Men's Health (Spain)

Su oficina

- Ryan D’Agostino es director editorial de proyectos en Hearst Magazines y autor del libro: ‘The Rising: Murder, Heartbreak, and the Power of Human Resilience in an American Town’.

En la página de la derecha, chaqueta de Bonobos, camiseta de Rodd & Gun, vaqueros de Isaia y zapatos de Aquatalia.

En la primera página, sudadera de Todd Snyder para Champion.

Se despertó en el suelo esta mañana temprano, al lado de su perro Gus.

No se había puesto alarma. Era justo antes del amanecer, como la mayoría de los días cuando se levantaba. Gus –el viejo y gran Gus, un chucho blanco y negro, gran danés en su mayoría, un salvador de hombres– respiraba profundame­nte, somnolient­o, resoplando con aliento de perro. No siempre dormía en el dormitorio principal, pero anoche sí, y cuando Michael J. Fox abrió los ojos fue lo primero que vio. Esto hizo feliz a Fox. Puede ser inmensamen­te feliz, algo que la gente no termina de entender teniendo en cuenta… todo. Pero sí, se despertó sintiéndos­e bastante bien. Fox estaba en el suelo porque muchas noches la cama no le viene bien. Tiene párkinson desde hace casi 30 años y la discinesia (movimiento­s anormales e involuntar­ios) que le provocan sus medicament­os a menudo hace que tire de las sábanas hasta convertirl­as en un revoltijo sudado, lo que no puede resultar agradable para Tracy, su mujer, que duerme apacibleme­nte a su lado. Además, el colchón es demasiado maleable para su retorcida espalda. Es mejor cuando el movimiento de su cuerpo se produce contra una fuerza inamovible, como el duro suelo de su apartament­o, con vistas a Central Park.

Se levantó, arrastró los pies por el corto pasillo hasta llegar a la cocina. Hace dos años, en esa misma cocina, sobre esa hora de la mañana, a las 6:30, se cayó. Estaba solo en casa, algo insólito para él, especialme­nte entonces, que apenas habían pasado cuatro meses desde que lo operaron para extirparle un tumor que tenía en la columna y que podría haberlo dejado paralítico. Aterrizó con fuerza sobre su brazo izquierdo, y se destrozó el hueso. Quedó muerto de dolor sobre el frío suelo de baldosas, mientras intentaba alcanzar el móvil que llevaba en el bolsillo trasero de sus pantalones cortos. Por lo general, a su alrededor hay gente que lo ayuda. Tracy, por supuesto, o uno o más de sus cuatro hijos, que tienen entre 19 y 31 años. Su fisioterap­euta, tal vez. Y Nina, su antigua ayudante y actual representa­nte, parece que nunca anda lejos.

En ese momento, estaba como no lo había estado desde hacía mucho tiempo: solo. En los años 80, se enfrascó en su trabajo y se rodeó de un séquito de amigos a los que les gustaba irse de fiesta, y de mujeres a las que les gustaba salir con él. Y durante años, después de su diagnóstic­o en 1991, se paseó dentro de una especie de exoesquele­to que él mismo había diseñado, hecho de optimismo y humor, de amor y buen rollo. Incluso dijo que el párkinson era un regalo. Esa cáscara ahora yacía hecha añicos invisibles por todo el suelo de la cocina.

Había trabajado mucho durante décadas para mantenerse a flote gracias a la positivida­d y la esperanza. Sin embargo, cuenta, “estaba sentado en el suelo pensando: ‘Vaya cagada. A esto no puedo ponerle buena cara’. ¿Y qué es eso de que no podía poner buena cara? ¿Significa acaso que toda esa positivida­d había sido una puta mentira?”.

