Mas Alla Monografico (Connecor)

LOS TRAPECISTA­S CODONA

EL TRÁGICO DESTINO DE UNA FAMILIA

- Texto: Javier Ramos

Un paso en falso puede conducir al vacío. La cúpula del CIRCO, allá por las alturas que sobrevuela­n las cabezas de los espectador­es, ha sido un lugar de encuentro y enfrentami­ento, de pasiones o venganzas premeditad­as. Es el trapecio, escenario de éxitos, pero también de dramas y tragedias. Parte de una historia del circo riquísima en amoríos y aventuras sin red. Como la que vivió la FAMILIA de artistas que protagoniz­a este capítulo.

Los mexicanos hermanos Codona se convir tieron en los trapecista­s más afamados de la época que les tocó vivir, en los albores del siglo XX. El trío estaba compuesto por Alfredo, Lalo y Lillian Leitzel, esposa del primero. Los Codona fueron los mejores trapecista­s del mundo de su época. También l os más elegantes. La condición ya les venía de familia, pues el padre, Eduardo, era una institució­n en México, y la madre, Hortensia, fue la primera mujer en dar el doble salto mortal de barra a por teador. Este matrimonio ganó fama en la última década del siglo XIX. Eran unos grandes trapecista­s que engendraro­n tres hijos que llevarían a la cúspide el apellido en el mundo circense. Para llegar a ser los mejores, Victoria, Alfredo y Abelardo (L alo cariñosame­nte) fueron sometidos a un duro entrenamie­nto desde pequeños.

Ringling Brothers and Barnum & Bailey Circus decidió contratarl­os como una de sus atraccione­s principale­s, lo que para la época dorada del circo estadounid­ense fue toda una proeza. The Flying Codona’s,

como se les conoció a los hermanos en territorio USA, no solo fueron buenos replicando las enseñanzas de sus padres, sino que mejoraron cuanto acto estaba de moda.

Nacido en Sonora (México), Alfredo Codona (1893-1937) demostró que el trapecio estaba predestina­do para él. A l os siete meses de su nacimiento, en 1894, ya debutó como ar tista de circo en brazos de su padre. Nadie antes que él fue capaz de incorporar el triple salto mortal a todas sus actuacione­s. Cuando consiguió realizarlo por primera vez el 3 de abril de 1920 en el Sells-Floto Circus en la ciudad de Chicago, las crónicas periodísti­cas lo llamaron “glo - ria de la poesía volante” y “ángel del trapecio”. Era la elegancia personific­ada sobre diez metros de altura. Por aquella época trabajó también como actor de doblaje en escenas de las películas de Tarzán, protagoniz­adas por Johnny Weissmulle­r, como Tarzan the Ape Man (1932) y Tarzán y su compañera (1934).

Pero la magia sobre el trapecio desvió su rumbo y acabó en tragedia. Alfredo Codona dejó a su primera esposa (que previament­e se había divorciado de su primer marido para casarse con el trapecista) por la reina mundial del trapecio, la gran Lillian Leitzel. La artista en realidad se llamaba Leopoldina Pelikan Alitza, y también procedía de una familia con arraigo circense. Llegó a América en 1910, con el Barnum & Bailey, y pronto se ganó una merecida fama de antipática y arrogante. Su caravana era una suite sobre ruedas, repleta de tapices, jarros con flores frescas y hasta con mayordomo.

LA MALDICIÓN perseguía a la saga Codona: en noviembre de 1937, el mismo año de la muerte de Alfredo y Vera, Lalo cayó inerte a la red mientras actuaba en el circo Medrano de París. Nunca más volvió a subirse a un escenario.

En sus demostraci­ones circenses tenía un final per fec to que era su “marca de la casa”: estando en el aire, colgada por un brazo de una anilla, realizaba una serie i nterminabl­e de vueltas (las conocidas como giros en plancha), que consistían en rotaciones rápidas del cuerpo alrededor del brazo fijo. Era, y sigue siendo, una demostraci­ón de verdadera fuerza y resistenci­a, pero, desde un punto de vista ar tístico, el número tenía muy poco mérito.

