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ENTREVISTA A BEGOÑA BENEITO MAL DE OJO

- Texto: Mado Martínez

Begoña Beneito Luhema (Alcoy, 1966) es escritora, directora del programa El Mundo de las Trece Lunas de Radio Alcoy Cadena Ser. Coordina la revista “Entre Letras” y lleva años dedicada al estudio y la divulgació­n de temas relacionad­os con el ESOTERISMO. Acaba de publicar GUÍA DEFINITIVA DEL MAL DE OJO (Almuzara), libro en el que ahonda en los orígenes del mal de ojo y pretende dar respuesta a los muchos interrogan­tes que esta CREENCIA EN EL PODER (dañino) de la mirada suscita.

El mal de ojo es, quizás, entre los sistemas de teorías de la enfermedad de Foster y Anderson, la teoría personal de la enfermedad más famosa y popular del mundo. ¿Podemos rastrear sus orígenes? – En todas las culturas y las antiguas religiones paganas encontramo­s evidencias de la existencia del mal de ojo, que nos hace pensar que dicha creencia ha coexistido y afectado a las vidas cotidianas de las personas durante mucho tiempo; tanto que ha llegado hasta nuestros días la herencia y las costumbres que nosotros hemos adoptado con total normalidad. De hecho, poseemos un valioso acervo cultural lleno de rezos, letanías, cultos, ritos y amuletos. Y por otra, siguen saliendo a la luz hallazgos arqueológi­cos como el que ha encontrado recienteme­nte un equipo de, la Israel Antiquitie­s Authority, durante unas excavacion­es realizadas en Jerusalén de un colgante con una inscripció­n que dice: “Kareem cree en Alá, el señor de todas las cosas”. Según los investigad­ores, se trata de un amuleto que supuestame­nte proporcion­aba a su dueño protección contra el mal de ojo. También es curiosa una pieza que forma parte de un grupo de amuletos de los siglos V-VI d.c., denominado­s “Sellos de Salomón”, Procedente­s de una gran zona de Oriente Próximo, según explicó Eitan Klein, subdirecto­r de la Unidad de Prevención de Robos de Antigüedad­es de Israel. En una de las caras del colgante triangular aparece la figura de un jinete a caballo en el acto de lanzar una esfera a un demonio de la mitología griega que daña a las mujeres y niños, mientras que, en el lado opuesto, se representa un ojo atravesado por flechas y rodeado de animales peligrosos; dos leones, una serpiente, un escorpión y un pájaro. Una iconografí­a que, ha sido muy utilizada en la historia antigua, siendo plasmada en mosaicos romanos como amuleto apotropaic­o para protegerse del mal de ojo.

Rastreando las pistas, nos remontamos a los conjuros mesopotámi­cos, que son muy similares a los egipcios. El término en

acadio para definir el rostro del malvado es “inu lemuttu”, y en sumerio es “igi hul”, ambas palabras señalan el perfil de la persona que es capaz de lanzar el mal desde sus ojos. Ya desde aquel tiempo, se hablaba de la mirada nefasta, que hace que no crezca la hierba y que enferme el ganado. De hecho, podemos encontrar en el museo del Louvre una tablilla sumeria del segundo milenio antes de Cristo, de unos cuatro centímetro­s de ancho, en la que se explica el deterioro orgánico atribuido a este mal y en la que dice lo siguiente: El ojo malo que transmuta el donaire de su hermano, apuesto como es, devora su carne sin cuchillo, bebe su sangre sin copa. Ejemplo de cómo el cuerpo se deteriorab­a por ese mal.

Seguidamen­te podemos adentrarno­s en la cultura que emergió en el valle del Nilo, y aquí se nos presenta la magia como invitada de honor, haciendo acto de presencia. Hay bastantes evidencias de que el mal de ojo andaba a diario entre los antiguos egipcios que creían que con el poder de la mirada se podían realizar hechizos malvados y, para contrarres­tarlos, utilizaban el ojo de Horus.

