Mas Alla Monografico (Connecor)

El milagro de la resurrecci­ón

VERDADES Y MENTIRAS

- Texto Montserrat rico góngora, escritora

El concilio de Nicea del año 325 fue el responsabl­e de autorizar los cuatro evagelios canónicos que glosan la vida de Jesús. Sin grandes diferencia­s, tres de ellos: los sinópticos, coinciden en la muerte y ascensión del señor, pero, el evangelio de San Juan muestra una sutil diferencia que podría ser tomada como punto de partida para cuestionar la resurrecci­ón.

Lo primero que nos ll ama l a atención cuando leemos los Evangelios es l o tardío que fueron sus tex tos, porque se redactaron entre el último cuar to del siglo I y el primer cuar to del siglo II, es decir, cuando hacía mucho años que Jesucristo había sido crucificad­o. No se expli - ca convincent­emente esta demora y por qué, quienes mucho tenían que decir, guardaron un cauteloso silencio, de no ser que en el siglo I estuviera muy desprestig­iada la labor del cronista o que, la creencia en el f in del mundo, persuadier­a a los autores de escribir libros que nadie iba a leer. De hecho, Papías, obispo de Hierápolis, prefería la tradición oral a la escrita, aunque fue sensible a dos tex tos que hablaban de la vida de Jesús: un escrito de Marcos – en arameo –, que recogía las noticias y los recuerdos del apóstol Pedro; y otro de Mateo, de discursos más largos, más exacto que el primero, cuajado de anécdotas y escrito en hebreo. Lo que caracteriz­aba a estos dos Evangelios era el haber bebido ampliament­e de la tradición oral aún viva a su alrededor.

El tercer Evangelio, el de Lucas, se podía resumir como una versión par ticular de los dos primeros. No esta firmado, pero los exégetas coinciden al admitir que es del mismo autor que los Hechos de los Apóstoles.

El cuar to Evangelio, el de San Juan, fue el de redacción más tardía, y el que planteó más controvers­ias al asignarle autoría. Papías, simplement­e lo ignoró y Justino, se inclinó,

por primera vez, a pensar, que no era del mismo autor que aquel otro Juan el Apóstol – hijo de Zebedeo–, que había redactado las hojas inquietant­es del Apocalipsi­s, creencia que aún sustentarí­a hacia el año 180 Teóf ilo de Antioquía. Este Evangelio fue escrito en el contex to histórico de un Asia Menor que se había conver tido en escenario de un movimiento filosóf ico sincrético, y en el que, lejos de alentar la unidad del cristianis­mo, la ato - mizaba. A f inales del siglo II, Celso decía que: “A consecuenc­ia de haber llegado a ser multitud (los cristianos) se distanciab­an los unos de los otros, y se condenaban mutuamente, hasta el punto de que vemos que no tengan más cosas en común que el nombre”.

El cuarto evangelio

A principios del siglo III, el obispo Hipólito de Roma, citaba treinta y dos sec tas cristianas enfrentada­s entre sí. Si se lee detenidame­nte el Evangelio de Juan, obser vamos que su autor habla siempre como testigo ocular, y que escribe en beneficio de la reputación de cier to Juan, mimetizánd­ose con él, lo que ha llevado a la confusión.

El Evangelio de San Juan es el encargado de explicarno­s que estando Jesucristo suspendido en la cruz llegaron unos soldados y quebraron las piernas de los crucificad­os que estaban junto a él, pero, que al llegar a Jesús, como lo vieron ya muer to, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza y, al instante, salió sangre y agua.

Y esto ocurrió para que se cumpliera la Escritura: “No le quebrarán hueso alguno. (...) Mirarán al que traspasaro­n”.

L a cruxificci­ón

Aunque los Evangelios no se ponen de acuerdo al precisar las horas que estuvo Cristo en la cruz podemos conjeturar que fueron entre tres y seis horas. La sorpresa mostrada por los soldados cuando lo descubrier­on ya muer to, nos hace pensar que era mucho

Si JESÚS EL NAZARENO fue llevado vivo al sepulcro, en la falsa creencia de que estaba muerto, habría necesitado cuidados urgentes. Las heridas de su cuerpo corrían el riesgo de infectarse y de provocarle

una septicemia infecciosa que, esta vez sí, acabaría con su vida.

mayor el tiempo de super vivencia en la cruz.

Por otra par te, si Jesús ya estaba muer to, como cer tificaron, parece ex traño que saliera de su costado sangre y agua, si ya no debía existir circulació­n sanguínea – los muer tos no sangran–. El par te de lesiones de un lanzazo podría resumirse de esta manera: de haberse producido en el lado izquierdo, le habría atravesado el corazón provocándo­le la muerte de manera inmediata. Si solo hubiera atravesado el pulmón i zquierdo habría podido, en efecto, provocar la emisión de sangre y de agua procedente de un derrame pleural – que habría propiciado los azotes previos a la cru - cif ixión –. El Evangelio de Juan así lo dice expresamen­te, aunque hubiera sido difícil que los testigos distinguie­ran una emisión por separado de los dos fluidos, y más probable parece que ambos se mezclaran rebajando la intensidad rojiza de la sangre.

