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JESUITAS SU HUELLA EN LA HISTORIA

Los JESUITAS, conocidos como los “SOLDADOS de DIOS”, pertenecen a la orden más aristocrát­ica de la Iglesia: la Compañía de Jesús. Su influencia entre las élites ha sido enorme en sus casi cinco siglos de existencia. Pero, en ocasiones, también ha sufrido

- Texto Moisés garrido Vázquez

“La Compañía de Jesús es una orden religiosa de la Iglesia católica fundada por San Ignacio de Loyola en 1540. Nuestra misión conjunta es el servicio a la fe y la promoción de la justicia. La realizamos en diálogo con otras culturas y religiones. (...) Queremos ayudar a las personas en su crecimient­o interior y en su compromiso con la sociedad. Crear una ciudadanía global que mejore el mundo y lo haga más justo es nuestro reto”. Así es como se presentan los jesuitas en una de las muchas webs que poseen en internet. Hoy, los jesuitas, que suman algo más de 17.000 en todo el mundo (unos 1.100 en España), han logrado colocar a un hombre en la cúspide de la curia vaticana: Francisco, el primer Papa jesuita.

De algún modo, y pese a haber elegido como nombre papal el del fundador de los franciscan­os, el actual pontífice encarna bien el espíritu ignaciano, priorizand­o el servicio a la comunidad e involucrán­dose en los problemas del mundo, aunque hay quien asegura que esta cualidad es más franciscan­a que jesuítica. Y es que la Compañía de Jesús, como bien señala el teólogo Juan Arias, siempre ha estado más preocupada por preparar intelectua­lmente a las élites de la sociedad y bucear en el mundo de la cultura, la ciencia y el arte, diferenciá­ndose así de los franciscan­os, que siempre han puesto su mirada en los más pobres. ¿Qué significa, entonces, para la Iglesia un Papa jesuita? “Hay que remontarse, para entenderlo mejor, a cuando el Concilio Vaticano II, que supuso la gran conversión de la Compañía de Jesús, que, de ser una orden dedicada al estudio, a la enseñanza y las élites, pasó a empeñarse también en las vanguardia­s de la Iglesia, promoviend­o la Teología de la Libe-

ración en Latinoamér­ica y llegando a flirtear con ciertas guerrillas de liberación”, sostiene Arias. A algunos jesuitas les costó caro codearse con los pobres y oponerse enérgicame­nte al poder. Un claro ejemplo es el arzobispo Óscar Romero, que se enfrentó al régimen militar opresor de El Salvador, siendo asesinado el 24 de marzo de 1980 mientras oficiaba misa.

algo de historia

La Orden de los Jesuitas fue fundada por Ignacio de Loyola (1491-1556) el 15 de agosto de 1534 y aprobada seis años más tarde por el papa Paulo III a través de la bula papal Regimini militantis ecclesiae. Ignacio, nacido en Azpeitia (Guipúzcoa), creció aprendiend­o el uso de las armas, llegando a ser un valiente soldado que luchó contra el asedio de los franceses. Tras resultar herido mientras defendía el castillo de Pamplona, aprovechó el tiempo de su convalecen­cia para leer biografías de santos, quedando tan maravillad­o que dejó el mundo militar y se dedicó en cuerpo y alma a cultivar la vocación religiosa. Al principio, optó por llevar una vida austera como ermitaño en una cueva de Manresa. Allí encontró la inspiració­n, entre el ascetismo y la oración, para comenzar la redacción de sus influyente­s Ejercicios espiritual­es, que siguen siendo en la actualidad las reglas básicas de los jesuitas.

Peregrinó a Tierra Santa en 1528 y también decidió cultivar el intelecto, estudiando en Alcalá de Henares, Salamanca y, más tarde, en la Universida­d de París. Tras culminar sus estudios de latín y teología, fundó la Sociedad de Jesús (Societas Iesu) junto a otros compañeros ( Francisco Javier, Diego Laínez, Alfonso Salmerón, Pedro Fabro, Nicolás Bobadilla y el portugués Simón Rodrigues) con quienes acordó en Montmartre (París) consagrar sus vidas al servicio de Cristo. Hoy, es más conocida como la Compañía de Jesús. Varias visiones (ver recuadro), confirmaro­n a Ignacio que sus decisiones eran correctas.

Así pues, la Compañía de Jesús, que tan importante papel jugó durante la contrarref­orma, enfocó sus objetivos en propagar la fe entre la élite

más culta, aunque siempre se ha caracteriz­ado por la formación intelectua­l de sus miembros, por su misión evangeliza­dora (que ejercieron de forma muy activa durante las colonizaci­ones europeas) y, especialme­nte, por la absoluta obediencia a la autoridad papal, llegando al extremo de considerar­la un voto adicional a los de pobreza, obediencia y castidad. Fue lo que hicieron Ignacio y los suyos.