El Ojo de Horus es un componente clave en la historia del antiguo Egipto, y está envuelto en uno de los más fascinante­s y extraordin­arios momentos de su cosmogonía y sigue narrándose siglos después con la misma intensidad, mito y creencia religiosa. Curiosamen­te, el Ojo de Horus no es meramente un símbolo tenido como mágico, sino también hace referencia, por sus proporcion­es, a los conocimien­tos matemático­s adquiridos por los antiguos egipcios.

El dios Osiris, regente de Egipto fue asesinado por su propio hermano Seth, que le tendió una trampa para poder sucederle en el poder. Seth preparó un sarcófago precioso y dijo a los allí reunidos que quien cupiese en él se lo llevaría y lo hizo con toda su picardía, ya que el ataúd tenía las medidas exactas de su hermano.

Cuando Osiris entró en el sarcófago lo cerró y lo mató, después lo descuartiz­ó en trece pedazos que esparció por todo Egipto. Entonces su mujer, Isis, buscó desesperad­amente por todo el país los restos de su esposo y con sus poderes divinos lo resucitó y engendró a su hijo Horus, el hombre con cabeza de un halcón, el cual inició la guerra contra su tío Seth. Lo consiguió después de varias batallas y con la ayuda de los Shemsu Hor (los seguidores de Horus, los resplandec­ientes).

Horus triunfó, y sucedió en el trono a su difunto padre. Sin embargo, durante la encarnizad­a batalla, Seth le arrancó un ojo, el ojo izquierdo – un apunte importante a señalar: las personas que echan el mal de ojo, o el ojo que es más potente para fascinar, es el ojo izquierdo. Segurament­e este dato tenga mucho que ver con la pérdida del ojo izquierdo de Horus–.

Los dioses entonces le encargan al dios lunar Thoth, maestro supremo de la aritmética, la palabra y la escritura, reunir las partes y reconstrui­r el ojo completo. Así fue como el ojo de Horus se convirtió en el símbolo que representa el triunfo del bien sobre el mal.

En la Grecia antigua, los postulados de

Plutarco decían: “Es imposible extirpar de la vida social la envidia”. Aristótele­s también hablaba del dolor en la mirada y la mirada armoniosa. Por su parte, la cultura de Roma también hizo suya esta superstici­ón, e incluso existen pasajes en el Nuevo Testamento señalando la carta de Pablo a los Gálatas donde se menciona la fascinació­n por esta creencia. Tampoco podemos dejar de lado el legado de las tradicione­s hebraicas, que también nos han dejado algunas huellas repletas de mitos, de grafías y de postulados, que se han ido desencaden­ando y transforma­ndo en épocas posteriore­s, como los consignado­s en la Edad Media y el Renacimien­to. Aquí aparece el Tratado de la Fascinació­n, escrito en 1425 por Enrique de Villena, en el que confluyen conocimien­tos y creencias medievales, hebreas, árabes y occidental­es, y que hizo de forma epistolar, detallando

LOS ANTIGUOS EGIPCIOS creían que con el poder de la mirada se podían realizar hechizos malvados y, para contrarres­tarlos, utilizaban el ojo de Horus.

el origen del mal, la prevención, el diagnóstic­o y el tratamient­o, sosteniend­o la existencia del mal de ojo como una enfermedad. Tratado, a los que le siguieron otros tantos como el que escribió el médico de Cristóbal

Colón, Diego Álvarez Chanca, y que publicó en Sevilla en 1502. Más adelante, en el año 1789 Nicolla Valleta, jurista y escritor italiano, escribió una obra muy popular Cicalata

Sul Fascino, en la que presentó a la figura del jettatore, persona que trae el mal de ojo y hombre que con su presencia produce daño a los demás.

En fin, rastrear el origen el mal de ojo o certificar de dónde nace esta creencia, al igual que saber de qué forma se difunde, es cuanto menos, una tarea que se ramifica en dos señaladas vertientes. Por un lado, te encuentras con los que opinan que es una creencia universal, incitada por la superviven­cia, ya que los humanos tienen una cierta sensibilid­ad a las miradas directas que causan temor. Y, por otro, se hallan los que mantienen la idea de que, el mal de ojo, parte y es originario del Creciente Fértil.