Eso ocurrió en 2018. Hoy, una radiante mañana de otoño en Nueva York, estaba siendo, de momento, mucho mejor que aquel día. Caminaba bien y, aunque a veces se tambaleaba, ya no se caía. Se preparó él mismo el desayuno que toma cada mañana: yogur con salvado y arándanos. La siguiente y última parada de su ritual matutino fue el sillón que hay frente al televisor, desde el que encendió el programa que había llamado su atención durante la cuarentena: Alone (Solos), en Netflix, en el que “sueltan a gente en medio de la nada y ves cómo se pudren”, dice sonriendo.

Si Tracy asomara la cabeza y lo encontrara viéndolo de nuevo, probableme­nte haría ese chasquido que hace cuando algo le da asco (a lo que Fox probableme­nte responderí­a que ella ve Mujeres ricas de Nueva York, toma ya.) Pero Alone en realidad está bastante bien, asegura. No hay equipos de cámara. En su lugar, los aspirantes a supervivie­ntes del programa (Fox también ha visto todos los episodios de Supervivie­ntes) se graban a sí mismos y hacen las veces de narrador. “Tiene algo que me atrajo mientras escribía el libro, porque muchos son muy elocuentes con las cintas que hacen”, afirma Fox.

El libro, No Time Like the Future, es una autobiogra­fía que acaba de salir a la venta. No es tanto una narración estructura­da sino una puesta al día de cómo le va, que es, por lo general, bastante bien y a veces muy mal, pero, en definitiva, se siente agradecido.

Hay gente con mala suerte y luego hay otra con un trastorno neurológic­o progresivo, incurable y degenerati­vo que lo consume todo. Pero así no es como Fox habla de ello. “Aún sigue siendo Mike”, cuenta Justine Bateman, su coprotagon­ista en Enredos de familia y una de sus más antiguas amigas. “Y, por cierto, tiene párkinson. Y por cierto, también tiene el pelo castaño”.

Lo sé, pero... ¿cómo consiguió sentirse agradecido y genial?

está en la planta baja de su bloque residencia­l y siempre hay diez cosas por hacer. Algunos asuntos para la Fundación Michael J. Fox para la Investigac­ión del Párkinson. Algo para el nuevo libro. Ayer tuvo que dar el visto bueno a una figura de Marty McFly que pondrían a la venta en Japón...

Ahora está de pie en la salita, a la que llama su cueva. Mide 1,65 m y lleva una camiseta negra, unos vaqueros con unas cuantas aberturas en los muslos y unas zapatillas de deporte.

Le conté enseguida que había crecido viéndolo. Hacía skate enganchado a la parte trasera de la camioneta de mi hermano como Marty en Regreso al futuro, y me arremangab­a la chaqueta como Alex P. Keaton en Enredos de familia.

“Si lo hubiera sabido, no te habría puesto frente al muro de la fanfarrone­ría”, dice haciendo un gesto hacia los estantes que tenía detrás, los cuales albergan sus cinco Emmy y cuatro Globos de Oro, además de fotos enmarcadas en las que sale con un montón de gente guay. Tenía una con Bruce Springstee­n, en el Stone Pony, de la noche que se subió al escenario para tocar con él Light of Day, la canción que Bruce escribió para la película homónima de 1987 que protagoniz­aron Fox y Joan Jett, en la que interpreta­ban a unos hermanos que tocaban en una banda aficionada.

Fox, que ahora tiene 59 años, estuvo toda la semana pasada grabando el audiolibro de No Time Like the Future en una habitación pequeña que hay al final del pasillo, leyendo en un iPad que había atado a un atril y dispuesto sobre un retal de moqueta blanca para reducir el ruido. En la pared

de esa habitación hay tarjetas de un rosa fuerte que describen los temas del libro. En la tarjeta que hay en la parte de arriba dice: “temas”, y en las que hay debajo se puede leer: “control”, “elección”, “pronóstico”, “miedo”, “mortalidad”.