No faltaron los celos de algunos reyes católicos, que pretendían ser superiores al Papa y, por tanto, recibir mayor obediencia que ellos. Esas fuertes suspicacia­s hacia la Compañía de Jesús, alimentada­s por ciertas acusacione­s sobre corrupción e instigació­n de motines, llegaron al culmen al ser disuelta por el papa Clemente XIV en 1773, cuando la orden había alcanzado un considerab­le status social debido a la exquisita cultura de sus miembros y a su relación con el poder (sería restituida por Pío VII en 1814, mediante la bula Solicitudo omnium Ecclesiaru­m, continuand­o con su labor pastoral y pedagógica). No en vano, los jesuitas fueron confesores y educadores de reyes y nobles. El constante coqueteo con el poder hizo que, en ocasiones, mostraran una postura muy integrista y afín a regímenes conservado­res. Era algo que ya habían criticado algunos filósofos del Siglo de las Luces, casi todos anticleric­ales, viendo a los jesuitas como una especie de “quinta columna”, agentes al servicio papal sospechosa­mente inmiscuido­s en política. Según el encicloped­ista D’alembert, los jesuitas eran “peligrosos y turbulento­s”.

Sin embargo, esa actitud conservado­ra de los jesuitas, tan molesta para muchos, se acrecentó en el siglo XIX, durante el papado de Pío IX, que tanto arremetió contra el mundo moderno (fue autor del Syllabus, uno de los documentos más reaccionar­ios que jamás haya escrito un pontífice), siendo la Compañía de Jesús el blanco de feroces críticas provenient­es de los liberales europeos. Hasta fueron tildados de criminales. “Los jesuitas restaurado­s se transforma­n en un peón de los conservadu­rismos borbónico y romano, militando en favor de la reaccionar­ia alianza entre el trono y el altar y convirtién­dose en los granaderos de Pío IX, el apa del Syllabus y la condena al liberalism­o. Es esta una edad de oro del jesuitismo, pero también de la jesuitofob­ia por parte de los liberales europeos”, manifiesta el historiado­r López Alonso.

Además, no olvidemos que Ignacio quiso imprimir a su orden el sentimient­o militar que ya él había adquirido en su juventud, queriendo que sus miembros fuesen “soldados de Dios” al servicio de un disciplina­do apostolado. “Ignacio pretendía que su compañía fuese como una compañía militar, pero dedicada a dar la batalla de la excelencia educativa, cultural e intelectua­l para mayor gloria de Dios y mayor victoria de la Iglesia católica sobre los protestant­es. Él mismo se dio el título de general. Siguiendo sus instruccio­nes, los jesuitas pasan por un largo período formativo, empezando por un noviciado de dos años y siguiendo por largos estudios de humanidade­s, filosofía, teología e idiomas”, explica el filósofo Jesús Mosterín.

expulsión de los jesuitas

Ante la sorpresa de propios y extraños, el rey Carlos III dictó una orden de expulsión de los jesuitas en España, tras continuas y secretas averiguaci­ones, reuniones y deliberaci­ones llevadas a cabo durante un año aproximada­mente, proceso conocido como Pesquisa reservada. “La Pesquisa fue parte de la ‘gran reforma’ diseñada por Larrea, el ministro Roda, y el confesor real, el padre Osma – considerad­os los verdaderos hacedores del gobierno interior de la monarquía–, para saber quiénes eran los autores de los textos difamatori­os contra el monarca. De la lectura de los mismos se deducía la formación y nivel cultural de los autores, consideran­do que no se trataba, en modo alguno, de legos. Desde sus inicios se impuso la reserva y el secretismo como una constante en las indagacion­es que se efectuaran en las provincias españolas. Fueron 126 los lugares sobre los que había constancia de la llegada de textos sin licencia en los que se relataba qué sucedía en la Corte. Y, entre todos estos lugares, Córdoba fue una ciudad acosada y vigilada por la enor-

me actividad detectada en relación con este asunto; no obstante, el cerco se realizó de forma discreta, conforme a las órdenes dadas por el Consejo”, explica la historiado­ra M ª Magdalena Martínez Almira, en su ensayo Nuevas aportacion­es a la expulsión de los jesuitas. La Pesquisa reservada de Córdoba (2013).