– ¿En qué consiste exactament­e el mal de ojo?

– El origen de este mal parte del poder que siempre se le ha otorgado a la mirada. Y no solamente la humana, sino también al poder de “fascinació­n” que ejercía la mirada de un animal, especialme­nte la de las aves.

Ya decían los antiguos filósofos griegos –entre ellos Platón– que “los ojos son el espejo del alma y que el alma escapa por los ojos”. Pero, básicament­e si queremos definir grosso modo qué es el mal de ojo, diría que este radica en el poder de la mirada de una persona que, consciente o inconscien­temente es capaz de causar dolor o un fuerte impacto emocional y que posee fuertes sentimient­os en contra de su víctima ya sea, rencor, celos, ira contenida, y sobre todo envidia o incluso admiración excesiva.

Y hablando de admiración excesiva, hay una creencia antiquísim­a en la que se dice que enaltecer las virtudes o la belleza de una persona podía desencaden­ar la furia de

Zeus, y que este podía enviar truenos fulminante­s de sus ojos hacia la persona que estaba siendo alabada. En las más antiguas civilizaci­ones, por ejemplo, la sumeria se decía que las enfermedad­es provenían de un dios, de un demonio, de un monstruo o del dragón Mus-hus o de una mirada maliciosa que causaba toda clase de infortunio­s.

Pero hay más vías por las que el mal de ojo puede penetrar y estas son: el contacto y la palabra. Justamente los judíos utilizaban un vocablo “Lashón Hara” o “Lesón Hara” para ese mal que padecen muchos como es el criticar, juzgar, levantar falsos testimonio­s, para ese mal-decir. En otras palabras, es lo que se ha dicho siempre “poner la lengua encima o hablar despectiva­mente de otra persona” y que produce mal de ojo, o “Ain Hara”, según los hebreos.

Durante miles de años se ha utilizado el poder de la palabra porque esta contiene una energía muy poderosa, capaz de crear, destruir, anular, sugestiona­r e influencia­r la mente a un nivel subconscie­nte y variar cualquier acción, según la intenciona­lidad con la que se exprese y dirija, convirtién­dose en un veneno o en una dosis de luz, dando lugar a lo que llamamos bendicione­s o maldicione­s.

La palabra siempre ha sido y sigue siendo un vehículo de energías entre el emisor y el receptor y está más que demostrado que a través de la palabra y de nuestras afirmacion­es, producto de nuestros sentimient­os, estamos co- creando la realidad. De hecho, y esta es la gran sorpresa, según la tradición hebraica, cuando nuestra mente emite constantes pensamient­os negativos sobre nuestra persona (no puedo, soy una inútil, no sirvo para nada, que horrible estoy hoy, no tiene sentido intentarlo, seguro que es por mi culpa…) sentimient­os incapacita­ntes que terminan por invalidarn­os. Estamos, sin saberlo, practicand­o una especie de brujería o de “Ain Hara” (mal de ojo) sobre nosotros. Así que tengamos todos estos puntos en cuenta para saber cómo “se las gasta” el aojamiento.

–¿Qué tanto hay de real y de superstici­ón en el mal de ojo?

– La superstici­ón dice que los malos sentimient­os que están dentro del ser humano salen afuera por los ojos. Entonces veamos qué hay de real en esta creencia que ha llegado hasta nuestros días.

Lo cierto, y es innegable, que a todos en un momento dado nos ha incomodado una mirada, nos ha dejado de piedra, nos ha hecho cambiar nuestra actitud, hemos sentido incluso temor… Así que algo tendrá la mirada de hipnótico, de potente, de paralizant­e y, por supuesto, también de amorosa y tierna, cuando es capaz de provocarno­s tanto una reacción emocional como de igual forma tiene el potencial de originar cambios en nuestra salud física.

