Historia negra negran de España
Los crímenes más espeluznantes.
El SER HUMANO siente una especial atracción sobre este tipo de sucesos, es el morbo, la FASCINACIÓN POR LA SANGRE, pero también por saber que mueve a estos seres perturbados (en algunos casos) capaces de atentar contra la vida humana…
Los crímenes afectan a todos los estratos sociales, no tiene distinción ni clases, se pueden cometer desde en los bajos fondos y ámbitos marginales hasta en las clases más altas. Afectan a todos e incluso los móviles son más viles cuanto más ascendemos en la pirámide social… El hecho de analizar cada uno de los casos nos llevará a –en algunos casos– saber que llevó al asesino a cometer actos propios de una novela negra o policiaca y el misterio.
Romasanta
Su nombre era Manuel Blanco Romasanta, natural de la aldea orensana (Galicia) de Regueiro, nacido el 18 de noviembre de 1809.
Desde su nacimiento ya, por un error, se le inscribió como una niña, figurando como Manuela; aunque sus padres, como es evidente, se dieron cuenta que se trataba de un niño y fue criado como tal. Manuel era un muchacho inteligente, sabía leer y escribir, y esto le dotaba de una gran simpatía entre sus vecinos, ya que gracias a él po- dían comunicarse con sus seres queridos en otros puntos de Galicia o de España. Manuel aprendió la profesión de sastre, aunque comenzó a ir de pueblo en pueblo trabajando de buhonero.
Su leyenda negra comienza a iniciarse cuando entabla amistad con Manuela Blanco, una joven recién separada que buscaba salir adelante. Manuel le contó que él conocía una familia en la vecina Cantabria que precisaba de una joven para trabajar de sirvienta, y esta vio la oportunidad de comenzar una nueva vida. La mujer marchó con su hija y Manuel Blanco Romasanta… Nunca más se sabría de aquellas dos personas.
En 1843, acorralado, se declaró culpable del asesinato de un guardia civil llamado Vicente Fernández. Se escapó y volvió al Valle de Allariz.
Manuel Blanco Romasanta regresó a la aldea y nadie preguntó por las dos “desaparecidas” dando por hecho que se encontraban en Santander trabajando. El hombre propuso el mismo trato a Benita, la hermana de Manuela. Esta accedió a viajar a Santander también buscando una nueva vida. Benita partió acompañada de Francisco, su hijo de 10 años… Nunca más se supo de ellos.
La misma suerte corrieron Josefa García, Antonio Rúa y Peregrina y María, hijas de esta.
Manuel Blanco Romasanta comenzó entonces a ser consultado por los vecinos acerca de cómo se encontraban aquellas personas y este, para cubrir sus crímenes, empezó a falsificar cartas e inventar historias… Intentó vender la ropa de sus víctimas y fue localizado por la guardia civil de Nombela (Toledo)… Al ser detenido confesó sus crímenes e incluso confesó que quería hacer jabón con la grasa corporal y venderlo…
Robaba a sus víctimas y practicaba con ellas la antropofagia. Fue juzgado por sus crímenes y condenado a morir en el garrote vil, pero fue indultado por una pena de cadena perpetua en prisión.
Romasanta murió de forma misteriosa sembrando todo tipo de dudas que incluso despertó el interés de la propia reina Isabel II de España.
Manuel Blanco Romasanta pasará a la Historia como el “hombre lobo” de Allariz. Su caso, denominado de licantropía, era un trastorno psicológico y se convirtió en uno de los primeros asesinos en serie de este país. Su caso es uno de los más documentados de la crónica negra de España.
El Sacamantecas
La palabra “sacamantecas” evoca, en los niños, a un ser perverso y maligno que asusta a los más pequeños. Un ser que raptaba a los infantes y luego asesinaba para sacarles el “unto” o grasa corporal para luego venderla. Su historia es real y está basada en la oscura historia de un personaje que se ha ganado su espacio en la crónica negra de este país.