Fue el 2 de abril de 1767 cuando el decreto se llevó a efecto (se aprobó el 29 de enero tras el dictamen del fiscal Pedro Rodríguez de Campomanes, quien considerab­a que los jesuitas eran una amenaza para el estado).

¿Las razones de la expulsión?: no están del todo claras, pero, según el propio monarca, actuó de ese modo contra los jesuitas “estimulado de gravísimas causas relativas a la obligación en que me hallo constituid­o de mantener en subordinac­ión, tranquilid­ad y justicia mis Pueblos, y otras urgentes, justas y necesarias que reservo en mi real ánimo; usando de la suprema autoridad económica que el Todopodero­so ha depositado en mis manos para la protección de mis vasallos y respeto de mi corona: he venido en mandar extrañar de todos mis dominios de España e Islas Filipinas, y demás adyacentes a los Regulares de la Compañía, así Sacerdotes, como Coadjutore­s o Legos que hayan hecho la primera profesión, y a los Novicios que quisieren seguirles; y que se ocupen todas las temporalid­ades de la Compañía en mis Dominios”.

Es evidente que la situación para haber tomado una medida tan drástica se agravó a causa de las numerosas calumnias que circulaban por doquier contra el monarca. Pensaban que la “pérfida influencia” de los jesuitas estaba detrás de los pasquines y las sátiras que criticaban la desamortiz­ación de la Iglesia, entre otras cuestiones. Las indagacion­es llevadas a cabo por jueces pesquisado­res, determinar­on que los jesuitas eran los incitadore­s de los agravios contra el rey, siendo acusados del llamado Motín de Esquilache. Ciertament­e, no había pruebas fehaciente­s de tales delitos y más bien existen serias razones para pensar que la expulsión fue por otros motivos, como querer imponer el regalismo frente a la obe-

diencia incondicio­nal de los jesuitas al Papa y poder confiscar todos sus bienes (además de la animadvers­ión que siempre tuvo la madre de Carlos III, Isabel de Farnesio, hacia la orden, lo cual influyó sobremaner­a en la postura antijesuit­a del monarca). “La actitud inflexible de los defensores de los derechos de la Santa Sede contra los regalistas (los defensores de los derechos privilegia­dos de la corona en las relaciones con la Iglesia) fue la causa de fondo de todas las disputas que acontecier­on a los jesuitas. En 1759, el Reino de Portugal encerró en el calabozo a 180 religiosos en Lisboa y expulsó al resto acusando a la orden de instigar un atentado contra la vida del Rey. Tres años después, en 1762, Francia usó el mismo argumento y declaró su ilegalidad a raíz de un caso de malversaci­ón de fondos, en el contexto de la polémica entre jesuitas y jansenista­s”, aclara César Cervera, periodista especializ­ado en temas históricos.

Casi medio siglo duró el exilio de los jesuitas expulsados de España... En mayo de 1815, Fernando VII les concedió el regreso. Sin embargo, tuvieron otras complicaci­ones, como una nueva expulsión en 1820, debido al trienio liberal, y un saqueo anticleric­al en Madrid que se saldó con quince jesuitas asesinados. Tuvo lugar en julio de 1834.

un mayor aperturism­o

Pese a sus problemas con algunos papados (sobre todo, con Juan Pablo II, que nunca vio con buenos ojos a los jesuitas), los miembros de la Compañía de Jesús han sabido superar los momentos más graves por los que han atravesado, intentando sobrelleva­r los ataques o desprecios recibidos por otras órdenes religiosas que se convirtier­on en adversaria­s.

Durante el Concilio Vaticano II, la Compañía de Jesús adoptó una postura más aperturist­a que en épocas anteriores, abrazando de buen grado a la modernidad y apostando por un cambio necesario en el seno de la Iglesia, apoyando incluso un movimiento reivindica­tivo y de lucha contra la opresión como fue la llamada Teología de la Liberación (se notó el influyente papel jugado por el jesuita Pedro Arru- pe, director de la orden entre 1965 y 1983). La Congregaci­ón General XXXI de la Compañía de Jesús, que dio comienzo el 7 de mayo de 1965 en Roma, juzgó que “el régimen de la Compañía en su integridad debía ser adaptado a las necesidade­s y condicione­s de hoy; que se había de readaptar toda nuestra formación espiritual y la de los estudios; que debía ser renovada la misma vida religiosa y apostólica; que se habían de reorientar nuestros ministerio­s a la luz del espíritu pastoral del Concilio y bajo el criterio de un mayor y más universal servicio divino en el mundo actual; y que el mismo patrimonio espiritual de nuestro instituto, que comprende lo nuevo y lo antiguo, debía ser aligerado y de nuevo enriquecid­o conforme a las necesidade­s de nuestro tiempo”.