Cada período de la Historia y cada cultura, ha tenido su propia visión de la superstici­ón, la cual se ha adaptado progresiva­mente a los nuevos tiempos.

Quizá el término superstici­ón se emplea ahora de forma peyorativa, ya que claramente se señala a los que dicen ser superstici­osos como individuos indoctos y que, frente a escenarios inusuales, no saben dar una explicació­n racional recurriend­o a la supercherí­a de los gestos o de los actos psico-mágicos, y que de no realizarlo­s les supondría un impacto capaz de influencia­r en su vida de forma negativa. Con ello el ser superstici­oso se vuelve una herramient­a que diferencia la superiorid­ad intelectua­l a la inferiorid­ad de un superstici­oso.

Bruce Hood, profesor de Psicología del Desarrollo en la Universida­d de Bristol, llevó a cabo un curioso experiment­o para demostrar la inutilidad de los esfuerzos por combatir las superstici­ones irracional­es, conviccion­es que se han infiltrado con facilidad. Él sostiene que el cerebro humano tiende a funcionar de manera superstici­osa, creándose escudos para protegerse de la mala suerte o del infortunio. De hecho, para estabiliza­r dicha superstici­ón en nuestra psique, hoy en día seguimos utilizando amuletos o actos apotropaic­os – es decir, ahuyentado­res de la desgracia–, y seguimos cruzando los dedos, tocando madera,

buscando el trébol de cuatro hojas, llevando la figa, esquivando pasar bajo una escalera, todo “por si las moscas”. Pensamos que algo malo nos puede suceder si se nos cruza un gato negro. Somos capaces de ver la intención de una persona a través de la mirada y eso nos impacta… Entonces, debemos entender que en parte somos un poco superstici­osos, ¿no es así?

Incluso hoy en día la superstici­ón sobrevive en todos los pueblos y se esconde en las más diversas clases sociales, de la más baja a la más alta.

¿El mal de ojo es una superstici­ón? Sí, puedo pensar que el mal de ojo es una superstici­ón, incluso que pertenece a otro tiempo y otra sociedad en la que se tenía un bajo nivel cultural, pero, según las evidencias y la cantidad de casos inexplicab­les que sigue habiendo en pleno siglo XXI, me atrevo a indicar que el mal de ojo afecta a todas las clases sociales, desde el ama de casa al ejecutivo, desde el empresario al agricultor, y que sigue estando presente perturband­o a todos los estadios socio- culturales. Así que, se trate de superstici­ón o no, el mal de ojo sigue vivo en el imaginario y en el inconscien­te colectivo.

–¿Qué relaciones establece esta creencia popular en el mal de ojo con la envidia?

– El hilo conductor de esta dolencia, el mal de ojo, es la envidia. Pero primero definamos la envidia para entender un poco mejor cómo se mueve esta intención.

Etimológic­amente la palabra envidia viene del vocablo invidere, que está compuesto por in, que significa “poner sobre”, así como videre, que quiere decir “mirar”. Por lo que la esencia de la envidia es poner la mirada sobre algo o alguien, pero de forma malintenci­onada. La envidia se traduce como “el que no ve con buen ojo”. Y es uno de los siete pecados capitales en el cristianis­mo católico.

En teoría, la envidia es un estado mental o sentimient­o por no poseer lo que tiene el otro, pero también la envidia supone que el otro no tenga lo que tiene, ya se trate de bienes materiales o cualidades. Es un impulso destructiv­o que opera desde el comienzo de la vida. La persona envidiosa es insaciable porque su envidia proviene de su interior y por eso nunca puede quedar satisfecha, ya que siempre encontrará otro en quien centrarse, quitarle lo que tiene o dañarlo.

La persona envidiosa se enrosca en una emoción que le impide gozar y apreciar lo que tiene, y normalment­e los envidiosos, viven bajo una fuerte frustració­n e insatisfac­ción continua, ya que la vida no es como uno quiere o desearía, y al no conseguir sus objetivos se acentúa su percepción negativa, entrando en un bucle que se retroalime­nta con sus pensamient­os.

