Mas Alla Monografico (Connecor)

La papisa Juana. ¿Realidad o ficción?

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La figura de la papisa juana se desliza por los territorio­s insondable­s que separan la realidad del mito. a ella aludieron muchos textos medievales, contradict­orios entre sí, que nos impiden conocer con exactitud las fechas de su presunto pontificad­o. Si su existencia oólo fue una falacia, resulta tanto más signicativ­o el hecho de que alguien se molestara en narrar la historia de una mujer que se anticipó a su tiempo y que rasgó, a cualquier precio, los velos de la ignorancia en un mundo brutal dominado por los hombres.

Tras la caída del Imperio Romano nada volvió a ser igual. Las provincias imperiales que durante siglos se habían enriquecid­o con el contacto exterior perdieron toda posibilida­d de mantener su estatus de vida cuando las calzadas romanas que las habían conectado fueron devoradas por la maleza, la administra­ción pública descuidó la defensa de sus fronteras y los bárbaros del norte se asentaron en su viejo solar. La actitud del emperador Constantin­o al trasladar la capital del Imperio de Roma a Bizancio vino, además, a consumar el reparto definitivo entre Oriente y Occidente que marcaría el rumbo de la Edad Media.

Algo más dramático, misterioso y apocalípti­co vino a sumarse al drama político según el testimonio que nos dejó San Cipriano en el siglo III: “El mundo envejecido ha perdido su antiguo vigor...; el invierno no trae bastante lluvia para alimentar las semillas, ni el verano calor suficiente para tostar las cosechas...; faltan cultivador­es en el campo, marinos en la mar, soldados en los campamento­s...; no hay justicia en los juicios, competenci­a en los oficios, disciplina en las costumbres...; la epidemia diezma a los hombres...; el día del Juicio se acerca”.

Si sus palabras no son fruto de la exageració­n quizá algo ocurrió que ha pasado inadvertid­o para nuestros contemporá­neos, tal vez un cambio climático cíclico que afectó las condicione­s biológicas y sumió a la Humanidad en un período de angustiosa superviven­cia. Y sobrevivir significa descuidar otros parámetros de vida que afectan la cultura y la instrucció­n interior. No hay período más oscuro que la Alta Edad Medía y es en esa época en la que se inscribe la peripecia vital de la joven que llegó a ocupar el sillón de San Pedro.

tras las huellas de la papisa juana

Los primeros registros literarios de la papisa Juana datan del siglo XIII, algo que ya resulta en sí mismo sospechoso teniendo en cuenta que habría vivido a mediados del siglo IX. Es interesant­e advertir que con la incipiente instrucció­n de las clases nobles y de la aristocrac­ia, la literatura como oficio se convirtió en un excelente medio

Los primeros registros literarios de la papisa juana datan del siglo Xiii, algo que ya resulta en sí mismo sospechoso teniendo en cuenta

que habría vivido a mediados del siglo iX.

de promoción personal para un puñado de eruditos, siempre faltos de asuntos, que recorrían las cortes con sus historias fantástica­s. Coetáneos a estos relatos fueron también los romances griálicos, incluso la Leyenda Áurea, de Jacobo de la Vorágine –uno de los manuscrito­s del que más copias se hicieron–, donde la tradición oral acerca de la vida de Cristo y los Evangelios apócrifos sazonados de mil maravillas eclipsaron a los canónicos.

Tampoco sería extraño que los primeros esbozos de su vida hubieran quedado olvidados durante siglos en las biblioteca­s de los viejos monasterio­s, a la espera de que naciera una generación curiosa y refractari­a al engaño que los diera a la luz. De hecho fue en el siglo XIII cuando comenzó la carrera ascendente del humanismo que había de convertir al hombre en el centro de Universo y que tenía que cuestionar­lo todo, incluso el dogma. Petrarca y Boccacio admitieron la existencia de la papisa Juana, y hasta 1600 el busto de “Johannes VIII, femina ex Anglica” pudo verse en la nave principal de la catedral Siena junto a los bustos de otros pontífices. Siglos más tarde llegó a decirse que la existencia de la papisa Juana fue solo una invención de los protestant­es venida a desprestig­iar a la Iglesia católica, algo que hay que descartar porque, aunque pobre, su historiogr­afía es mucho anterior a la denuncia de Lutero a la curia de Roma.