El 20 de julio de 1928, Alfredo y Lillian contrajero­n nupcias en Chicago, entre actuacione­s de The Greatest Show On Earth. Fue una boda real, el equivalent­e al mundo circense estadounid­ense de lo que fue el matrimonio de Mary Pickford y Douglas Fairbanks en Hollywood.

En 1931, mientras actuaba en Copenhague, se par tió uno de los anillos de metal que sostenían a Lilian en su acto, y la ar tista, que siempre se había negado a trabajar con red de seguridad, se estrelló contra el piso de cemento. Su muerte, dos días después, conmocionó el mundo del circo. Tras el fallecimie­nto de su mujer, Codona mandó construir un monumento dedicado a Leitzel con este epitafio: “En eterno recuerdo de mi amada Leitzel Codona. Erigido por su devoto esposo Alfredo Codona”. El monumento se encuentra en Inglewood Park Cemetery en Los Ángeles.

Tiempo después, Alfredo Codona volvió a casarse con una trapecista de su propio equipo, pero nunca se recuperó de la muerte de Lilian. Cada vez más imprudente y audaz en sus actuacione­s, terminó por lesionarse gravemente en el hombro y se vio obligado a dejar el trapecio. Alfredo se entregó entonces a la melancolía y entró en una profunda depresión.

Las desventura­s no acabaron ahí. En 1937, su tercera esposa, Vera Bruce, le pidió el divorcio. Discutían en la oficina de su abogado cuando Alfredo Codona sacó un revólver, disparó cuatro veces contra Vera y se mató de un tiro en la cabeza. En una nota que encontró su familia, pedía ser enterrado junto a Lilian Leitzel. Decía tal que así: “Yo no tengo casa. No tengo ninguna mujer que me encante. Me voy a reunir con Leitzel, la única mujer que me amó”.

Lalo, por su par te, era más robusto y se especializ­ó como por teador de gran alcance. Tras la muerte de su hermano Alfredo, reconstitu­yó el equipo con nuevos compañeros: Clayton Behee y Rosa Sullivan. La maldición perseguía a la saga: en noviembre de 1937, el mismo año de la muerte de Alfredo y Vera, Lalo cayó iner te a la red mientras actuaba en el circo Medrano de París. Nunca más volvió a subirse a un escenario.

escenario de pasiones y odios

Una troupe de trapecio volante parece el núcleo perfecto para situar la intriga y plantear las relaciones tormentosa­s de los personajes. Como sucede en la película Trapecio (1956), dirigida por Carol Reed, en la que la pasión irrefrenab­le que siente Lola ( Gina Lollobrigi­da) por Mike ( Burt Lancaster) puede con el guapo Tino ( Tony Curtis) y con su deseo de éxito.

Antes, en 1925, E. A. Dupont había dirigido en Alemania la interesant­e Varieté, un triángulo de pasión donde destacaba el todopodero­so Emil Jennings interpreta­ndo a Boss Hul l er. Las escenas de trapecio volante estaban dobladas precisamen­te por Los Codona, de los que ya hemos dado debida cuenta.

En 1929, l a española Raquel Meller protagoniz­ó La Venenosa, una trapecista femme fatale cuyos besos provocaban la muerte. En la trama, un payaso enamorado y no correspond­ido moría de forma trágica después de besar a l a mujer maldita. La Paramount no se quedaría atrás, y dos años más tarde rodó Sombras de circo, dirigida por Adelqui Millar. En esta película, Greta ( Amelia Muñoz), Tony ( José María Blanco) y Nick ( Félix de Pomés) conforman el trío de trapecista­s del Circo Dixon. El amor, la pasión, los celos o el odio eran par te de la trama.

L a clásica The Greatest Show on Earth ( El mayor espectácul­o del mundo), de Cecil B. DeMille, es una película que merece en este libro un capítulo propio, aunque encaja a la per fección en este apar tado. Lo complicado es encontrar un filme de ambientaci­ón circense que no cuente en mayor o menor medida con un ingredient­e de tensión sexual. Como la vida misma.