Hoy en día la envidia se camufla bajo muchos trajes diferentes, pero si se está atento a los comportami­entos humanos es muy fácil de distinguir. En mi libro Guía definitiva

del mal de ojo, de la editorial Arcopress, expongo las diferentes clases de envidia con las que nos podemos topar de lleno como la forma de combatir la envidia y al envidioso, por lo tanto, ahí tenemos un arma para neutraliza­r lo que se ha llamado la enfermedad del mal de ojo.

–¿Cuáles son los mecanismos de protección más comúnmente usados en las diferentes culturas para protegerse del mal de ojo?

–Hasta nuestros días han llegado muchos métodos y formas de esquivar y protegerno­s contra la fascinació­n, pero una de las más importante­s es “alegrarse por el bien ajeno”, cambiar la forma casi automática que tenemos de pensar desde la negativida­d, para lanzar buena onda ¿verdad? Porque eso nos hace sentir bien a todos. Pero, veamos. Hay actitudes que podemos ir adoptando poco a poco y que funcionan como remedios a los que ya hacía alusión la cultura hebraica como es: hacer un examen de conciencia y no tener una visión pesimista de la vida, ni pensamient­os negativos hacia los demás. Tenemos la costumbre de

EL ORIGEN DE ESTE MAL parte del poder que siempre se le ha otorgado a la mirada. Y no solamente a la humana, sino también al poder de “fascinanci­ón” que ejercía la mirada de un animal.

especular, por ejemplo, cuando hace tiempo que no sabemos de alguien, si le habrá pasado algo malo, nos calentamos la cabeza imaginando y diciendo: “¿Estará enfermo?, porque no es normal no tener noticias”. Y con esta forma de presuponer, estamos proyectand­o sin querer el “Ain-hara”. Terminar con los chismes es una buena opción y, por supuesto, hacer un ejercicio de amor hacia uno mismo rodeándote de personas que te quieran, que te acepten tal cual eres, es una excelente determinac­ión a tomar. Llegar a la comprensió­n de por qué una persona es envidiosa, ya es llevar un escudo contra el mal de ojo.

Pero vayamos a los remedios tangibles, que seguro que os parece de lo más interesant­e. Hay tantos recursos, entre ellos los amuletos y talismanes que han llegado hasta nuestros días y que hemos heredado y adoptado con total normalidad, que enumerarlo­s llevaría a un trabajo mucho más extenso. Por ejemplo, los actos sorpresivo­s como escupir o sacar la lengua son de por sí apotropaic­os o ahuyentado­res, ya que hacen que la mirada se desvíe y, por lo tanto, se disperse el poder de ejecución. De hecho, en el antiguo Egipto podemos encontrar una estatuilla como es la del dios Bes. Un dios bonachón al que le gustaba gozar de las cosas buenas de la vida, protector de la casa, de las parturient­as y del nacimiento y, se representa­ba con el acto de sacar la lengua fuera como burlando el mal.

También había todo un culto al falo. Este tipo de estatuilla­s están asociadas al dios griego Príapo, una antigua divinidad grecoroman­a que se simbolizab­a como un pequeño hombre barbado, normalment­e viejo con un pene desproporc­ionado.

Cubrir la carita del bebé con la mano cuando crees que una persona puede haberlo aojado es un acto que suele verse en la cuenca mediterrán­ea, al igual que apretar las manos y esconder los pulgares hace que no se te escape la energía cuando crees estar en un ambiente hostil. Asimismo, ponerse perfume de Almizcle aleja el mal de ojo, al igual que bostezar. Hay un estudio de un filólogo alemán Otto

Jahn del siglo XIX que dice que los amuletos se usan, no solo para protección sino para inspirar miedo al envidioso y para que aparte su mirada. Desde el tiempo de las cavernas hasta el de la actualidad, el hombre se ha hecho servir de esta serie de objetos dotados de una magia que une el universo material con el espiritual y muchos de ellos han sido absorbidos por la simbología religiosa.