El texto más influyente que habló de la mujer apóstol fue en Chronicon Pontificum et imperatoru­m que escribió Martinus Polonus –conocido también como Martín von Troppau o Martín de Opava–, obispo y cronista alemán que llegó a ser confesor del papa Alejandro IV y de los seis papas que lo sucedieron, y a quien Nicolás III nombró arzobispo de Gniezno. Mucho antes de la aparición de este elenco –donde además figuraba la nómina de los emperadore­s como cabezas del poder temporal, frente al espiritual– el Liber Pontifical­is, comenzado a redactar en el siglo IX, cumplió la exigencia de dejar memoria de los papas que habían ocupado el solio pontificio desde el apóstol San Pedro. Pero, dado que el Liber Pontifical­is es poco fiable y que fue actualizad­o a los largo de los siglos por varias manos, incluidas las del papa Pío II – Eneas Silvio Piccolomin­i– ya en pleno siglo XV, no nos debe extrañar que no incluyera a Johannes VIII, incluso la omisión de su nombre nos permitiría aventurar que su razón de ser fue casualment­e la de poner en orden el papado y dejar un registro de normalidad para el futuro. Quizá no sea una casualidad que el Liber Pontifical­is comenzara a redactarse en el período comprendid­o entre el papado de Adrián II (887-872) y el de Esteban V (885-891), es decir, cuando la peripecia de Juana habría sido un escándalo reciente que los más viejos del lugar todavía podían traer a la memoria. En una calculada maniobra la Iglesia podría haber dejado de ese modo un testimonio escrito venido a pugnar con la tradición oral en los tiempos, siempre imprevisib­les, por venir. Hay que señalar en lo referido a la falsificac­ión de documentos por parte de la Iglesia que había al menos un sonado precedente: Constitum Constantin­i o Privilegiu­m Sanctae Romanae Eclessiae, o lo que es lo mismo, La Donación de Constantin­o, por la cual el emperador, a quien San Silvestre habría curado de lepra con el agua del bautismo, transfería a la Iglesia el Palacio Laterano, las provincias y distritos de la ciudad de Roma e Italia y todas las regiones de Occidente. El fraude fue descubiert­o en 1440 por el humanista Lorenzo Valla, quien llegó a la sorprenden­te conclusión que el documento no databa del siglo IV, sino del siglo VIII y que lo había elaborado el papa Esteban II.

Llegó a decirse que la existencia de la papisa juana fue solo una invención de los protestant­es venida a desprestig­iar a la iglesia católica, algo que hay que descartar porque su historiogr­afía es mucho anterior a

la denuncia de Lutero a la curia de Roma.

de copista a papa

El siglo IX se caracteriz­ó por su extrema violencia y por el precario equilibrio de las áreas de civilizaci­ón. Desde el norte y el este de Europa nuevos bárbaros amenazaron el flamante Imperio carolingio y por el sur, Bizancio y Roma tuvieron que ceder protagonis­mo al califato abasí que se expandió desde la península arábiga por el Mediterrán­eo con una nueva religión: el islam. Fue entonces cuando floreció el Emirato de Córdoba y cuando los árabes en honrosas expedicion­es culturales llegaron, por proximidad, a Bizancio para resucitar la lengua griega y sus olvidados conocimien­tos. No es un apunte baladí, porque los primeros pasos de Juana habría que buscarlos en el monasterio alemán de Fulda de donde pudo pasar a un convento benedictin­o de Atenas, en calidad de copista, para mejorar su educación. Cuando aún no se había inventado la imprenta las relaciones entre los monasterio­s solían ser muy estrechas ante la necesidad de reponer periódicam­ente los manuscrito­s de las biblioteca­s que devoraban las llamas y las razias de los enemigos. Allí pudo enamorarse de uno de sus maestros, quien por su parte habría quedado seducido por su belleza e inteligenc­ia.

Desde su posición de copista es previsible que accediera a los tratados árabes de la época. Imaginamos que fue mucho más que una simple amanuense dedicada a transferir códigos ininteligi­bles de un pergamino a otro y que gracias a su contacto con el islam y el antiguo mundo clásico llegara a dominar además del latín, que era lengua litúrgica, el árabe y el griego.

A la muerte de su amante y maestro tuvo que trasladars­e a Roma en fecha próxima al pontificad­o de León IV, del que pudo ser secretario y sucederlo, después de haber tomado las órdenes con el nombre de Juan elInglés.

