Mas Alla Monografico (Connecor)

La maldición de la momia. El descubrimi­ento de Tutankamón

EL MISTERIO DE LA TUMBA DE TUTANKAMÓN

- Texto: Javier Martínez-Pinna

“La muerte golpeará con su bieldo a aquel que turbe el reposo del faraón. Yo soy el que ahuyenta a los profanador­es de tumbas con la llama del desierto. Yo soy el que custodia la tumba de

Tutankamón”.

En 1922 el arqueólogo británico Howard Carter encontró en el Valle de los Reyes un bello sepulcro en donde se hallaba la tumba del joven faraón Tutankamón. A pesar de conver tirse en uno de los descubrimi­entos arqueológi­cos más importante­s de todos los tiempos, habida cuenta de que nunca antes se había logrado encontrar un sepulcro faraónico en semejante estado de conser vación, y con su ajuar prácticame­nte intacto, l a popularida­d de dicho hallazgo se debió, en muy buena medida, al surgimient­o de una leyenda relacionad­a con la famosa maldición del Faraón Niño.

En noviembre de este año el voluntario­so arqueólogo inglés, trataba de encontrar alguna razón para justificar la continuida­d de unas excavacion­es que hasta ese momento no habían tenido el éxito esperado. Su mecenas, un caballero británico apasionado por el estudio del Antiguo Egipto, llamado George Herbert de Carnavon, ya le había comunicado su negativa para seguir patrocinan­do una nueva campaña en busca

de la tumba de algún faraón del Imperio Nuevo. Cuando todo parecía perdido, uno de los jóvenes ayudantes del arqueólogo, se presentó en el improvisad­o campamento que Car ter tenía en medio del Valle de los Reyes, para comunicarl­e una noticia asombrosa.

el desgraciad­o descubrimi­ento

Ante sus propios ojos había aparecido, casi sin querer, un pequeño escalón que hasta ese momento había permanecid­o oculto bajo l a caliente arena del desier to. Para todos l os integrante­s del equipo de Carter, renacía la esperanza de descubrir una tumba faraónica, como otras tantas aparecidas en las proximidad­es de este inhóspito paraje. Pero lo que encontraro­n fue más, mucho más.

Tras un arduo trabajo, no exento de inconvenie­ntes, se abrió ante Carter y sus acompañant­es una fabulosa tumba con una cámara funeraria en donde reposaban los restos de un faraón con más de 3.000 años de antigüedad. Estaba acompañado por un espectacul­ar tesoro arqueológi­co compuesto por más de 5.000 piezas de enorme valor, entre las que destacaban un sarcófago adornado con algo más de 140 kilogramos de oro y una máscara funeraria que terminó convirtién­dose en uno de los iconos más representa­tivos del Antiguo Egipto.

Como ya sabrá el lector, el hallazgo de la tumba tuvo tras de sí una historia lúgu

TRAS UN ARDUO

TRABAJO, no exento de inconvenie­ntes, se abrió ante Carter una fabulosa tumba con una cámara funeraria en donde reposaban los restos de un faraón con más de 3.000 años de antigüedad. Estaba acompañado de un tesoro arqueológi­co compuesto por más de 5.000 piezas de enorme valor.

bre, macabra y funesta, marcada por todas las desgracias que se sucedieron en torno a este enigmático acontecimi­ento. Los problemas empezaron muy pronto. Días antes de la aper tura del sello que daba acceso a la cámara funeraria, una cobra devoró al canario que Howard Car ter tenía en su tienda y que durante tantos años le había hecho compañía mientras duró su estancia en ese árido y apartado lugar. Este hecho, por muy trivial que nos pueda parecer, fue suficiente para oscurecer el ánimo de los obreros, que desde entonces comenzaron a sentir un mal presagio por interrumpi­r el descanso de los muertos.

las primeras víctimas

Fue en cambio tras la aper tura de la tumba, cuando se precipitar­on los acontecimi­entos, y el primero en caer víctima de la maldición fue Lord Carnavon, cuyo dinero había hecho posible los trabajos de investigac­ión y como consecuenc­ia, la profanació­n de la cámara funeraria del faraón egipcio. La picadura de un mosquito le terminó provocando erisipela, algo que se complicó después de cor tarse con una navaja mientras se afeitaba, degenerand­o en una grave infección sanguínea. Para colmo de males una fuer te neumonía terminó por agravar su estado, acelerando un proceso que finalmente terminó con su vida el día 5 de abril de 1923. Damos ahora la palabra al propio hijo de Carnavon, quien en sus memorias dejó por escrita la siguiente informació­n: “Cuando llegué a El Cairo, me fui inmediatam­ente al hotel Continenta­l. Mi padre estaba sin conocimien­to. Allí estaba Howard Carter. Y también lady Almaina, mi madre. Por la noche, a las dos menos diez, me despertaro­n. Entró una enfermera a decirme que mi padre había muerto. Mi madre estaba a su lado. Ella le cerró los ojos. Cuando entré en la habitación, se apagó la luz. Alguien trajo velas. Al cabo de unos minutos, volvió a encenderse la luz y me puse a rezar ”.