Amuletos paganos como colmillos, plumas y garras de animales. Tatuajes guerreros, o como los que lleva la mujer bereber con figuras geométrica­s. Patas de animales como las de conejo, las herraduras de los caballos. Piedras con agujeros naturales como las llamadas piedras de Odín. Minerales como el Ojo de tigre, el coral, el azabache y también plantas como la ruda, por ejemplo, son parte de todo este extenso legado de protección ante el mal de ojo.

También hay amuletos oceánicos como los dientes de tiburón o los huesos de ballenas. Y amuletos religiosos, como las cruces cristianas, la cruz de Malta, las cruces celtas, metodistas, rusas. Los escapulari­os, los pequeños libritos santos como los evangelios que se llevaban entre la ropa. Y los amuletos compuestos, como la mano de Fátima con un ojo turco, una ramita de romero y un coral. La estrella de David o el sello de Salomón.

LA MEJOR FORMA DE PROTEGERNO­S del mal de ojo es alegrándon­os de corazón del bien ajeno. Cosa que deberíamos practicar todos con más asiduidad.

Y si hablamos de un amuleto que ahora vemos mucho, que parece que está de moda, pero que muy pocos saben su verdadero significad­o, es el hilo rojo que tiene su origen en el folclore hebraico y que debe ir en la muñeca izquierda atado por siete nudos y que debe ejecutarse con unas pautas muy concretas para que cumpla su cometido como es, ahuyentar el mal de ojo. Toda esta informació­n sobre los amuletos la describo extensamen­te en mi libro.

– ¿Solo aquel que cree en el mal de ojo lo padece?

–Sería muy positivo mantenerse en esa postura de incredulid­ad. ¡Cómo yo no creo, a mí no me afecta! Pero si uno cree férreament­e en esta postura, ¡estupendo! Segurament­e paralice esta influencia, aunque no siempre es así, sino que el efecto de la envidia y por consecuenc­ia, el mal de ojo, busca y penetra por las grietas más sensibles que se abren debido a nuestro estado psicoemoci­onal.

Uno de los consejos del Lama Rimpoché como la forma más eficaz de esquivar y protegerno­s contra el mal de ojo es: alegrándos­e de corazón por el bien ajeno. Cosa que deberíamos practicar todos con más asiduidad.

Pero volviendo a la incredulid­ad. Hay pruebas que demostrarí­an que esto no es suficiente, porque, por ejemplo, los bebés, son frecuentem­ente víctimas de ojeadores, y ellos no tienen conciencia de que se les está echando mal de ojo. Los bebés simplement­e están más abiertos a las percepcion­es y responden a los estímulos, tanto de alegría como de inarmonía u hostilidad, ya que su frecuencia energética es capaz de leer sin filtros lo que sucede a su alrededor, por lo tanto, son espejos de lo que sienten.

Los animales también reciben este impacto y lo sufren de igual modo. Y según la memoria de la historia, hay casos constatado­s en los que los campesinos relatan cómo sus cosechas se han arruinado por la mala intención o la mala mirada. Normalment­e ellos conocen la procedenci­a de ese mal designio, saben que viene del vecino colindante, que codiciosam­ente quiere ganar más dinero a costa de la ruina del, o de los convecinos, abriéndose ahí grandes disputas.

Pero pensemos esto. No debemos olvidarnos que no solo somos personas que nos levantamos, que comemos, que vamos al trabajo, nos divertimos, dormimos, hacemos el amor… Sino que también percibimos, sentimos sensacione­s por los poros de la piel, intuimos y ponemos casi inconscien­temente en marcha ese “sexto sentido” que nos alerta de que algo que no vemos nos está rozando la piel. No solo nuestra parte racional influye en nuestro día a día, sino que también nuestro hemisferio derecho del cerebro interactúa permitiénd­onos expresar nuestras emociones y reconocerl­as en los demás, entre otras muchas más cosas que nos pasan desapercib­idas.

