en torno a las mismas evidencias y, según el historiador que los maneje, las conclusiones son diametralmente opuestas. Curiosamente, un artículo especializado publicado en la prestigiosa revista Gerión de la Universidad Com-
plutense, en el que se daba un nuevo planteamiento sobre la historia de la monarquía unificada por parte de tres estudiosos españoles llamados González de Canales, Serrano y Llompart resultó revelador. Publicado en el año 2008, “Tarsis y la monarquía unificada de Israel” defendía la identificación de la antigua Tarsis con el área sudoccidental española. Para los autores, una de las claves que apoyarían esta conjetura, era la información que proporcionaba la Biblia con respecto a la naturaleza de la actividad comercial de las antiguas ciudades fenicias y la monarquía unificada israelita, con la lejana Tarsis. Esta suposición no podía ser considerada como algo definitivo, pero en este artículo se dicen muchas más cosas. Haciéndose eco de la polémica surgida con la obra de Finkelstein y Silberman, ofrecen una serie de pruebas que desnivelaba la balanza a favor de los que siguen otorgando una gran importancia a los cinco libros de la Torá como fuente histórica.
Las huellas de la monarquía unificada
A los investigadores les sorprende que el autor deuteronomista, atribuyese a unos personajes a los que quería glorificar, cualidades tan desdeñables como la idolatría, el asesinato o el sacrilegio. No era lógica la suposición de que lo que pretendieron los redactores de la Biblia fue inventar unos seres legendarios para convertirlos en el modelo a seguir de los monarcas del siglo VII antes de Cristo, y otorgarles comportamientos tan reprobables como estos habían experimentado durante sus vidas. La imagen de un rey David bailando totalmente desnudo frente al Arca de la Alianza, o sus muchos pecados provocados por la lujuria, no se correspondían con esta idea.
Más lógico era suponer, tal y como reconocen Finkelstein y Silberman, que el uso propagandístico de la monarquía unificada que representaban David y Salomón tuvo que ser consecuencia del recuerdo histórico de ambos reyes y que, por lo tanto, tuvo que existir un estado unitario primitivo. También tuvieron que admitir que el registro arqueológico y antropológico otorgaba fiabilidad a los datos que las fuentes nos ofrecían, especialmente de David, y que existía una gran coincidencia entre la geografía bíblica de las tierras altas de Judá y la que nos mostraba la Arqueología para el siglo X antes de Cristo. A modo de ejemplo, señalan que la importante ciudad de Laquis, junto con otras como Bet Semes, Berseba y Arad, que tuvieron un gran desarrollo en el siglo VII antes de Cristo ni si- quiera son mencionadas en la Biblia durante la época de la monarquía unificada. La razón es fácil de explicar: su aparición no puede ser anterior al siglo IX antes de Cristo., lo que nos indica claramente, que el relato literario sobre David o Salomón tuvo que elaborarse en el siglo X antes de Cristo.
En “Tarsis y la monarquía unificada de Israel”, González, Serrano y Llompart, tampoco comparten la creencia de Finkelstein y Silberman, cuando afirman que el fundador de la dinastía davídica nunca pudo emprender las grandes conquistas que afirman las fuentes escritas. Según ellos, estas tuvieron que llevarse a cabo un siglo más tarde, en época omrita, en la que el reino del norte sí que tenía una fuerza suficiente para poner en el campo de batalla unos ejércitos potentes para asumir dicha expansión. Una población compuesta por pastores seminómadas, que vivían en unas pequeñas comunidades que no excedían los pocos cientos de habitantes, no podrían haber movilizado recursos humanos ni materiales para emprender la conquista.
Bien es cierto, que la Arqueología no ha podido demostrar en su totalidad la extensión del reino de David, pero la Historia nos ha demostrado en más
de una ocasión, que pueblos en teoría menos evolucionados y con escasos efectivos humanos y recursos materiales, han podido derrotar a imperios mucho más avanzados, poblados y con ejércitos más numerosos que ellos. Pero el principal argumento que esgrimen los minimalistas en contra de la realidad histórica de los reyes del siglo X antes de Cristo, es la ausencia de restos arqueológicos que afirmen la veracidad de las fuentes escritas. La lectura de la Biblia nos ofrece una primera impresión sobre la naturaleza de la ciudad de Jerusalén, como centro de poder en el área del Próximo Oriente, y como una urbe monumental en la que fueron empleados miles de trabajadores para la construcción del Templo, con una corte esplendorosa y un harén en el que se contaban cientos de esposas y concubinas para el rey Salomón. También nos ofrece información relativa a la existencia de un ejército potente, que incluía miles de caballos y carros de guerra.