Un lanzazo en el lado derecho, según la trayectori­a, también hubiera causado l esiones en el pulmón y la pleura – especie de funda que l o recubre –, pero habría sido fac tible la super vivencia del crucificad­o al no haber atravesado la lanza un órgano vital como el corazón. Si concedemos alguna autenticid­ad a la Sábana Santa de Turín – -supuesto sudario de Cristo – la lanza atravesó el quinto espacio intercosta­l derecho.

¡Pero esta segunda posibilida­d plantea un dilema teológico, porque si Cristo no resucitó se tambalean los cimientos en que se sustenta la Iglesia católica!

Siguiendo este apasionant­e camino especulati­vo, si Cristo no murió en la Cruz, significa que quedó malherido y que fue bajado de ella inconscien­te. Y llegados a esto punto habría que hacer una segunda lectura a un gesto que tradiciona­lmente se ha considerad­o una vejación: “Tengo sed ”. “Había allí una vasija llena de vinagre. Sujetaron a una rama de hisopo una esponja empapada en vinagre y se la acercaron a la boca. Cuando tomó Jesús el vinagre dijo: ‘ Todo está cumplido’. E inclinando la cabeza entregó el espíritu” (Jn 19 29).

Los Evangelios coinciden al afirmar que Cristo murió justo después de que le acercaran un hisopo empapado de vinagre, lo que nos i ndica que en ese momento estaba en el límite de sus fuerzas, en el umbral de la muerte o la inconscien­cia, pero, de manera para nada deliberada – o sí–, sus vapores podrían haber evitado un desenlace dramático. Se tiene constancia histórica de que a los forzados a galeras se les hacía respirar los efluvios del vinagre para vigorizarl­os y, quizá para favorecer que el oxígeno les llegara al cerebro.

El santo sepulcro

Si Jesús el Nazareno fue llevado vivo al sepulcro, en la falsa creencia de que estaba muerto, habría necesitado cuidados urgentes. Las heridas de su cuerpo corrían el riesgo de infec tarse y de provocarle una septicemia infecciosa que, esta vez sí, acabaría con su vida.

La lec tura detenida del Evangelio de Juan nos hace suponer que José de Arimatea y

La MIRRA Y EL ALOE, elementos indispensa­bles para el ritual, podrían

haber actuado beneficios­amente en un cuerpo vivo. De todos es conocido el poder cicatrizan­te del aloe y la mirra, ya que, entre muchas

de sus propiedade­s, favorecen la desinfecci­ón de las heridas.

Nicodemo no detectaron signos de vida cuando trasladaro­n su cuerpo a un sepulcro recién excavado en la roca, después de obtener de Pilatos permiso para llevárselo. Lo que llevaban consigo para la hora dramática que se avecinaba era tan solo un sudario y cien libras de mirra y áloe para fajar el cadáver, según la costumbre judía. Había que apresu - rarse para cumplir el ritual de enterramie­nto, porque se acercaba el día sagrado del Sabbath.

El Evangelio de Marcos explica la improbable versión de que l os ungüentos i ban a ser aplicados el domingo muy temprano por María Magdalena, María –madre de Santiago– y Salomé, justo cuando descubrier­on que el cuerpo de Jesús había desapareci­do del sepulcro.

La mirra y el aloe, elementos indispensa­bles para el ritual, podrían haber actuado beneficios­amente en un cuerpo vivo. De todos es conocido el poder cicatrizan­te del aloe y la mirra, ya que, entre muchas de sus propiedade­s, favorecen la desinfecci­ón de las heridas.

Por supuesto, que todo esto son meras elucubraci­ones y que se necesitarí­a un argumento de más peso para sustentar que Cristo no murió en la cruz, que no se elevó a los cielos.

En el capítulo de la Ascensión, Marcos dice que Jesús fue levantado a los cielos desde un cuarto de Galilea; Lucas que fue elevado en campo abierto, estando cerca de Betania; y los Hechos de los Apóstoles que fue arrebatado al cielo y desapareci­ó tras una nube. Mateo calla, y, Juan, que es quien ahora nos interesa, omite cualquier interpreta­ción posterior.

De lo que no hay duda, es de que el Jesús que vieron María Magdalena y sus discípulos era de carne postmortal. Tenía cuerpo, hablaba, pero algo sutil debió confundir a María Magdalena el domingo cuando, presentánd­ose sola en el sepulcro (JN 19 ) no lo reconoció y pensó que se trataba del jardinero de un huerto próximo.

Quizás la penumbra del lugar le impidió ver con claridad si venía cegada por la luz exterior, pero a los dos ángeles vestidos de blanco, sentados donde antes había estado su cuerpo, sí que los vio. Y es en la escena siguiente cuando se produce el desenlace que responde a las dudas que hemos planteado y que niega la Resurrecci­ón.

Al preguntarl­e Jesús por qué llora y a quién busca, María Magdalena descubre que está ante el Maestro y empieza a tocarlo con incredulid­ad. Entonces Jesús le responde: “Deja de tocarme, que aún no he subido al Padre. Pero vete a mis hermanos y diles: ‘Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios’” (JN 20 17).

Es evidente, por sus palabras, que Jesús no había muer to, porque todavía no había subido al Padre, aunque parecía prudente hacer creer a sus discípulos que lo había hecho, y también a quienes lo habían condenado tan pronto se corriera el rumor. Solo a María Magdalena confío la verdad, su secreto.

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