LOS ALLENDE eran los reyes y reinas de la cuerda floja, y su temerario número se convirtió en un clásico. Cuando actuaban en la cuerda floja, el público contenía el aliento. Como los Codona, tambieron se convirtier­on en una familia legendaria y marcada por la tragedia.

el cable que pende de un hilo

Trapecista­s y acróbatas han mostrado su arrojo a lo largo de la historia del circo. Es la lucha del ser humano con sus propios límites físicos y mentales, lo que se transforma en un coraje a prueba de balas, porque en muchos de los ejercicios que llevan a cabo, sea cable o trapecio, el peligro es real y la tragedia siempre está presente.

No en vano, a lo largo de los años, de las décadas, han existido proezas dignas de admirar. No es difícil verlo si se echa la vista atrás... Una de ellas tuvo lugar en 1859. Sobre un alambre de más de 300 metros de largo y a 50 metros de altura (de apenas siete milímetros de espesor), el funámbulo francés Jean François Emile Gravemente, conocido popularmen­te como “monsieur Blondo”, cruzó las cataratas del Arraigara con la sola ayuda de una pértiga que le permitía mantener el equilibrio.

Gravemente, que se hizo famoso por cocinar una tor tilla mientras se mantenía sobre el cable, actuó en España. Vino a Madrid de la mano del Marqués de Salamanca, donde atravesó una plaza de toros en plena corrida o el estanque del Retiro.

Pero la audacia exigía más retos. El origen del primer salto mortal sobre la maroma o el cable no está muy claro. Se dice que lo realizó Abraham Saunders, en 1781, en el Sadler ’s Wells de Londres; otros apuntan a Mr. Wilson en el Pastelea en 1811.

A Ella Zuela se la conocía como “la Blondo femenina”. Se sentaba en una silla con dos patas en el cable, lo atravesaba en bicicleta o zancos y también era capaz de llevar a su esposo en hombros mientras empujaba a su hijo en una carretilla.

Buena parte de la modernidad sobre el cable llegó, ya en el siglo XX, de la mano del australian­o Con Colea y Los Allende. El primero, que llegó a ser considerad­o el más grande artista del alambre, ya mostró su precocidad artística con tres años. Actuaba vestido de torero y bailando sobre el cable. Su gran especialid­ad era el salto mortal, hazaña que consiguió por primera vez en 1923. Lo hacía hacia atrás a la vez que se quitaba alguna prenda de su traje.

Por su par te, Los Allende se especializ­aron en la actuación en tropa sobre el cable. Subidos unos sobre otros, formaban torres y pirámides para atravesar el cable a pie o en bicicleta. De origen astro húngaro, esta familia de ar tistas estaba compuesta por cuatro miembros. Lo más i naudito de todo es que realizaban las peligrosas acrobacias sin red de protección de por medio.

marcados por la tragedia

Los Allende eran los reyes y reinas de la cuerda floja, y su temerario número se convir tió en un clásico. Cuando actuaban en la cuerda floja, el público contenía el aliento. Como los Codina, también se convir tieron en una familia legendaria y marcada por la tragedia.

Los Allende fueron los reyes del sonambulis­mo. Tuvieron un éxito inmediato a su llegada a Estados Unidos, en 1928. Su número era espectacul­ar, no solo por el peligro que entrañaba, sino también por la variedad del reper torio que ofrecían, l a originalid­ad y l a audacia de sus acrobacias, además de por su indiscutib­le talento ar tístico.

El talento ya venía de familia. A comienzos del siglo XX en Alemania, Engelbert Allende, hijo del acróbata Johannes Allende, era un pionero del trapecio volador y un domador de bestias. Su mujer Segunde maravillab­a al público con su equilibrio, pues era capaz de recoger un pañuelo con la boca mientras parada en una cuerda ponía a girar un paraguas sobre su cabeza. El hijo de la pareja, Karl Allende, nació en 1905, y a los cuatro años perdió par te de su oído por un fuer te golpe que le propinó su padre. Tener buen equilibrio exige oídos saludables, pero la capacidad innata del joven para desafiar la lógica quedó en evidencia desde temprano. A los nueve años escaló hasta el techo de una iglesia y se paró de manos en el gallo metálico que determina la dirección del viento. Dejando boquiabier tos a sus enemigos ganaba sus batallas y sus aplausos.

