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La cueva de Hércules. Maldicione­s y leyendas en la ciudad imperial

MALDICIONE­S Y LEYENDAS EN LA CIUDAD IMPERIAL

- Texto: Javier Martínez-Pinna, autor de El nombre de Dios (Editorial Nowtilus)

En el 710, el antaño poderoso reino de los visigodos se desangraba como consecuenc­ia de la inestabili­dad política, la fragmentac­ión interna y la galopante crisis económica. En este mismo año murió de forma natural el rey Witiza y en su última voluntad expresaba el deseo de nombrar herederos al trono a sus dos hijos, a pesar de que ninguno de ellos había alcanzado la mayoría de edad, pero ante el temor de que el reino se fragmentas­e en pequeños estados, el Aula Regia decidió elegir a RODRIGO. La guerra estalló con gran virulencia consumiend­o las escasas energías que por aquel entonces le quedaba al anteriorme­nte orgulloso reino de los visigodos. Fue en estos momentos cuando empezó a fraguarse la TRAGEDIA, ya que los witizianos negociaron la ayuda musulmana que debía llegar a la Península para reponer a uno de los hijos del anterior rey, pero la conquista árabe supuso la desaparici­ón de la antigua monarquía visigoda a lo que le siguió, años más tarde, el inicio de la Reconquist­a. Cuentan las tradicione­s que detrás de estos acontecimi­entos históricos se esconde una ANTIGUA MALDICIÓN que terminó costándole la vida y su reino a Don Rodrigo.

Mientras los visigodos hacían todo lo que estaba en sus manos por destruirse a sí mismos, los árabes, después de casi cien años de exitosas campañas militares, completaba­n l a conquista del nor te de África. La suer te parecía que se había puesto de su lado, porque la caótica situación que atravesaba el estado visigo - do, les invitaba a extender su dominio por el conjunto de la Península ibérica. En el año 710, un grupo de unos 500 soldados bereberes al mando del capitán Tariq puso pie en España con el fin de reconocer la zona y volver unas semanas más tarde cargados con un importante botín, algo que, sin duda, animó al ejército conquistad­or que esperaban al otro lado del estrecho.

Un año más tarde, en el 711, las cosas volvían a ponerse feas para los visigodos sometidos, nuevamente, a tensiones i ndependent­istas que obligaron al rey Rodrigo a dirigirse hacia el nor te con su ejército para reprimir una sublevació­n de vascones en las cercanías de Pamplona. Aprovechan­do esta coyuntura, los musulmanes iniciaron la agresión con un contingent­e que en un principio no contaría con más de 7.000 guerreros al mando del propio Tariq, a los que se le sumaron otros 5.0 00, unos días más tarde, procedente­s del nor te de África.

Según las antiguas tradicione­s, en una ciudad de la Península ibérica, muy propableme­nte

Toledo, existía una CUEVA MÁGICA que siempre se encontraba cerrada. Era costumbre que cada rey visigodo añadiese un nuevo cerrojo a su puerta cuando era coronado, para evitar que nadie se internase y pusiese en marcha una terrible maldición.

Debilitado por su lucha contra las tribus vasconas, el rey Rodrigo no tuvo más remedio que volver grupas y dirigirse a toda prisa hacia el sur para solventar el peligro de una posible invasión árabe.

Agotados después de tan larga marcha, su ejército se encontró con un importante contingent­e islámico que le esperaba en las cercanías del río Guadalete. Con tal de infundir ánimo a sus desmoraliz­adas tropas, el rey Rodrigo decidió ocupar la posición central de su ejército, dejando las alas en manos de Oppas y Sisber to, dos nobles

de tendencias witizianas que en mitad de la batalla traicionar­on a su rey provocando el des concierto de los leal esa Rodrigo. Sin nadie que defendiese sus flancos, los visigodos vieron como poco a poco los musulmanes iban rodeándole­s, por lo que nada pudieron hacer para evitar la aplastante victoria que ala postre significar­ía el final del reino visigodo.

Las bajas fueron numerosas, aunque un grupo más o menos organizado tuvo tiempo para reagrupars­e enÉci ja, mientras que otros marcha ron hacia el norte. Con respecto al rey, hay quien dice que murió en la batalla, aunque en los últimos años las pistas parecen indicar que pudo haber escapado para organizar algún tipo de resistenci­a contra los norte africanos. Algunos investigad­ores han llegado a especular sobre la posibilida­d de que hubiese marchado hacia la Lusitania, en donde, mucho tiempo más tarde, se habría encontrado una tumba en la localidad de Viseu, en cuya lápida se podía leer “Rodericus Rex”.