Su nombre era Juan Díaz de Garayo y Argandoña, se le conocería popularmente como “Sacamantecas”, y fue uno de los más destacados asesinos en serie del siglo XIX.
Nació en San Millán (Álava) en 1821. Su padre era alcohólico y maltrataba a su madre y a sus hermanos. Creció en un ambiente brutal, de una familia desestructurada, aunque tenía la apariencia de una persona afable y tranquila que trabajaba el campo. Pero las malas cosechas…
Las malas cosechas parece que lo hicieron cambiar y comenzó una carrera de sangre y muerte. Nómada en su propia tierra comenzó a vagar por diferentes aldeas y pueblos.
Su primera víctima fue una prostituta que apareció muerta en el río Errekatxiki el 2 de abril de 1870, la asesinó y extrajo sus vísceras… El 12 de marzo de 1871 moriría de la misma forma una viuda de vida
CUANDO MANUEL BLANCO ROMASANTA comenzó a ser consultado por sus vecinos acerca de cómo se encontraban las personas que había acompañado supuestamente a Santander, empezó a falsificar cartas e inventar historias para cubrir sus crímenes.
un tanto relajada. El caso, por falta de pruebas y pistas, fue también cerrado.
Pero dos nuevas víctimas asesinadas de la misma forma aparecieron en Victoria, con 13 y 16 años. El modus operandi era exactamente el mismo y la policía reabrió los anteriores casos sospechando que se podría tratar de un asesino en serie.
Presionado por la búsqueda de la guardia civil se mantuvo siete años sin cometer ningún asesinato, pese a que en las aldeas vascas se hablaban de un hombre enjuto que amenazaba a sus víctimas con un punzón y hacía indecentes proposiciones…
El 7 de septiembre de 1879 se encontró a una prostituta estrangulada, violada y destripada, eviscerada. Apenas unos días después moría una mujer de cincuenta años en las mismas circunstancias.
Su captura fue fortuita: caminando por una calle de Vitoria una niña se asustó al ver su aspecto y comenzó a gritar: “¡El sacamantecas, el sacamantecas!”. Y Juan Díaz de Garayo confesó sus crímenes… Fue interrogado y detalló sus atrocidades diciendo que había sido inspirado por el diablo.
Fue ejecutado en el garrote vil el 11 de mayo de 1881, en la prisión del Polvorín Viejo de Vitoria.
El huerto del francés
15 de noviembre de 1904, Juan Mohedano, en La Rambla (Córdoba), recibió un telegrama en el que la
mujer de su primo le anuncia que este llevaba dos días desaparecido y nadie sabe dónde estaba.
Alarmado por la noticia el herrero salió hacia Sevilla. Miguel se había marchado con 28.000 reales correspondientes de una venta de trigo, pero nadie se atrevía a denunciar la desaparición a la policía hasta que no estuvieran seguros de que le podría haber sucedido algo malo. Juan Mohedano requierió los servicios de Laureano Rodríguez, expolicía y amigo. Ambos se pusieron tras la pista del desaparecido y en la “Fonda del Betis” descubrieron que la primera noche salió acompañado por un individuo de Peñaflor llamado José Muñoz Lopera, la segunda noche con alguien apellidado Borrego.
Con estas primeras pesquisas ambos partieron hacia Peñaflor, a unos 78 km de Sevilla, en los límites de la provincia. Allí José Muñoz Lopera comentó: “Efectivamente estuvimos juntos tratando de llegar a un acuerdo para la venta de una ruleta, pero Miguel no estaba dispuesto a pagar demasiado”.
Conociendo a Miguel Rejano desde la infancia algo no cuadraba en toda esta historia de compraventas y en Sevilla, de nuevo, el expolicía informó a Juan Mohedano que la segunda persona con la que Miguel salió aquella noche se trataba de José Borrego, conocido por ser un habitual “gancho” en partidas normalmente amañadas. Ambos estuvieron en el “Café Novedades” junto a un tercer individuo
llamado Pepe Moya, alías “El Peana”, otro habitual de timbas ilegales en la capital o en la provincia, y que al parecer estaban interesados en jugar en una misteriosa partida...