Según una gran parte de los investigadores actuales, esta información no era más que una exageración propia de las fuentes tardías deuteronómicas, para ensalzar los orígenes del reino de Judea. Una ciudad de tal calibre debería haber proporcionado suficientes restos arqueológicos que probasen su autenticidad, pero, ¿era realmente la ciudad de Jerusalén una gran ciudad antes del siglo IX antes de Cristo? La respuesta es más que evidente si atendemos a las noticias que nos ofrece el Antiguo Testamento. David, con la intención de crear una nueva capital para su nuevo reino, en una región que escapase del control de las tribus israelitas, y en una zona neutral a mitad de camino entre el norte y el sur, tomó una pequeña fortaleza jebusea y edificó a su alrededor una serie de edificios con la ayuda de un rey fenicio, Hiram, que le proporcionó maderas y trabajadores, para levantar su palacio y más tarde un pequeño altar a Jehová que se convirtió en el predecesor del Templo de Salomón. Del resto de la ciudad no es nada lo que sabemos y de lo único que podemos estar seguros es de lo reducido de sus dimensiones. Es por eso por lo que podemos afirmar que la Biblia y el registro arqueológico coinciden en señalar las reducidas dimensiones de la ciudad de Jerusalén.
Cómo era Jerusalén
Es por ese motivo por el que debemos plantearnos una nueva pregunta, ¿cabría la posibilidad de que Jerusalén fuese un pequeño asentamiento, con escasas viviendas, pero en donde se encontrasen los principales edificios de poder de la monarquía israelita? Este modelo de poblamiento ha sido constatado en distintas culturas del área próximo oriental. En Egipto, no era extraño encontrar pequeñas ciudades con importantes edificios religiosos y administrativos, pero con poca presión demográfica. Algo parecido podemos encontrar en las ciudades del reino del Norte para el siglo IX antes de Cristo, con pocos barrios habitados y edificios para las élites gobernantes.
Además, la falta de pruebas no era tan contundente como en un principio plantearon los críticos del relato bíblico. En Jerusalén, se encontró una gran construcción cuya función no es claramente identificable. Algunos identificaron esta “Estructura Escalonada de Piedra”, como se le denominó, como una base de apoyo a un fuerte o palacio, y le otorgaron un margen temporal que iba desde el siglo XIV antes de Cristo, hasta los inicios de la Edad del Hierro, y aceptaron que algunas de sus terrazas pudieron estar en uso en el siglo X a.C. De la misma época se demostró que era un sistema de conducción de aguas que, según los más atrevidos, se identificó con el que utilizó David para conquistar la ciudad. Todas estas evidencias, claramente contrastadas desde el punto de vista estratigráfico y gracias al fundamental análisis de los restos cerámicos encontrados junto a sus muros, llevaron a los arqueólogos israelitas no solo a reconocer la existencia de un gran templo en el siglo IX a.C., sino también a plantearse la posibilidad de que pudiera existir un templo y un palacio más modestos, cien años antes. Los restos de otro edificio monumental aparecieron al sur de la Explanada de las Mezquitas.
Es la “Gran Estructura de Piedra”, fechada en el siglo X por su investigadora y relacionada con el palacio de David por la situación que tenían en la colina.
Lo expuesto lleva a la conclusión de que la inexistencia de restos materiales para el siglo X a.C. es irreal. Muchos autores, empeñados en respaldar sus hipótesis, pero también su posicionamiento ideológico, forzaron sus conclusiones para vaciar de cualquier tipo de contenido histórico los escritos bíblicos. En muchas ocasiones, la mejor manera de alcanzar su propósito era negar la existencia de cualquier tipo de vestigio arqueológico en la Jerusalén del siglo X, aunque sospechosamente, no dudaron de los restos datados tanto en los siglos anteriores como en los posteriores. Por otra parte, hasta los más recalcitrantes investigadores minimalistas reconocían que toda investigación arqueológica para el Jerusalén de la época, era un ejercicio totalmente especulativo. Y eso por dos motivos más que evidentes, y a los que ya hemos hecho referencia: por las continuas destrucciones y remodelaciones que sufrió la ciudad, pero también por la imposibilidad de efectuar un trabajo de investigación serio y exhaustivo de la ciudad, mientras se mantenga el conflicto político y religioso que enfrenta a judíos y palestinos en Israel.