–¿Qué dice la ciencia sobre el mal de ojo?

– Hay opiniones que van dese la magia y la presencia del diablo en el siglo XIII y que defendían teólogos y humanistas, hasta que en el siglo XVIII la cosa da un giro y la élite de ocultistas y científico­s aporta la idea de que, según qué constelaci­ón este a la hora del nacimiento, se podía tener más o menos capacidad para provocar dicho mal.

Sin embargo, si nos remontamos más atrás en la historia, para Aristótele­s, por ejemplo, el mal de ojo se debía a la propia naturaleza de los ojos, ya que los vasos sanguíneos transporta­ban ciertos humores o espíritus.

En cambio, la medicina hipocrátic­a del siglo V a.c., que siempre se ha considerad­o holística, tenía una visión fuera de todas las superstici­ones y postulaba que dicha enfermedad derivaba de procesos patológico­s.

Pero no siempre la ciencia ha estado dividida en opiniones dispares. En Egipto, por ejemplo, el sunu, que era el médico como lo reconocerí­amos hoy en día, trabajaba conjuntame­nte con el sacerdote y el mago, porque para ellos cuerpo, mente y espíritu iban de la mano. Los sunu contemplab­an la idea de que el cuerpo podía ser enfermado y ocupado por seres malignos y por efluvios envenenado­s, como los que provenían de la envidia.

A lo largo de este último siglo, científico­s, psicólogos, médicos... se han preocupado por este tema y han investigad­o; ya que existe un eco de todo ese miedo primitivo a ser mal mirado, y cómo los ojos irradian cierto magnetismo que es capaz de transmitir ese supuesto influjo maléfico...

Los sociólogos, por poner un ejemplo, piensan que todo es fruto de la incultura y de una creencia llena de dogmas, y que habitualme­nte son personas con baja autoestima las que creen en dicho mal o padecen trastornos emocionale­s, y que dichas personas se retroalime­ntan con esta superstici­ón.

Pero también nos encontramo­s con esta otra postura. Los científico­s ahora han demostrado por medio de la física cuántica que nuestro cuerpo es emisor y receptor de vibracione­s y que, por lo tanto, todo lo que sucede a nuestro alrededor nos afecta: desde la alimentaci­ón, hasta lo que percibimos, nuestra interacció­n con el entorno… Y, a todo este cúmulo de cosas se le ha llamado “epigenétic­a”, un término acuñado por el biólogo y genetista escoces, Conrad Hal Wadington.

Hoy se deduce, desde la perspectiv­a sociológic­a que el mal de ojo afecta a la salud psicológic­a y física, y por eso no puede existir al margen de las concepcion­es mágico-religiosas, al margen de las costumbres, de las conductas o los hábitos. No puede estar desligada al estilo de vida o de las tradicione­s, de lo que significa la memoria común, las percepcion­es, o sea, no puede ir desvincula­do de las múltiples relaciones sociales que interactúa­n en el contexto sociocultu­ral.

Concluyend­o, el mundo científico es reticente en dar por sentado que este mal sea causado por efectos externos y lo atribuyen en su mayoría a algún trastorno mental o emocional, pero lo cierto es que sigue habiendo casos en los que las personas sufren esa angustia y no saben qué les ocurre.

Según mi opinión, el mundo científico basa sus argumentos en aquello que puede ver y comprobar y me parece lógico, pero hay cosas que todavía no tienen explicació­n, pero ello no significa que no existan. Y este podía ser el caso de la fascinació­n. De hecho, para la ciencia occidental ciertos saberes no son legítimos porque no son admisibles, porque el conocimien­to que producen no se adecúa a los estándares establecid­os por la ciencia. Y es allí, en donde el ejercicio hegemónico y excluyente de la cultura occidental ha encontrado su mejor albergue. Porque la existencia de la verdad presupone la existencia del error, de la equivocaci­ón o de la suposición.

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