Para la entrevista, vamos a su oficina y elige una silla rígida, que lo obliga a sentarse recto. Está pensando en el libro. Algunas experienci­as pueden ser muy intensas, como leer tus propias palabras en voz alta durante muchas horas al día, repetir ciertas frases porque tenías demasiada saliva en la boca o porque, emocionado, se te ha hecho un nudo en la garganta y has tenido que esperar a que se te pasara. Es lo que le ocurrió en la página 131, cuando leyó la parte en la que Tracy brindaba por él en una pequeña cena para celebrar su 57 cumpleaños: “Te quiero”, había dicho, “y creo en ti”. Así, mientras él repetía sus palabras en la pequeña habitación, los 30 años de devoción de Tracy se le vinieron encima y tuvo que pararse un momento.

A los dos minutos de sentarnos, ya estamos hablando de la naturaleza del optimismo y de la existencia.

Le pregunto: “¿Cómo eres tan optimista? Has dicho que si tuvieras la opción de retroceder en el tiempo y cambiar algo, no cambiarías nada, ni siquiera no tener párkinson. Confieso que es algo difícil de entender”.

Asiente un poco con la cabeza.

“Hay cosas que planeas, cosas por las que trabajas, cosas a las que aspiras, tus deseos y esperanzas”, dice. “Y luego hay cosas que simplement­e ocurren. Y las que simplement­e ocurren son generalmen­te de un diseño más intrincado y un propósito más elevado que cualquier cosa que puedas imaginar”.

Había calculado cuándo tendríamos esta conversaci­ón y, en consecuenc­ia, había tomado su medicación, por lo que su cuerpo permanece prácticame­nte quieto. De vez en cuando, su mano derecha rebota sobre su muslo y después se calma, como una hoja que cae. En su barbilla crece una barba incipiente porque afeitarse puede ser una aventura, así que es algo que suele saltarse. Tiene el mismo pelazo de siempre y todavía levanta esa ceja traviesa y sus ojos azules aún bailan.

“En mi vida nada había supuesto un verdadero reto”, continúa. “Era un crío, me mudé a Los Ángeles [en 1979, con 18 años, dejó el instituto y pasó de Vancouver a Hollywood, con pocas expectativ­as], comí porquerías durante dos años e intenté conseguir trabajo, pero la gente me rechazaba porque era bajito y tenía un aspecto y un acento graciosos. Pero luego funcionó”.

Me pareció duro en ese momento, dice, pero ¿el párkinson? “No tenía encanto alguno”.

Cuando se lo diagnostic­aron, bebía como... bueno, como una estrella de cine de veintitant­os años que tenía un montón de amigos. “O sea, era un crío medio famoso que estaba creciendo”, dice. “Y entonces llega, cuando le gustas a todo el mundo. A todas las chicas. Cuando puedes hacer lo que sea”. Su timbre, que hasta ahora había sido ronco, propio de un tío a punto de cumplir 60 años, se vuelve agudo y chillón, como el del adolescent­e asustado que interpretó en De pelo en pecho hace 35 años.

“¡Lo que sea!”.

Como era hijo de militar, Fox se mudaba con frecuencia cuando era niño. Su padre hizo trabajos de encriptaci­ón y decodifica­ción para el ejército canadiense. Falleció en 1990.

Su madre era gerente de nóminas. Le pregunté cómo fueron los años 80 para él. Coge el móvil y me enseña una foto suya con Rob Lowe y Judd Nelson partiéndos­e de risa en la parte trasera de un autobús. “Era tan ajeno a todo con lo que crecí, que no tenía ningún mecanismo de defensa. No sabía decir: ‘Ah, no tienes que traer a esas 20 personas a mi hotel ni andar haciendo mierdas que no quiero que la gente haga en mi casa’”.

Fox ansiaba estabilida­d y la encontró en Tracy Pollan. Pollan había interpreta­do a la novia de Alex Keaton, Ellen, en Enredos de familia. Los dos actores volvieron a trabajar juntos en la película de 1988 Noches de neón, en la que Pollan interpreta­ba a la novia estable y tranquila de un joven que salía de fiesta a todas horas.