LA LEYENDA DE DON RODRIGO

Entre todas las leyendas que surgieron en torno a Rodrigo, una llama poderosame­nte la atención. Según las antiguas tradicione­s, en una ciudad de la Península ibérica, muy probableme­nte Toledo, existía una cueva mágica (o un palacio, que de todo se ha dicho), que siempre se encontraba cerrada. Era costumbre que cada rey visigodo añadiese un nuevo cerrojo a su puer ta cuando era coronado, todo para evitar que nadie se internase en el lugar y pusiese en marcha una terrible maldición. Los visigodos pensaban que si un rey violaba este recinto sagrado el reino se perdería para siempre y por eso se cuidaron bien

El antiguo Palacio de los Cerrojos terminó desapareci­endo, pero las CUEVAS que se ocultaban en el subsuelo se conservaro­n, al igual que los tesoros que un día albergó. Su existencia perduró en la memoria de los toledanos, y conforme fueron pasando los años, se fue identifica­do con unas extrañas galerías subterráne­as.

de no tentar al destino. Rodrigo, desoyendo todos los consejos que le pedían moderación y movido por una curiosidad irrefrenab­le, ordenó hacer saltar todos los cerrojos para posteriorm­ente penetrar en tan enigmático lugar.

No todo el mundo se pone de acuerdo al interpreta­r lo que en su interior se encontró el díscolo rey, pero al parecer vio una especie de cofre que se apresuró a abrir, y allí encontró unas copas de cobre. En una de ellas había una piedra celeste y en otra la cabeza de un moro. Otros opinan que Rodrigo encontró un arcón, que una vez abier to mostraba una pieza de tela que el rey desplegó con cuidado para mirar con horror que representa­ba a unos guerreros vestidos a la usanza musulmana. Debajo de la imagen, un siniestro tex to adver tía de que la aper tura del cofre supondría la invasión del reino por par te de los soldados que representa­ba el tapiz.

Nos podemos imaginar el temor que esta profecía provocó entre el rey y sus acompañant­es, por lo que no dudaron en salir con paso ligero del palacio maldito. No les valieron de mucho las súplicas que hicieron, pidiendo perdón por su osadía; el daño ya estaba hecho, y poco después fueron par tícipes de su propio destino. Los musulmanes, tal y como había sido profetizad­o, entraron en España y el reino visigodo se perdió para siempre. El tiempo pasó, y la Historia se convir tió en mito.

El antiguo Palacio de los Cerrojos terminó desapareci­endo, pero las cuevas que se ocultaban en el subsuelo se conser varon, al igual que los tesoros que un día albergó. Su existencia perduró en la memoria de l os toledanos, y conforme fueron pasando l os años, se fue identifica­do con unas extrañas galerías subterráne­as que se encontraba­n bajo la ahora desapareci­da iglesia de San Ginés. Durante siglos estos pasadizos fueron recorridos por todo tipo de aventurero­s, caza tesoros y amigos de lo oculto que anhelaron comprender la naturaleza de este enigmático lugar repleto de leyendas que son las Cuevas de Hércules.

MISTERIOS SIN RESOLVER

Una de estas leyendas narra la desesperac­ión de un joven enamorado que, ardiendo en deseos por conseguir el amor de una bella toledana, se internó en los profundos pasadizos situados bajo la iglesia de San Ginés. Según esta tradición, Pablo y Magdalena eran una pareja que pasaban sus días pensando en permanecer juntos, casarse y formar una familia. Cuando Pablo fue a pedir la mano de su amada, el padre de Magdalena le contestó que ya tenía planeado el matrimonio de su primogénit­a con un rico comerciant­e de Toledo, ya entrado en años. Ante las súplicas de su desesperad­a hija, el padre decidió dar una última oportunida­d al joven Pablo, prometiénd­ole que si en unos días lograba amasar una for tuna semejante a la del comerciant­e, la mano de Magdalena sería para él.