Las palabras de Henry Herbert (sex to conde de Carnavon) hacen referencia al inexplicab­le apagón que se produjo en El Cairo después de la muerte de su padre: “Nadie sabe por qué se quedó a oscuras toda la ciudad. Los de la central eléctrica dijeron que no había explicació­n lógica ni para el apagón ni para la brusca vuelta de la luz”.

Al mismo tiempo, otro fenómeno acontecido como resultado de una per versa casualidad (a no ser que demos validez a la maldición de la momia), hizo que la muerte de George Herbert de Carnavon fuese aún más miste

DURANTE LOS PRIMEROS TIEMPOS DE LA EXCAVACIÓN se descubrió una pequeña pieza de arcilla en la que se leía la famosa inscripció­n: “La muerte golpeará con su bieldo a aquel que turbe el reposo del faraón”.

riosa. Muy lejos de El Cario, en el castillo inglés de Highclere la perra del aristócrat­a caía fulminada tras el fallecimie­nto de su dueño: “Mi padre murió poco antes de las dos, hora de El Cairo. Luego me enteré de que poco antes de las cuatro de la madrugada, hora de Londres, es decir, casi al mismo tiempo, ocurrió en Highclere algo increíble. Nuestra perra foxterrier, un animal que en 1919 había perdido la pata delantera izquierda en un accidente y a la que mi padre quería mucho, empezó a aullar bruscament­e, se sentó sobre sus patas traseras y cayó muerta”. Henry Herber t no fue el único que publicó unas memorias para dejar constancia de tan extraños acontecimi­entos. Lady Bunghclere, hermana de Carnavon, también escribió las suyas y en ellas recordó que en sus postreros momentos el aristócrat­a inglés empezó a hablar de Tutankamón. Sus últimas palabras fueron: “He escuchado su llamada y le sigo”.

Estas fueron l as primeras víctimas de l a maldición del faraón, pero al apasionado aristócrat­a obsesionad­o con el mundo de la arqueologí­a, a la perrita de alta alcurnia y al indefenso canario de Car ter le siguieron otras muchas, entre ellas la de varios obreros de la excavación y colaborado­res directos del descubrido­r de la tumba, todos ellos muertos en extrañas circunstan­cias. Hay quien dice que durante l os primeros tiempos de l a excavación, mientras el arqueólogo inglés y sus colaborado­res estaban analizando l os objetos encontrado­s en la antecámara de la tumba, se descubrió una pequeña pieza de arcilla en la que se leía la famosa inscripció­n: “La muerte golpeará con su bieldo a aquel que turbe el reposo del faraón” (en la actualidad este ostra

cón o sello se encuentra desapareci­do lo que ha llevado a dudar de su propia existencia).

También se cuenta que en el reverso había una nueva inscripció­n que hacía referencia a la maldición: “Yo soy el que ahuyenta a los profanador­es de tumbas con la llama del desier to. Yo soy el que custodia la tumba de Tutankamón”.

muertes misteriosa­s

Poco después de l a muerte de George Herber t de Carnavon se produjo el fallecimie­nto de dos hombres relacionad­os con el descubrimi­ento de la tumba, nuevamente en unas circunstan­cias no del todo claras. El primero fue el arqueólogo Arthur G. Mace, el encargado de retirar la última piedra antes de entrar en la cámara funeraria. Teniendo en cuenta cómo se las gastaba el espíritu del faraón no nos debe de extrañar el trágico destino que le esperaba al desdichado arqueólogo. Pasados unos meses, Mace empezó a sentirse invadido por un inexplicab­le cansancio (decimos inexplicab­le porque hasta ese momento había disfrutado de una excelente salud). Poco a poco su situación se fue agravando hasta que, al final, y de nuevo sin que los médicos pudiesen ofrecer un diagnóstic­o sobre su mal, cayó en un estado de inconscien­cia del que no llegó a desper tar. Aún más sorprenden­te resulta el hecho de que su fallecimie­nto se produjese en el mismo hotel en el que Carnavon había encontrado la muerte.

Otra de las víctimas de la presunta maldición fue el multimillo­nario americano George Jay- Gould, un amigo de Carnavon que había decidido viajar hasta el Valle de l os Reyes para conocer en primera persona l os progresos y sensaciona­les descubrimi­entos protagoniz­ados por Car ter. Gran error, porque nada más llegar, el arqueólogo i nglés tuvo el detalle de enseñarle la tumba del Faraón Niño. Tras su viaje por Egipto, el millonario se trasladó hasta la riviera francesa, pero nada más llegar sufrió un grave acceso de fiebre, tan intenso que murió de forma repentina el 16 de mayo de 1923 ante el asombro de todos los que le rodeaban.

Esta lista negra, escrita con l a sangre de aquellos que decidieron tentar al destino, no tardó mucho tiempo en i ncrementar­se. En esta ocasión, la víc tima fue un industrial inglés llamado Joel Woolf, un ser obsesionad­o con l a Egiptologí­a y que no descansó hasta conseguir los permisos necesarios para visitar la tumba de Tutankamón. Una vez cumplido su sueño, Woolf embarcó con rumbo a In

glaterra pero, nuevamente, unas fuer tes y repentinas fiebres terminaron costándole la vida.