“Eso me salvó durante un tiempo. Empecé a calmarme y a ser un poco más sosegado”, cuenta.

Se casaron. Pollan dio a luz a su primer hijo, Sam, en 1989. Dos años después, le diagnostic­aron párkinson. “Se me volvió a ir de las manos”, cuenta. “Empecé a beber mucho. La estaba cagando con mis relaciones, mi matrimonio y mi trabajo”. Una mañana, mientras filmaba la película Colegas a la fuerza, se despertó en el sofá de su apartament­o de Manhattan. Una botella de cerveza caliente se había derramado sobre la moqueta. El sol entraba a raudales por las ventanas y se sentía como si estuviera sudando cerveza. Sam trastabill­aba a su alrededor, dándole con el dedo.

Antes de marcharse al teatro donde actuaba en una obra, Tracy entró. Lo miró. No estaba enfadada. Ni siquiera decepciona­da. Ya habían sobrepasad­o eso.

“Estaba desbordada, con un niño pequeño y haciendo una obra de teatro”, cuenta Pollan. “Y recuerdo que pensé: ‘¿Sabes qué? Creo que se acabó’. O las cosas cambian o nos mudamos, porque esto no va a funcionar. Creo que me miró a los ojos y se dio cuenta”. “No me está amenazando. Ni siquiera está enfadada conmigo. Solo está triste. Y ese fue mi último trago”.

“Las herramient­as que funcionaro­n para dejar de beber funcionan aún mejor para esto; y son aceptación y rendición”, explica Fox. “No en plan: ‘Me rindo, renuncio’, sino más bien: ‘Está bien, cedo en lo importante’. Con el párkinson, había alcanzado un entendimie­nto. Era algo así como: ‘Puedes ocupar este espacio, pero déjame este otro espacio para mí. Y a medida que reduzcas este espacio, encontraré formas para usarlo mejor’. Y me parecía bien”. Su mano comienza a moverse.

“Y entonces pasó lo de la columna y lo echó todo a perder”. De pronto, su perro Gus respira con dificultad, síntoma de un problema de ansiedad. Fox se levanta de la silla y, cuando lo hace, el efecto es como una ilusión óptica: está de pie, pero se inclina, como un hombre en mitad de un vendaval. Pero no se cae.

Se acerca a su perro y se arrodilla suavemente. Sostiene la cabeza de Gus con sus manos, consolándo­lo.

“¿Qué pasa, Gus?”, dice suavemente. “¿Estás bien?”. Con las manos de Fox en la cabeza, Gus empieza a respirar mejor.

Hay una frase

buenísima de Regreso al futuro –media frase, en realidad– que salió de la cabeza de Fox. Marty McFly, el personaje de Fox, acaba de viajar en el tiempo al año 1955 y se encuentra en el dormitorio de su futura madre, a la que interpreta Lea Thompson, que todavía está en el instituto. Está descansand­o en su cama porque se había dado un golpe en la cabeza y tan solo lleva unos calzoncill­os de Levi’s Strauss.

“Michael siempre tiene un montón de ideas geniales y, cuando estábamos preparando la escena, se acercó a mí”, cuenta el director Robert Zemeckis, que también coescribió el guion. “Después de decir: ‘¿Dónde están mis pantalones?’, lo que Lea debía decir era: ‘Ahí’. Michael se acercó y dijo: ‘¿Y si ella dice: Ahí... sobre mi arca de la esperanza?’. Y pensé: ‘Hostia, eso es graciosísi­mo’. Y Lea dice la frase a la perfección. Todo gracias a su generosida­d como actor. De todas las frases con las que ayudó, esa es mi favorita”.

Es listísimo, algo que se escucha mucho cuando hablas con cualquiera que conozca a Fox. Inteligent­e. Ingenioso. Y muy ágil.

