Quedamos en tablas
A ti no te voy a engañar. Para hacer esta foto más o menos molona ha sido necesaria la colaboración (desinteresada) de tres leyendas del mundo del surf en España, que me ayudaban a mantenerme en pie sobre la tabla el tiempo justo para que dos fotógrafos, con la paciencia al límite, me dispararan (fotos, se entiende) a bocajarro. Y et voilà! El dire de Men’s Health convertido en la versión Aliexpress de Kelly Slater o de Aritz Aranburu.
Hasta ese preciso microsegundo en el que se obró el milagro, mi relación con el surf había sido, digamos, tumultuosa. Tres o cuatro incursiones repletas de revolcones, volteretas, caídas indignas, manos entumecidas y hombros reventados de remar en busca de esa ola que se supone me iba a llevar a alcanzar la gloria, y que a lo único que me llevó fue a una conclusión insumergible: el surf es el deporte más ingrato que conozco.
Pero esta vez ha sido diferente. Y no sólo por una foto que me ha regalado centenares de “¡Qué guapo!, ¿no tío? ”, respondidos con un “se, se…” la mar de sobradillo. Sino porque esta vez he visto a los tipos que me acompañaban pasar de ser meteorólogos, marinos y avezados lectores de olas, a convertirse en un suspiro en maestros zen sentados a horcajadas sobre tablas, y transmutarse, al fin, en superhéroes mutantes que obran el milagro de caminar sobre las aguas.
Porque esos californianos de Santander me han descubierto que el surf, más que de ponerse en pie sobre una tabla, va de esperar. De ejercitar la paciencia, de estar preparado, de saber mantener la vista fija en las oportunidades para lanzarse sobre ellas en cuanto aparezcan. Porque me han hecho ver que este deporte se parece sospechosamente a la vida.
Y así es cómo el surf y yo quedamos en tablas.