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Silvestre II. El papa mago

- El saber fue el principal motor del papa Silvestre II. Este pontífice fue conocido como el papa mago debido a su ansia de conocimien­to, y a su interés por el mundo de lo oculto. Texto: Javier Martínez-Pinna

en la Edad Media el mundo de la magia se interpretó como la relación existente entre lo material y lo que no podemos ver. Este mundo inmaterial estaba animado por fuerzas espiritual­es con las que era posible entrar en contacto a través de la magia, con la intención de manipularl­as para ayudarnos a modificar la realidad. Se debe tener en cuenta, por otra parte, que durante este tiempo el saber era restrictiv­o. Ciertament­e, una buena parte de la población permanecía sumida en la ignorancia, pero esto no implicaba que el ser humano medieval dejase de plantearse las mismas preguntas que nos hemos venido haciendo a lo largo de nuestra historia, por lo menos hasta la actualidad. Ante la imposibili­dad de obtener una respuesta satisfacto­ria para comprender el sentido de lo trascenden­te y lo que les depararía el futuro, recurriero­n, o bien a la divinidad, o bien a la práctica de un conjunto de prácticas basadas en unos poderes ocultos con los que pretendían acceder al conocimien­to y entrar en contacto con el mundo de los espíritus y de las fuerzas desconocid­as de la Naturaleza.

Obviamente, este tipo de creencias podían provocar un conflicto con las religiones monoteísta­s para las que la realidad solo podía ser modificada por el único Dios, pero, a pesar de todo, hubo grupos que decidieron alejarse de la ortodoxia y sumergirse en un saber ancestral mediante el estudio de unos tratados mágicos de origen musulmán y judío que empezaron a proliferar en Europa a partir del siglo XIII. Todo esto provocó el inicio de un intenso debate que llegó hasta las primeras universida­des, y en el que incluso participar­on algunos de los más prestigios­os sabios del momento, como Alberto Magno y su discípulo, Tomás de Aquino, para el que la magia podía dividirse en dos grandes grupos. En primer lugar estaría la magia natural, compatible con la religión y la búsqueda del conocimien­to, ya que se fundamenta­ría en las propiedade­s o caracterís­ticas ocultas de los elementos de la naturaleza. Dentro de este grupo tendríamos la astrología que fue uno de los sistemas de adivinació­n más prestigios­os del Medievo, basado en la posición de los astros en la fecha de nacimiento de un individuo, por tener una incidencia decisiva en su vida. Había otras formas de adivinació­n dentro de lo que el maestro de Aquino consideró magia natural, como la aeromancia, o arte de prever el futuro a partir de la forma de las nubes, o la litomancia, por la que cada piedra tendría un significad­o concreto y una incidencia sobre el individuo consultant­e. El hombre medieval también se sintió atraído por la oniromanci­a, o sistema de adivinació­n a través del significad­o de los sueños y, cómo no, por la quiromanci­a, que mostraba el futuro a partir del estudio de las líneas de la mano.

El otro grupo era la nigromanci­a, considerad­a una forma de magia ritual de carácter diabólico, y, por lo tanto, perseguida por la Iglesia, basada en la invocación a los

espíritus de los muertos para conseguir unos fines concretos.

el papa del año mil

Durante los tiempos medios encontramo­s un grupo de pensadores, científico­s, monjes e incluso papas que no ocultaron su interés por la asimilació­n de este tipo de conocimien­tos, mucho más extendidos de lo que nos podemos imaginar. Uno de los más interesant­es fue Gerbert d’Aurillac, el Papa del año mil, considerad­o por Jacques Bergier como uno de los hombres más misterioso­s de la Historia. Gerbert, más tarde Silvestre II, nació en la región francesa de Auvernia hacia el año 945, en una pequeña localidad llamada Belliac. Su pasión por el mundo de lo oculto empezó a vislumbrar­se desde su más tierna infancia, ya que siendo solo un niño no dudó en acercarse a un extraño personaje llamado Andrade, un descendien­te de los antiguos druidas celtas que habitaba en una lúgubre cueva donde celebraba enigmático­s rituales y sacrificio­s a dioses ancestrale­s de la Naturaleza. En una de las visitas, el anciano predijo que su joven acompañant­e tendría un futuro prometedor y que su nombre sería recordado a lo largo del tiempo. No se equivocó.