Pasaron dos jornadas, y los jóvenes enamorados no lograron encontrar una solución que les permitiese conser var su amor. Tras hablar un largo rato con la chica, Pablo abandonó su hogar y comenzó a deambular sin rumbo fijo por las calles de la ciudad cuando de repente, sin ni siquiera pretenderl­o, se encontró frente a la iglesia de San Ginés. Un rayo de ilusión iluminó su desesperan­za y sin pensarlo dos veces, corrió hasta la casa de Magdalena para decirle que existía una pequeña posibilida­d para poder burlar a un destino que parecía haberse puesto en contra de ellos. A pesar de todo, nada parecía indicar que este último intento fuese a resultar sencillo. Poco después el joven regresó corriendo hacia la iglesia, debajo de la cual se encontraba la cueva de Hércules, en la que, según las leyendas, se encontraba­n inmensas riquezas. Una vez allí forzó la

puer ta, y se introdujo en el templo, recorriend­o sus oscuras naves, iluminado por la tenue luz de una vela, hasta que llegó a una nueva puer ta situada tras un antiguo pilar, que por su forma parecía haber per tenecido a una basílica romana. Tras forzar la entrada se introdujo por una cavidad y recorrió un largo trecho de escalones que le llevaron hasta la oscuridad más infinita, y tras sor tear algunos derrumbes y pasar por arcos de medio punto graníticos, se internó por un largo pasadizo que parecía no tener fin.

Después de una dura caminata de varias horas, por un túnel en el que tenía que ir cada vez más encor vado, llegó a un lugar en donde el olor era nauseabund­o. Debido a la falta de oxígeno, cayó al suelo sumiéndose en un profundo silencio que solo se rompió por un desgarrado­r grito de agonía. Unas horas más tarde, a las doce de la noche de ese mismo día, frente a la casa de Magdalena, se paró la espectral figura de un hombre que después de llamar intensamen­te a la puer ta, le pidió al dueño que le acompañara urgentemen­te. Movido por una especie de resor te mágico, y sin fuerzas para oponerse a aquel extraño personaje, el hombre decidió seguirlo por los callejones de Toledo cuando, de pronto, se encontró cara a cara con la enigmática cueva de Hércules. Angustiado le preguntó a su acompañant­e quién era, y este respondió que era Pablo, aquel que por su culpa había encontrado la muerte, internándo­se en lo desconocid­o por conseguir la mano de su hija. Ahora había venido a cobrarse su venganza, para encerrar en vida al avaro y codicioso padre de Magdalena que ya nunca más volvería a salir de la cueva. Nadie en la ciudad logró explicar la desaparici­ón de los dos hombres. Pero el tiempo pasó, y todo fue olvidado; hasta que un día, muchos años después, un chaval que huía de los azotes de su amo llegó hasta la iglesia de San Ginés, en donde se escondió para no caer en manos de su perseguido­r. Temeroso de lo que le pudiese ocurrir si le daba alcance, decidió adentrarse por un interminab­le pasaje hasta que perdió su orientació­n. Sin saber qué hacer, optó por lo más lógico: seguir por otra galería hasta que varias horas después logró encontrar una salida por la finca de los Higares, en el término de Mocejón. Cuando volvió a la ciudad, contó lo sucedido a sus incrédulos vecinos, quienes apenas podían creer lo que el muchacho les narraba. Según él, en el interior de la cueva había encontrado un tesoro custodiado por un terrible y enigmático animal, y a su lado los huesos de unas personas que lo habían desafiado para encontrar el inmenso botín con el que se relacionab­a el lugar. En otra sala vio una especie de estatua de bronce que propinaba unos ensordeced­ores golpes a un yunque con una barra de oro. Allí, a pesar de la escaza luz, pudo percatarse de que estaba en una sala abovedada cuyos pilares se perdían en lo alto. Y lo más extraño de todo, vio un par de hombres alrededor de la estatua de bronce que, ajenos a todo, daban vueltas sin parar y sin desviar la mirada del oro allí enterrado. Eran Pablo y el padre de Magdalena, que cumplían sin remedio la condena que les estaba reser vada a los que en la cueva se internaban. Pero no todo terminó así; cuenta la leyenda que, tras contar su historia el chico se desplomó y murió al poco rato. La maldición de la Cueva de Hércules se había vuelto a cumplir.

El joven narró que el interior de la CUEVA había encontrado un tesoro custodiado por un terrible y enigmático animal. En otra sala vio una especie de estatua de bronce que propinaba unos ensordeced­ores golpes a un yunque con una barra de oro.

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 ??  ?? Interior de la Cueva de Hércules.
Interior de la Cueva de Hércules.
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 ??  ?? El final de don Rodrigo.
El final de don Rodrigo.
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Don Rodrigo.
 ??  ?? Muro de cierre hacia la calle San Ginés, con restos visigodos reutilizad­os.
Muro de cierre hacia la calle San Ginés, con restos visigodos reutilizad­os.
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 ??  ?? Cueva de Hércules, situada en la ciudad de Toledo.
Cueva de Hércules, situada en la ciudad de Toledo.

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