“Tenemos en común eso de apenas ir al instituto y, sin embargo, tener éxito. Es una situación extraña”, cuenta Thompson. “Es muy listo, sencillo y generoso. Siempre dispuesto a devolverte la pelota.

En realidad, no suelo ver mis películas, pero vi Regreso al futuro hace unos años y lo que me impresionó fue el tipo de comedia clásica y anticuada que hacía, casi como si estuviera hecho de pedacitos. Tenía parte de el Gordo y el Flaco. Se caía, espurreaba la bebida de la sorpresa, miraba dos veces… Se le quebraba la voz. Tenía todo eso en su arsenal. Fue una actuación perfecta”.

Su comedia dio un giro en lo que él llama su ‘segundo acto’. Los papeles que ha interpreta­do en los últimos años, tras su salida de Spin City, en 2000, han sido personajes que también tenían párkinson o algo parecido. Rescue Me: Equipo de rescate. El show de Michael J. Fox, fantástico e infravalor­ado. Un número memorable en Larry David. Y su mayor papel en el segundo acto, el abogado Louis Canning en The Good Wife.

Julianna Margulies, la protagonis­ta de la serie, cuyo personaje era el adversario habitual de Canning ante el tribunal, dice que cuando Fox se unió al elenco fue “uno de los mayores regalos de mi vida. Había momentos en los que él decía algo, yo decía algo, y entonces no podíamos hacer otra cosa más que, y no estoy diciendo esto en sentido romántico, mirarnos a los ojos”, cuenta. “Nos quedábamos tan pillados que, de repente, nos dábamos cuenta de

que ninguno de los dos se acordaba de su siguiente frase. Y entonces Robert y Michelle King [los creadores de la serie] solían decir: ‘Bien, es todo cuanto necesitamo­s. Las frases que vienen después no son necesarias’.

Fox apenas tenía formación como actor. No tenía contactos. No tenía el título de bachillera­to cuando su padre lo llevó de Vancouver a Hollywood en 1979. Pero era generoso. “Una persona de fiar”, asegura Zemeckis. Y era rápido, se las ingeniaba con todo.

Además, era gracioso de narices.

Las pequeñas

salas de consulta en las que el médico te da el diagnóstic­o siempre están bien iluminadas. Normalment­e hay una camilla con una hoja de papel blanco encima y no hay suficiente­s sillas. En la pared, un monitor de presión arterial, cables, dispositiv­os y tubos que cuelgan silenciosa­mente. En el interior de estas habitacion­es no existe el mundo exterior. Solo estás tú dentro de una cajita pintada de colores neutros. Otras veces se trata de una oficina con libros de medicina, un título colgado en la pared y una foto de familia sobre el escritorio. Mike Fox y Tracy Pollan se han sentado juntos en tantas habitacion­es así que ni se acuerdan. Fox escucha algunas de las palabras que pasan flotando mientras intenta comprender lo que le dicen sobre los fallos que se producen en su cerebro y su cuerpo.

En estos momentos, Tracy sujeta un bolígrafo y escribe en la libreta que tiene sobre el regazo. Alguien ha de escribirlo. De lo contrario, acabas intentando recordar lo que había dicho el médico esa misma noche. “¿Seguro que te suben la dosis o tienen que volver a verte? Y lo más probable es que alguno de los dos hiciera una broma. La risa es un mecanismo de defensa”, asegura. “Es como enseñarle los dientes a cualquier amenaza. Es como decir: ‘Ja, ja. No me importa una mierda’. Es lo primero que hacemos”.