Todo parecía bien armado: existía un móvil y un incauto jugador con ganas de “dinero fácil”, ganchos y expertos jugadores por otro... ¿Qué pintaba el pueblo de Peñaflor en esta historia? Allí recordaron que se encontraba José Muñoz Lopera, el primero de los “sospechosos”, y nuevamente se desplazaron a la localidad sevillana. En el “Café Los Ecijanos” se pusieron tras la pista de unas partidas misteriosas e ilegales que se jugaban en el denominado “Huerto del Francés” y que era, precisamente, José Muñoz quien las organizaba. Las cosas no pintaban bien a estas alturas: partidas ilegales, un desaparecido, 28.000 reales, y una versión insostenible...
Todos los datos recabados se pusieron en conocimiento de la policía y del gobernador civil, pero la Justicia era lenta y los familiares se desesperaban. Laureano Rodríguez recreó lo sucedido aquella noche para un relato en el diario “El Liberal” de Sevilla, y comenzó a crearse una gran expectación en toda la provincia. El juez de Lora del Río requirió la presencia de José Muñoz y el 9 de diciembre Juan Andrés Aldije Monmejá, alias “Francés”, hacía lo propio ante el cabo de la Guardia Civil en Peñaflor, el cabo Aldaya.
Las pesquisas policiales no conducían a
ningún sitio, pero sucedió algo que cambiaría el devenir de esta negra historia: a Francisca Márquez se le pidió un rescate por la vida del desaparecido Miguel Rejano. Cincuenta duros y sería libre. Los acontecimientos se precipitaron y una noche una información fue filtrada a la desconsolada esposa: “Deben buscar en Peñaflor, en el ‘ Huerto del Francés’, allí está enterrado”.
El 14 de diciembre se decidió rastrear concienzudamente el “Huerto del Francés” y, tras una jornada de búsqueda agotadora, en las cercanías de unas conejeras, hallaron el cadáver sin vida de una persona que no era el desaparecido. Alarmados siguieron cavando y comenzaron a aparecer cadáveres, los desaparecidos en jornadas anteriores: José López Almela, Benito Mariano Burgos, Enrique Fernández Cantalapiedra, Federico Llamas, Félix Bonilla y Miguel Rejano.
Se dictaron órdenes de prisión contra José Muñoz Lopera y su hermano Manuel, que resultaría inocente, también contra Juan Andrés Aldije y su hijo Víctor Aldije, quien también resultaría inocente. Se encarceló a Eloisa Menéndez y ese fue el motivo para que el “Francés”, que había huido, detuviera su huida a Portugal, al saber de la inocencia de Eloisa, y entregarse a las autoridades regresando para ello a Peñaflor. Tras el interrogatorio los acusados confesaron que todo el móvil era económico. José Muñoz Lopera engañaba a los incautos jugadores bajo la promesa de ganar “dinero fácil” desplumando a un rico hacendado, en este caso Juan Andrés Aldije el “Francés”, una vez acompañaban a los jugadores al lugar de la partida y aprovechando la soledad del paraje y de la noche se les golpeaba al llegar a un determinado lugar, siempre gritaban: “Pepe, cuidado con la cañería” y, al agacharse, el golpe mortal caía sobre la víctima... Ahí finalizaba la partida...
El proceso judicial condenó a seis penas de muerte a ambos inculpados, y un 31 de diciembre de 1906, a las siete de la mañana, José Muñoz Lopera era ajusticiado entre horribles sufrimientos en el “garrote vil”. El “Francés” tampoco tuvo demasiada suerte con su verdugo, quien falló en su primer intento. El “Francés” le dijo entonces: “¿No te dije que apretaras fuerte?”. Fueron sus últimas palabras, las últimas palabras del último inculpado en los crímenes del “Huerto del Francés”. Hoy día en Peñaflor aún se recuerda esta historia de dinero y asesinatos, una historia que difícilmente podrá ser olvidada.