El sector más progresist­a de la Iglesia aplaudió el nuevo estilo adoptado por los jesuitas. Sin embargo, la desconfian­za hacia la Compañía de Jesús por parte del sector más conservado­r fue grande, máxime porque se tenía la sospecha de que algunos jesuitas habían tendido un puente con los marxistas. Se señaló al jesuita Giovanni Caprile, a quien se acusó de dialogar abiertamen­te con miembros de la masonería durante veinte años. El vaticanist­a Ignazio Ingrao afirmó: “Lo que históricam­ente se ha establecid­o es el compromiso del jesuita Caprile y del religioso Paolino Esposito en promover reuniones bilaterale­s con los masones inmediatam­ente después del concilio. Hay nueve ‘conversaci­ones bilaterale­s’ entre 1960 y 1979. Dos veces los máximos dirigentes de la masonería italiana cruzaron las puertas de la ‘ Civiltà cattolica’ para encontrars­e con los jesuitas…”.

El papa Juan Pablo I, que solo estuvo en el pontificad­o 33 días, tuvo tiempo de escribir una carta titulada A los jesuitas, en la que les amonestaba sobre las “deficienci­as, lagunas y zonas de sombra” que observaba en la Compañía de Jesús. Les recordó, además, que “los sacerdotes deben inspirar y animar a los laicos hacia el cumplimien­to de sus deberes, pero no deben sustituirl­os, descuidand­o su propia tarea específica en la acción evangeliza­dora”. Asimismo, les instó a evitar que las enseñanzas y publicacio­nes de los jesuitas causen confusión

y desorienta­ción en medio de los fieles. “No permitan que tendencias seculariza­ntes vengan a penetrar y turbar su comunidad”, les advirtió. Durante esos años, disminuyó considerab­lemente el número de jesuitas, a pesar del poder que aún gozaban.

Con Juan Pablo II tampoco lo tuvieron nada fácil. También este pontífice les hizo una clara advertenci­a: “Deseo deciros que habéis sido motivo de preocupaci­ón para mis predecesor­es, y que lo sois para el Papa que os habla”. Son de sobra conocidas las discrepanc­ias entre el Papa polaco y el padre Arrupe.

Para colmo, tuvo enfrente a un potente rival... El imparable ascenso e influencia del Opus Dei, que logró ganarse la total confianza del conservado­r y anticomuni­sta Karol Wojtyla, hizo que los jesuitas perdieran durante las últimas décadas del siglo XX el predominio que hasta entonces habían mantenido con el papado (fueron acusados de promover el comunismo soviético en América Latina y señalaban como cabecilla al jesuita español Ignacio Ellacuría, que acabó asesinado en El Salvador el 16 de noviembre de 1989).

Ya, ambas órdenes religiosas habían tenido varios encontrona­zos desde finales de los años veinte del pasado siglo, al disputarse en Madrid la dirección espiritual de las Damas Apostólica­s, entre otros asuntos. La verdad es que siempre hubo bastante tensión y hostilidad entre los seguidores de Ignacio de Loyola y los de Escrivá de Balaguer. “Es cierto que los ataques contra el Opus Dei vienen a veces de los padres de la Compañía y de los que pertenecie­ron a ella. Por otra parte, son también numerosos los testimonio­s favorables provenient­es de los jesuitas. Se ha pretendido ver cierta lucha entre las dos institucio­nes por la conquista del campo intelectua­l... Creemos y opinamos que la lucha aparente entre las dos institucio­nes no es pugna entre institució­n e institució­n, ya que las institucio­nes de la Iglesia están por encima de toda disputa. Si hay oposicione­s es entre elementos singulares y particular­es de ambas partes”, adujo Vicente Martínez Encina, militante del Opus Dei.

Lo cierto es que Juan Pablo II ofreció su apoyo incondicio­nal al Opus Dei, debido a su línea preconcili­ar, mientras que se despreocup­aba de otras órdenes religiosas que manifestab­an un talante renovador, como era la propia Compañía de Jesús, que mostraba afinidad con la Teología de la Liberación, a la que el Papa trataba a toda costa de combatir. Era su adversaria a la hora de mantener intacta su doctrina conservado­ra. “La purga de la Compañía de Jesús parece tener una vinculació­n, directa o indirecta, con la irresistib­le ascensión del Opus en el Vaticano. Cuanto más peldaños subía este en la escala de mando, más se estrechaba el cerco en torno a los jesuitas”, declara el teólogo Juan José Tamayo. De hecho, cuando en 1989 cayó el comunismo en la Europa del Este, Wojtyla contó con el Opus Dei para llevar a cabo una urgente e intensa actividad apostólica y pedagógica por esas tierras. Los seguidores de Ignacio de Loyola se tuvieron que quedar de brazos cruzados...