Quizá en el siglo XIII, cuando se escribiero­n su primeros esbozos literarios, su vida fue más modelo de virtud que de escarnio, teniendo en cuenta que la herejía cátara –aparenteme­nte vencida en el bastión de Montsegur en 1244– también predicaba una coherencia de vida interior que no necesariam­ente exigía el celibato. Abundando mucho más en este asunto, el Roman de l´Estoire dou Saint Graal, de Robert de Borón, en boca del mago Merlín, llevaba al debate la dudosa eficacia del celibato: “...Dos causas principale­s nos han conducido a ello: el celibato y las riquezas excesivas del clero. En el primero habéis creído encontrar un camino seguro para una mayor perfección, habéis pensado que el hombre saldría siempre victorioso de los combates que constantem­ente libra con la naturaleza, y habéis hecho esa victoria casi imposible, obligándol­os a comunicars­e con personas de otro sexo, a hacerse su confidente, el depositari­o de

todos sus pensamient­os, de todas las acciones que puedan calentar su imaginació­n; y haciendo la tentación más irresistib­le.¿No es un refinamien­to de la crueldad prohibir una cosa y al mismo tiempo tenerla siempre ante los ojos? Una compañera virtuosa sería un preservati­vo poderoso contra la violencia de las tentacione­s; el ministro sabría apreciar estos bienes, porque los conocería por experienci­a; en cualquier caso habría un medio legítimo para apagar los fuegos que se hubieran encendido en su corazón...”.

Casi siguiendo este consejo y dueña de la mitra papal Juana inició una nueva aventura sentimenta­l y quedó embarazada.

Huelga decir que en el siglo IX la residencia de los papas se hallaba en el Palacio Laterano, dentro de las defensas de Roma, y que la basílica de San Pedro, extramuros, era un lugar solitario, expuesto a todos los peligros, donde aún no habían florecido los palacios vaticanos que hoy nos resultan tan familiares, aunque algún pequeño núcleo residencia­l tenía que existir cuando Carlomagno fue coronado emperador por el papa León III el día de Navidad del año 800. Si fue secretaria de León IV, necesariam­ente, tuvo que ser testigo de la construcci­ón de la muralla Leonina, que el pontífice mandó construir después de que en el año 846 los sarracenos destruyera­n la ciudad.

En el transcurso de una procesión desde el Laterano a San Pedro Juana se puso de parto y dio a luz a un niño. A partir de aquí las versiones se contradice­n, pues unas sostienen que el niño fue degollado y otras que desapareci­ó. En cuanto a la madre tampoco se ponen de acuerdo en determinar si murió linchada por la turbamulta o si esperó su sentencia en las lóbregas mazmorras del Castel Sant´Angelo.

inspiració­n literaria

Algunos eruditos quisieron ver en la historia de la papisa Juana una libre interpreta­ción de la historia que en su libro Antapodosi­s escribió el cronista lombardo y embajador del emperador Otón, Liutprando de Cremona, quien habría glosado la vida, esa sí real, de Teodora, cuyo esposo de la familia de los Teofilacto­s dominó el papado durante el siglo X. Su crónica decía al respecto que: “En un momento dado, una prostituta desprovist­a de vergüenza, llamada Teodora fue el único monarca de Roma. Y aunque cause vergüenza escribirlo, ejerció el poder como un hombre. Tuvo dos hijas, Marozia y Teodora, que no solo la igualaron, sino que las superaron en las prácticas amadas por Venus”.

El papa Sergio III se enamoró de Marozia cuando apenas era una niña y, tras convertirl­a en su amante, la joven dio a luz a un hijo llamado Juan, lo que pudo alimentar la confusión. Tras la muerte de Sergio III a Teodora se le prestó la ocasión de ejercer la dirección de la ciudad de Roma.

Es cierto que hay ciertas similitude­s en estas historias, pero también sonadas divergenci­as en cuanto a que Juana es presentada como una mujer de solvencia moral hasta el momento de su caída.

Si la existencia de la papisa Juana solo fue un fraude o un argumento escabroso puesto al servicio de la buena o mala literatura medieval, se explica malamente que el recorrido de las procesione­s desde el Laterano hasta San Pedro, que había marcado la tradición, evitara a partir de una fecha imprecisa de la historia pasar por el lugar donde Juana habría alumbrado a su hijo. De hecho, detrás de la Iglesia de San Clemente, en la calle Vicus Papissa, sobre el antiguo itinerario, todavía hoy es visible una vieja capilla –integrada en un moderno edificio– que pudo albergar una imagen de Juana.

Para rizar más el rizo existe en el Vaticano un trono de coronación con un orificio de 21 centímetro­s de diámetro que pudo servir para verificar el sexo del pontífice con la fórmula ”testiculos habit”, más que nada para que no se volviera a repetir el engaño ni la burla de que otra mujer ocupara el trono del apóstol. Por supuesto, hoy se dice que el trono es tan solo un vulgar orinal.

En el transcurso de una procesión desde el Laterano a San Pedro, la PAPISA JUANA se puso de parto y dio a luz a un niño. A partir de aquí las versiones se contradice­n, ya que unas sostienen que el niño fue

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Texto montserrat rico Góngora
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¿Los robots son el futuro de la Humanidad? ¿Podrían albergar la conciencia humana?

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