LA DETENCIÓN DE ELOISA, quien era inocente, hizo que el “Francés” tuviera su huida hacia Portugal, y volviera a Peñaflor para entregarse a las autoridades. Tras el interrogatorio, el acusado confesó que el móvil era puramente económico.
El crimen de Cuenca
Sin duda, la película dirigida por Pilar Miró sirvió para popularizar y conocer más extensamente el denominado “Crimen de Cuenca”, el cual se trató de una severa crítica hacia los sistemas utilizados por la autoridad de los regímenes dictatoriales para arrancar una confesión a los presuntos culpables de delitos por medio de la tortura. Fue, sin duda, un ejemplo de injusticia en España…
La presunta víctima fue un joven llamado José María Grimaldos López, conocido en su localidad natal – Osa de la Vega, Cuenca– como “El Cepa”. Era un joven bajo de estatura e inteligencia y siempre era objeto de las burlas de León Sánchez y Gregorio Valero. Por ello, cuando desapareció un 21 de agosto de 1910 entre la carretera de Osa de la Vega y Tresjuncos todos miraron a los dos burlones como presuntos asesinos del infeliz “El Cepa”.
La familia no tardó en encontrar culpables a León y Gregorio y los denunció. El móvil que argumentaron fue el robo del dinero obtenido por la venta de unas ovejas. Así el juzgado de Belmonte los mandó detener y se inició el proceso judicial contra ellos. Pero algo no marchaba bien en aquella acusación: no había pruebas que indicaran que “El Cepa” había sido asesinado, y la falta de las mismas llevaron a dictar un auto de libertad por parte del mismo juzgado.
Pero el pueblo ya los había señalado como culpables y la familia Grimaldos seguía insistiendo en condenarlos… Así un cambio de juez en Belmonte provocó que el caso se reabriera. La Guardia Civil los detuvo de nuevo y para arrancarles una confesión los sometieron a todo tipo de torturas: palizas, privación de sueño, arrancarle las uñas con alicates, arrancarles el bello del bigote con tenazas, extracción de piezas dentales, privación de alimentos y de líquidos… un infierno en vida.
Ante las palizas y torturas los acusados decidieron inventarse un móvil y un asesinato para que aquello cesara. De esa forma se levantó el acta de defunción de “El Cepa” un 21 de agosto de 1910, en ella constaba: “No ha podido ser identificado el cadáver por no haber sido hallado”.
En 1918 se inició el juicio. Los acusados llevaban ya cuatro años de encarcelamiento. El sumario era un ejemplo de lo que no se debe hacer nunca en este tipo de procesos: contradicciones, mentiras, ausencia de pruebas… Pero los acusados habían confesado y fueron condenados a 18 años de cárcel para cumplir en el penal de San Miguel de los Reyes (Navarra) el “asesino” León Sánchez, y en Cartagena el segundo “asesino” Gregorio Sánchez. El abogado logró que no fueran condenados al garrote vil.
El 8 de febrero de 1926 llegó la sorpresa. José María Grimaldos estaba vivo, el párroco de Tresjuncos, Pedro Rufo Martínez Enciso, recibió una solicitud de partida de nacimiento por parte de “El Cepa” para gestionar su matrimonio en la localidad de
Mira, a 150 km de Osa de la Vega. El párroco creía que era una broma y no formuló la petición, pero semanas después “El Cepa” se presentó allí. La sorpresa fue mayúscula. Rápidamente el ministro de Gracia y Justicia ordenó revisar el proceso indicando que “hay fundamento suficientes para estimar que la confesión de los reos Valero y Sánchez, base esencial de sus condenas, fue arrancada mediante violencia continua e inusitada”.
El 4 de julio de 1925 los condenados vieron revocada su sentencia e indemnizados tras doce años en la cárcel.