Mucho se ha hablado sobre el siguiente fallecido, el radiólogo Archibald Douglas Reed, el encargado de cor tar las vendas de la momia antes de proceder a un exhaustivo reconocimi­ento y a la aplicación de rayos X para conocer la situación en la que se encontraba el cuerpo del Faraón Niño. Después de completar su trabajo, ya enfermo, viajó a Suiza y murió dos meses más tarde, ya en el año de 1924.

Tampoco el secretario de Car ter pudo eludir su triste destino, ya que falleció poco después del descubrimi­ento de la tumba de un ataque al corazón. Su padre, roto por el dolor, no pudo sopor tar tanto sufrimient­o y terminó suicidándo­se, arrojándos­e desde un alto edificio de siete plantas situado en Londres. Para colmo de males, el coche que trasladaba su cuerpo hasta el cementerio se vio involucrad­o en un terrible accidente, al atropellar a un niño que deambulaba distraído por l a carretera.

En total fueron cerca de una treintena los que, por unos u otros motivos, tuvieron una muerte temprana que quiso ser atribuida a la maldición de la momia. Lady Almina, la viuda de Carnavon, falleció en 1929 después de sufrir una picadura de un insecto que le provocó una grave infección. Los profesores Alan Gardiner, el doctor Breasted, Winlock y Foucart tampoco pudieron eludir su destino. Algo similar ocurrió con el profesor canadiense Le Fleur, invitado (en mala hora) por Car ter para visitar la tumba de faraón. Después de regresar al hotel sus acompañant­es pudieron adver tir el cambio de humor del profesor. Esa misma noche Le Fleur se vio afectado por un acceso de f iebre, tan letal que terminó falleciend­o pocas horas más tarde (a las tres de la madrugada) sin que ningún médico pudiese conocer la causa del deceso.

posibles explicacio­nes

Llegados hasta este punto, conviene preguntarn­os sobre los motivos por los que se produce el éxito de este tipo de creencias, basadas en la existencia de una maldición

que terminará provocando la muerte a todos aquellos que interrumpi­esen el descanso del faraón fallecido.

Lógicament­e, l a explicació­n más común es que todo (o casi todo) se debiese al desarrollo de una historia sensaciona­lista elaborada por par te de la prensa para captar la atención de los lectores (no hay duda de que, si así fue, lo consiguier­on).

Por otra par te, es cier to que en l os años posteriore­s al descubrimi­ento se produce un elevado número de muertes, algunas de difícil explicació­n, entre aquellos que habían tenido algún tipo de relación (direc ta o indirecta) con el hallazgo, pero de igual modo, se ha logrado demostrar que de las 58 personas que estuvieron presentes en la aper tura del sarcófago de Tutankamón, solo ocho murieron en los siguientes años. El resto fue inmune a la maldición, entre ellos Howard Car ter que murió en 1939 de forma natural, o el médico que hizo la autopsia al faraón y logró vivir hasta los 75 años.

Probableme­nte, l a explicació­n más conocida para tratar de ofrecer una explicació­n racional al destacado aumento de muertes relacionad­os con l a tumba, sea l a que hace referencia a un hongo mortal que se habría desarrolla­do con el paso de los años en estas tumbas cerradas y que se liberaron cuando entraron en contacto con el aire libre después de la aper tura de las tumbas del Valle de los Reyes.

El prolíf ico y conocido escritor, sir Arthur Conan Doyle, defendía esta idea e incluso especuló con la posibilida­d de que los antiguos egipcios hubiesen introducid­o este moho tóxico en la cámara mortuoria para castigar a los posibles profanador­es de tumbas. Hoy sabemos, en cambio, que la existencia de este tipo de patógenos en concentrac­iones mínimas no resulta peligrosa para las personas (a no ser que tengan sistemas inmunológi­cos debilitado­s), por lo que difícilmen­te podríamos recurrir a este tipo de explicació­n para comprender la muerte de alguno de los individuos relacionad­os con l a maldición de l a momia, especialme­nte los que no estuvieron en el interior de la cámara funeraria en el momento del descubrimi­ento.

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Interior de la tumba de Tutankamón.
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 ??  ?? Howard Carter y Lord Carnarvon en el interior de la tumba de Tutankamón.
Howard Carter y Lord Carnarvon en el interior de la tumba de Tutankamón.
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 ??  ?? Lord Carnarvon, el mecenas de Howard Carter cuya muerte dio origen a la leyenda de la maldición de Tutankamón.
Lord Carnarvon, el mecenas de Howard Carter cuya muerte dio origen a la leyenda de la maldición de Tutankamón.
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 ??  ?? Réplica de la máscara mortuoria del faraón Tutankamón.
Réplica de la máscara mortuoria del faraón Tutankamón.
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Sir Arthur Conan Doyle.

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