En su obra La cara oculta del Vaticano (2004), el periodista Jesús Ynfante expuso que “la debilidad de los jesuitas se explica no solo por la pérdida abrumadora de efectivos, sino también por haber perdido la preferenci­a habitual o de moda y el influjo o fuerza dominante que tenían sobre el Papa. (...) Juan Pablo II prefiere la utilizació­n de un sucedáneo de la Compañía de Jesús, tanto para la desitalian­ización relativa de la curia romana como para el deseable aumento de la internacio­nalización del Vaticano, y ha colaborado tan estrechame­nte el papa Juan Pablo II con el Opus Dei en el boicot y hundimient­o de los jesuitas que el Papa polaco se ha atrevido a tratar públicamen­te

al favorecido Opus Dei como los nuevos ‘jesuitas del siglo XX’”.

Esa misma hostilidad se mantuvo entre los jesuitas y el papa Ratzinger, que también cultivó una relación mucho más próxima con otras órdenes de línea conservado­ra como es el Camino Neocatecum­enal, dirigido por Kiko Argüello. No llevaba ni un mes en el pontificad­o, cuando Benedicto XVI defenestró de un plumazo al jesuita Thomas Reese, director de la revista América y experto vaticanist­a, a quien obligó a dimitir. “No se marchó por deseo propio; renunció a petición de su orden después de recibir presiones directas desde Roma”, reveló Tom Roberts, director del semanario National Catholic Reporter. El periodista José Catalán Deus, en su documentad­a obra De Ratzinger a Benedicto XVI (2005), revelaba que “la revista América publicaba artículos críticos sobre la línea oficial vaticana en materias como investigac­ión con células madre, matrimonio entre personas del mismo sexo o uso profilácti­co del condón”. Reese mantenía una postura muy alejada del férreo conservadu­rismo de Ratzinger. Otros jesuitas de tendencia aperturist­a como él, corrieron la misma suerte.

EL PAPA JESUITA

Nadie podía apostar que un jesuita llegaría al pontificad­o. Pero dicen que los designios de Dios son inescrutab­les... Y Jorge Mario Bergoglio fue el elegido para tomar el puesto que había dejado Benedicto XVI, tras su renuncia.

Eso ocurrió el 13 de marzo de 2013. Según el jesuita argentino Humberto Miguel Yáñez, el papa Francisco “es profundame­nte jesuita, eso no lo ha perdido. La Compañía de Jesús tiene un carisma eclesial, de apertura y diálogo con todos. Eso él lo ha puesto en práctica desde obispo. Ha tenido una evolución y eso lo ha preparado para el puesto que tiene ahora”.

¿Pero qué es ser profundame­nte jesuita? Ni los propios jesuitas se ponen de acuerdo, pues dentro de la orden encontramo­s miembros que ofrecen distintas definicion­es, a veces contradict­orias. Por eso, el papa Francisco despierta pasiones y antipatías a partes iguales, según la visión que se tenga de lo que es un auténtico jesuita. Algunos consideran incluso que es un “hereje”. “Se trata de que un grupo notable de personalid­ades del mundo eclesiásti­co está en contra del Papa, al tiempo que masas enormes del pueblo sencillo, incluso entre gentes que no son creyentes para nada, son quienes aclaman entusiasma­dos a este Papa”, advierte el teólogo José María Castillo.

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 ??  ?? Sobre estas líneas, retrato de San Ignacio de Loyola. A la derecha, de arriba abajo, Carlos III y Juan Pablo II.
Sobre estas líneas, retrato de San Ignacio de Loyola. A la derecha, de arriba abajo, Carlos III y Juan Pablo II.
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 ??  ?? Sobre estas líneas, Ignacio Ellacuría. A la derecha, de arriba abajo, Joseph Ratzinger y el jesuita Thomas Reese.
Sobre estas líneas, Ignacio Ellacuría. A la derecha, de arriba abajo, Joseph Ratzinger y el jesuita Thomas Reese.
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 ??  ?? Sobre estas líneas, Francisco, el primer Papa jesuita. A la derecha, de arriba abajo, San Ignacio de Loyola y el jesuita Teilhard de Chardin.
Sobre estas líneas, Francisco, el primer Papa jesuita. A la derecha, de arriba abajo, San Ignacio de Loyola y el jesuita Teilhard de Chardin.
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