El hombre del saco de Almería
En Almería, mientras que en otras ciudades y lugares de España la advertencia que se hacía a los niños sobre la venida del hombre del saco si su comportamiento era travieso era solo un cuento, aquí se hacía poniendo más énfasis en la crudeza y en la realidad de los acontecimientos ocurridos en nuestra provincia, más concretamente en la Sierra de Gádor. La primera vez que escuché este suceso fue de labios de mi madre. Y esa historia nos ha acompañado a miles y miles de jóvenes almerienses que nacimos sabiendo que realmente existió el hombre del saco. Hoy día esta tradición del relato de terror (real) dirigido a la infancia como advertencia para que se mantengan alejados de los desconocidos, de aquellos que quieran regalar chucherías y golosinas, se esta perdiendo debido, sobre todo, a la crudeza y violencia con la que esta sociedad se despierta día tras día y en la que por desgracia los niños han dejado de ser víctimas esporádicas y muy espaciadas en el tiempo, para dar paso a una realidad donde los niños por desgracia se han convertido en víctimas frecuente de violadores, sádicos pervertidos, e incluso de las guerras. En la década de 1970 la real historia de Francisco Leona y su víctima, el niño Bernardo González, ejercía de advertencia de los terrores agazapados que podían asaltar a la infancia. La historia dice así.
Hace mucho tiempo, en el verano de 1910, el calor era sofocante y húmedo, el típico de nuestra tierra, la provincia de Almería. Los temporeros iban y venían por las calles de los pueblos buscando algo de trabajo, un jornal con el que poder alimentar a su familia. Y así transcurría con la normalidad habitual de un humilde pero noble pueblo agrícola, Gádor, pueblo situado en la vega del río Andarax y bastante cerca de la capital. Allí vivía un hombre temido por muchos por su mirada fría, por su vengativo carácter y por una violencia desmedida. Se llamaba Francisco Leona Romero, tenía 75 años de edad y era barbero y curandero. Era familiar de los que durante muchos años habían ostentado el caciquismo político en Gádor y su infancia y adolescencia estuvo envuelta de peleas, todas ellas impunes gracias a su familia. Ese hombre pasaría a la historia por ser el “hombre del saco” o más conocido en Almería “el sacamantecas”. El 28 de junio de 1900, el niño Bernardo González Parra no regresó aquella tarde a su casa. Sus padres, acompañados de familiares y vecinos de Gádor lo buscaron infructuosamente hasta que decidieron dar parte a la guardia civil. Pero la búsqueda siguió sin dar resultado. Fue entonces cuando a las 4 de la tarde del 29, se presentó en el cuartel de la guardia civil un vecino del pueblo que decía haber encontrado el cuerpo de un niño muerto oculto bajo unas piedras y matorrales en el paraje de Gádor, nombrado por los vecinos como “las pocicas”. El hombre que dio el aviso a la guardia civil se llamaba Julio Hernández Rodríguez, más conocido como el tonto, apodado así por su marcada debilidad mental. Cuando la autoridad se presentó en el lugar, comprobó que todo lo comentado por él resultó estar en lo cierto. La autopsia indicó la violencia del crimen y la gran frialdad y crueldad con la que se había lle-
JOSÉ MARÍA GRIMALDOS estaba vivo, tal y como confirmó el párraco de Tresjuncos. Este había recibido una solicitud de partida de nacimiento por parte de “El Cepa” para gestionar su matrimonio en la localidad de Mira, a 150 km de Osa de la Vega.
vado a cabo. El niño Bernardo González sufrió heridas múltiples en la cabeza, con rotura de huesos, algunos de cuyos trozos se introdujeron en la masa encefálica, producidos por un cuerpo contundente, como una piedra, algún palo alargado de madera, asestado el golpe con gran fuerza y fiereza. En la axila izquierda el cadáver tenía una herida profunda producida seguramente por un hierro punzante y a su vez con filo, que mediría unos cuatro centímetros de longitud, arma que manejada de abajo a arriba dio ocasión a que su punta saliera por el hombro donde produjo una herida de dos centímetros. Encima de la boca del estómago le habían realizado un corte limpio que terminaba al comienzo de la zona del pubis. Los intestinos habían sido extraídos y cortados a la altura del duodeno. Se advirtió también que la grasa corporal del colon había sido extraída. Tampoco se encontró en la víctima rastro alguno del peritoneo.