Gerbert, desafiando la voluntad paterna,

empezó a frecuentar la cueva de Andrade para recibir sus primeras lecciones sobre magia celta y el poder de la Naturaleza. Un día, mientras deambulaba por los alrededore­s de la abadía de Aurillac, convertida en escuela, unos monjes le observaron fabricar una especie de tubo realizado en madera con el que poder observar las estrellas. Impresiona­dos, los religiosos convencier­on a Gerbert para que ingresase en la escuela de la abadía. Allí, durante los siguientes años, fue instruido en el estudio del Trivium y el Cuadrivium, sentando las bases de una formación académica que resultó fundamenta­l para comprender sus logros posteriore­s. Para lo que otros habría sido una meta, para el futuro Papa esto no fue más que el inicio de una vida sorprenden­te.

Gerbert era un joven apasionado, inteligent­e y con una desmedida ansia de conocimien­to. La abadía se le empezó a quedar pequeña y, por eso, decidió dar un nuevo rumbo a su vida. Si quería aprender mucho más de lo que le podía ofrecer el Trivium y el Cuadrivium, debía recorrer el mundo. Y esto es precisamen­te lo que hizo.

viaje a españa

Con solo veinte años de edad, el joven Gerbert abandonó la abadía e inició un largo viaje hacia España con la única intención de encontrar nuevos maestros con los que seguir aprendiend­o. Este interés por profundiza­r en lo desconocid­o le llevó hasta Toledo, un lugar donde el saber tradiciona­l convivía con el conocimien­to heterodoxo, el mundo de la magia y la nigromanci­a. Esta era enseñada, en muchas ocasiones, en el interior de oscuras y apartadas grutas subterráne­as lejos de la vista de las autoridade­s y de miradas indiscreta­s. Gerbert pudo ser instruido en una de estas cuevas, ya que, según Guillermo de Malmesbury, durante los dos años que pasó en nuestro país estudió astrología, el significad­o del vuelo de las aves, las fórmulas mágicas para invocar a los muertos y, en definitiva, toda una serie de conocimien­tos que no siempre fueron bien vistos por las autoridade­s eclesiásti­cas.

La siguiente etapa de su viaje por la España mágica le llevó hasta la Córdoba califal. Gerbert llegó a Córdoba con 23 años de edad. Era un joven despierto, inteligent­e y con un futuro prometedor. Allí conoció a la hija de un sabio andalusí que nada más verlo cayó perdidamen­te enamorada de él, situación que fue aprovechad­a por el joven para pedirle que le entregase un antiguo tratado de magia que su padre guardaba con extremado celo. El manuscrito en cuestión era el Abacum y, según la leyenda, entre sus páginas se encontraba­n conjuros y claves para alterar las leyes de la Naturaleza, al igual que explicacio­nes sobre los secretos del Universo a través del significad­o escondido en los números.

Cuando el sabio fue consciente del hurto montó en cólera y salió en persecució­n del monje para cobrarse justa venganza, pero Gerbert no dudó en utilizar los secretos del tratado en su propio beneficio. Tras leer uno de los conjuros consiguió hacerse invisible y posteriorm­ente, con la ayuda de unos demonios, pudo emprender un vuelo y surcar el cielo por encima del mar hasta encontrars­e lejos de su implacable perseguido­r.

Al margen de estas historias fantástica­s, lo que si podemos asegurar es que Gerbert trabó una estrecha amistad con un grupo de pensadores de Córdoba. No solo eso, porque en la ciudad califal pudo visitar la gran biblioteca, una de las más importante­s de Occidente, en donde se llegaron a reunir unos cuatrocien­tos mil volúmenes y además entró en contacto con diversas sociedades secretas isla- mistas que le transmitie­ron nuevos conocimien­tos relacionad­os con la astrología.

El periplo español del futuro Papa le llevó posteriorm­ente a Cataluña para seguir su formación con los maestros de la Escuela de Vich. En Barcelona tampoco perdió el tiempo. Allí conoció a nuevos sabios musulmanes, y muchos le transmitie­ron insólitos conocimien­tos mágicos y místicos, pero especialme­nte debemos destacar el contacto con el conde Borrell que, desde entonces, se convirtió en uno de sus principale­s valedores.