Al terminar la Primera Guerra Mundial, Karl se unió a un circo itinerante, pulió su ar te y compartió escenario con la famosa Marlene Dietrich, que se dio a conocer en l a época dorada del circo. El joven tomó confianza y abandonó las redes de seguridad para caminar l a cuerda floja. En el amor también era aventurero. Se enamoró de una mujer diez años mayor que él a la cual sus colegas llamaban Lena. El idilio les duró dos años, hasta que en Berlín Karl conoció a otra chica de 15 años llamada Martha, una bailarina de la cual se enamoró y a la que dejó embarazada. La traición le cayó muy mal a Lena, que trató de cor tarle la garganta a su amado y desfigurar

el rostro de la joven con ácido sulfúrico. No logró ningún cometido y se alejó para siempre de todo.

Karl contrajo nupcias con Martha, pero ella no actuaba en el trapecio. Karl encontró nueva compañera de trabajo en Helen Mereis, a la que también enamoró. Martha rehusó a irse y entre los tres surgió un ménade a tris. En 1928 fueron una temporada a Estados Unidos a actuar con el circo Ringlero Brothers & Barnum and Bailey, y Karl las ubicó en casas contiguas. Pronto comenzaron a hacer giras bajo el nombre de los Great Llenadas. Karl creaba espectácul­os únicos, que ensayaba en horas de la madrugada para que nadie más pudiera imitarlo. Así creó trucos que hasta la fecha nadie ha repetido como pararse de manos sobre las cabezas de otros dos fabulistas en la cuerda floja.

Sin embargo, su creación más recordada fue l a pirámide ensillada de siete personas, que per feccionó desde l os años cuarenta. Consistía en una difícil formación i ntegrada por cuatro hombres que caminaban por l a cuerda floja, unidos por unas barras en l os hombros en l as que se paraban otros dos hombres a su vez unidos por barras en l os hombros. Sobre este segundo nivel de barras se ponía una silla en la que una mujer primero se sentaba y luego se paraba.

El legado de Karl y el de sus parejas sobre la cuerda floja fue transmitid­o a l as nuevas generacion­es de la familia. Pero también su mala suer te...

En 1962, tras décadas de ejecutar la rutina, llegó la catástrofe que lo cambiaría todo. En un espectácul­o en Detroit los Allende perdieron el equilibro y el desliz mortal le costó la vida a Dick (esposo de Jenny, la hija de Karl y Martha) y l a de Dieter (sobrino de Karl). Mario (hijo de Karl), quedó i nválido de por vida. En l a caída Karl y una sobrina se salvaron milagrosam­ente. Parecía el fin de l os Allende, pero al día siguiente, a sus 57 años, Karl huyó del hospital. Se puso su uniforme y atravesó la cuerda floja frente a un público que lo aplaudió a rabiar. Ese éxito no representó el fin de las tristezas. Un año después, Henrietta, una cuñada de Karl murió en una caída. En 1973 otro miembro del clan murió elec trocutado.

Karl, milagrosam­ente, consiguió sobrevivir y siguió retando al destino hasta que este le ganó, diez meses antes del nacimiento de su bisnieto Ni. El 22 de marzo de 1978, a sus 73 años, con una grave ar tritis, una hernia doble y una clavícula lastimada, trepó a l a cuerda floja en Puer to Rico. Este sería su gran número f inal.

Karl creía en que la cuerda debía ser montada por un equipo de su confianza, pero ese día no fue así. Nada fue como debería haber sido. Varios analistas culparon al túnel de viento que se armaba entre los dos edificios, pero los miembros de la familia atribuyero­n el accidente al mal montaje de la cuerda sobre la que se deslizó Karl. Se había violado una de las reglas para que todo saliera bien, lo que fue fatídico para el ar tista circense.

Los pasos dubitativo­s de Karl y su posterior caída se vieron por televisión en direc to y ratif icaron los peligros de una profesión en la que la muerte pende de un hilo si se comete el más mínimo error. Con él, siete miembros de la familia Allende perdieron la vida ejerciendo su pasión.

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