Muchos del pueblo señalaron a Francisco Leona como posible autor, y la guardia civil pensó lo mismo, debido sobre todo al extraño ritual con el que se había asesinado al niño. El crimen parecía estar envuelto en brujería. Los primeros interrogatorios a Leona fueron inútiles, pero cuando se le continuó presionando señaló a Julio “el tonto”, el hombre que había indicado a las autoridades donde estaba el cadáver del niño. Así que Julio Hernández Rodríguez fue también detenido. La guardia civil sometió a los dos sospechosos a un careo y todo empezó a aclararse. Se acusaban mutuamente, incluyendo datos en la investigación que solamente podrían conocer si los dos estaban relacionados con el caso. Todo continuó igual hasta que Francisco Leona se desmoronó y contó todo.
Un agricultor que sufría tuberculosis, Francisco Ortega “el moruno”, acudió a la curandera Agustina Rodríguez para que le aliviara la enfermedad y le prolongara la vida, cosa con la que este hombre de 55 estaba obsesionado. La curandera le aplicó cataplasmas, le preparó infusiones, pero nada funcionaba. Le comentó que seguramente Francisco Leona podría ayudarle. Agustina, Leona, y el agricultor se reunieron para hablar del caso. Leona comentó que la enfermedad sería mortal en poco tiempo si no se sometía a su “tratamiento” en pocos días. Y le dijo “es necesario que te bebas la sangre de un niño inocente aún vivo y después te coloques una cataplasma sobre el pecho realizada con su grasa”. El moruno era un hombre supersticioso y fiel creyente de supercherías, e hizo caso de la palabra de Leona y, aunque dudó en un principio por el hecho de que se tendrían que arrebatar la vida de un inocente, al final acce- dió. Acordaron el elevado precio económico de la brujería y se planeó todo para conseguir un niño. Julio “el tonto” era el hijo de la curandera Agustina y ayudaría a Leona con el rapto y el transporte del niño. La tarde del 28 de junio, Leona y Julio se ocultaron tras unos matorrales en un camino transitado por niños, cuando vieron apartarse a Bernardo de un grupo con el que jugaba. Leona lo asaltó, le aplicaron cloroformo, lo metieron en un saco y lo llevaron hasta el cortijo de Agustina. Ya en la seguridad de la guarida, avisaron al moruno que acudió y comenzó el salvaje e inhumano ritual. Todavía vivo Francisco Leona hizo el corte al niño en la axila, Agustina llenó vasos de sangre, los mezclaba con azúcar y se los dio de beber al moruno indicándole que repitiera las palabras “antes mi vida que dios” mientras bebía la sangre. Después de unos vasos se le tapó la herida y le practicaron un torniquete al niño Bernardo para que no se desangrara, ya que la extracción de la grasa debía realizarse con él todavía vivo. Quedaron con el moruno en llamarle cuando las cataplasmas estuvieran listas y Leona y Agustina continuaron con su macabra operación. Mientras tanto el niño Bernardo abría de vez en cuando los ojos y había contemplado con horror la terrible carnicería que se le estaban practicando. Lo volvieron a meter en el saco. Julio y Leona lo llevaron hasta el paraje de las pocicas, donde Leona cogería una piedra y le golpearía la cabeza una y otra vez hasta que la aplastó. Después le abrió el estómago y le extrajo la grasa que necesitaba para las cataplasmas para posteriormente abandonarlo para que se lo comieran las alimañas. No se contaba con que Julio indicaría la situación del cadáver a la guardia civil al no recibir de Leona ni de su madre las 50 pesetas prometidas por su labor desempeñada en tan cruel acto.
Francisco Leona murió en la cárcel sin llegar a conocer la sentencia que le hubiera correspondido: garrote vil. El Tribunal condenó a la pena de muerte en garrote a Francisco Ortega “el moruno”, Agustina Rodríguez y Julio Hernández “el tonto”. Los informes psiquiátricos influyeron para que “el tonto” fuera indultado.