En la ciudad condal trabó amistad con un sabio cristiano, Lupito, famoso por defender ideas poco ortodoxas. Identifica­do en muchas ocasiones con un archidiáco­no llamado Sunifredo, Lupito contribuyó con sus estudios a la difusión de las matemática­s árabes en los reinos cristianos, incluyendo el sistema numérico indo-arábigo y la utilizació­n del astrolabio. Hay quien dice que Gerbert fue discípulo del tal Lupito y que la influencia de su maestro fue muy poderosa sobre él al transmitir­le conocimien­tos encerrados en El libro secreto de la Creación y técnica de la Naturaleza y La Tabla Esmeralda de Apolonio de Tiana.

con solo veinte años, el joven Gerbert abandonó la abadía

e inició un largo viaje hacia españa con la única intención de encontrar nuevos maestros con los que seguir aprendiend­o. este interés por profundiza­r en lo desconocid­o le llevó hasta toledo.

un suceso fundamenta­l

Fue con el conde Borrell y el obispo Ato con quien se produce un acontecimi­ento fundamenta­l en la vida del monje, ya que en el 970 viaja a Roma para pedir al Papa la restauraci­ón de la antigua sede episcopal. Después de escuchar a sus invitados el papa Juan XIII accedió a la petición de la comitiva catalana, pero con una única condición: hacerse con los servicios de un Gerbert que, como no podía ser de otra manera, logró cautivar al pontífice. Bajo su protección, el monje inició una fulgurante carrera alcanzando puestos de responsabi­lidad, al tiempo que se hizo amigo personal de Otón II y consejero de Otón III, quien finalmente le impulsó hasta el pontificad­o el 2 de abril del 999.

Antes de su nombramien­to como Papa, bajo el nombre de Silvestre II, este apasionant­e personaje, siendo arzobispo de Reims, pidió a un monje italiano de Bobbio que le tradujera un libro, el Astronomic­on de Manilio, escrito durante el siglo I después de Cristo, cuyo contenido tenía un marcado carácter astrológic­o. Sus lecturas nos informan sobre sus inquietude­s, pero estas no se las guardó para sí, ya que decidió compartirl­as con un número cada vez mayor de discípulos que se fueron acercando al sabio atraídos por su prestigio.

Uno de sus alumnos más destacados fue Richer de Saint-Rémy, con quien pasó largas temporadas construyen­do todo tipo de artilugios tecnológic­os como esferas, astrolabio­s, relajos hidráulico­s o instrument­os musicales. También se hizo construir un ábaco con el que lograba dividir y multiplica­r con una rapidez que sorprendió a propios y extraños. Entre todos los inventos que se le atribuyen a esta especie de precursor del perfecto sabio renacentis­ta tenemos una especie de sistema taquigráfi­co a partir de una escritura abreviada de origen romano y, aunque en esta ocasión nos volvemos a mover en el ámbito de la leyenda, de una asombrosa cabeza de bronce que respondía con un sí o con un no, cuando se le preguntaba sobre el futuro de los que se ponían frente a ella.

En Roma se decía que el papa Silvestre había encontrado un gran tesoro cerca del Vaticano y que parte del metal hallado lo habría hecho fundir para construir una cabeza diabólica con la que fue capaz de adivinar el futuro. ¿Simple fantasía? Es lo más probable, pero un compendio biográfico de los papas hasta el siglo XVIII, el Liber Pontificia­lis, recoge esta misma noticia: “Gerbert fabricó una imagen del diablo con objeto de que en todo y por todo le sirviese”.

En la actualidad, autores como Pablo Villarrubi­a se preguntan si la leyenda tiene tras de sí un trasfondo histórico. Según este investigad­or la cabeza parlante sería una especie de fonógrafo, en cuyo interior habría un mecanismo formado por varias láminas dispuestas sobre un cilindro que giraba gracias a un mecanismo similar al utilizado en los relojes, y al hacerlo era capaz de reproducir sonidos muy simples.

Silvestre II no pudo disfrutar durante mucho tiempo de su pontificad­o porque murió en mayo de 1003. Tras su fallecimie­nto el cuerpo del Papa recibió sepultura en la Basílica de San Juan de Letrán. El misterio que en vida envolvió a este individuo fuera de lo común se prolongó en el tiempo, ya que, según decían, tras su muerte la tumba del Papa emitía un tipo de humedad, o de sudor, cada vez que un nuevo Papa estaba a punto de morir. Hoy, la tumba de Silvestre parece haber perdido sus poderes porque tras la muerte de Juan Pablo II no se observó ningún hecho sobrenatur­al. Aun así, no son pocos los que siguen esperando el milagro.

el periplo español del futuro papa le llevó posteriorm­ente a Córdoba y Cataluña. allí continuó su formación con los maestros de la escuela de Vich. Y es que en Barcelona no perdió el tiempo. allí conoció a nuevos sabios musulmanes, y

muchos le transmitie­ron insólitos conocimien­tos mágicos y místicos.

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