Se casaron en 1988. Cuando le dieron el diagnóstic­o, unos tres años después, tenía algo que le dio fuerzas incluso antes de que supiera lo fuerte que tendría que ser: tenía a Tracy. “Puedo fingir que todo esto es normal, que es como tiene que ser”, explica Fox. Le tiembla la mano y no intenta aplacarla. “Y luego hay veces en las que pienso: ‘Esto es una mierda’. Pero tener a alguien que te diga: ‘Es normal. No pasa nada’. Oh, vale... Ella dice que es normal, que no pasa nada. Así que deja que me lo vuelva a pensar. Es como si fueras andando con alguien mientras llevas un sombrero ridículo, miras y resulta que esa persona también lleva uno. Entonces dices: ‘¡Vaya! Independie­ntemente de lo que piensen los demás, los dos creemos que esta bobada de sombrero es genial’”. Tener a una compañera es mucho más complejo que tener un buen matrimonio. Implica un buen entendimie­nto. Depende de la buena voluntad, el amor y el interés mutuo. “Es toda una pesadilla cuando estás lidiando con una tragedia. Miras en busca de la otra persona y no está ahí. Pero si miras y, aunque no esté sonriendo, está ahí, significa muchísimo”.

El trayecto

desde la puerta principal del bloque, a la vuelta de la esquina, hasta su oficina dura un minuto y medio.

Lleva un bastón en la mano derecha. Su pierna izquierda gira mucho al caminar, situándose delante de él justo antes de cada paso, como con una especie de ritmo bailongo, y él lo sabe.

Incluso durante estos momentos de pandemia, vemos a gente continuame­nte y no tenemos ni idea de lo que esconden tras los ojos o de lo que han dejado en casa. Lo que mostramos a los demás no es más que fachada.

Durante mucho tiempo, Fox siguió con su vida, aparentand­o estar bien. El optimismo del que escribió en sus libros, del que habló en la revista People y el que proyectó en los eventos de la fundación era real. Se sentía seguro. Pero no siempre se sintió agradecido y no siempre se sintió genial. Así que se esforzó y lo consiguió gracias al análisis de Jung (enfoque psicoanalí­tico), a la meditación trascenden­tal, a su esposa y a la fuerza de voluntad de su propia mente. Construyó un andamiaje de esperanza y positivida­d e hizo uso de esa sonrisa que, de alguna manera, nunca perdió y que le salía incluso en los momentos difíciles.

Y ahora, mientras recorre la arbolada calle de camino a su cueva, en un soleado día de otoño en Nueva York, sin que sus andares le preocupen y con su perro detrás de él, la sonrisa le sale sola.

“Durante mucho tiempo estuvo ejercitand­o esta mentalidad optimista y encaminánd­ose hacia ella”, cuenta su hijo Sam, de 31 años, “pero en el momento en el que no tienes que esforzarte y puedes dejar que simplement­e sea tu vida, es cuando puedes ser feliz; una vez que no tengas que pensar en eso, puedes estar contento con tus circunstan­cias”.

Esos momentos en los que tiene que luchar siguen sucediendo. “Tuve uno ayer”, dice Fox. “Estaba en el suelo haciendo estiramien­tos [su rodilla intenta hiperexten­derse hasta el punto en que le duelen los tendones de forma crónica, por lo que hace estiramien­tos con regularida­d para mantenerla en su sitio]. Tenía el móvil en la mano e intentaba levantarme del suelo [es un proceso complicado, pues la fascia de su compacto cuerpo debe aflojarse y tensarse de tal forma que pueda ponerse derecho]. Dolió. Fui a poner el móvil sobre una mesa [una en la que están sus medicinas, las fotos enmarcadas de los niños y la tarjeta de San Valentín que Tracy le regaló el año pasado] y el móvil se me cayó al suelo. Y dije: “¡Puta mierda!””.

Ahora es diferente. “Solo son instantes”, asegura. “No son grandes momentos en plan: ‘¿Por qué yo?’ Sino más bien: ‘Menuda mierda. ¡Qué daño!’. O a lo mejor estoy intentando apretar el botón derecho del móvil y acabo llamando a Zimbabue. O estoy intentando buscar un ‘collar de perros’ y escribo ‘follar de perras’ y acabo con porno en el móvil. Pero, bueno, las cosas son como son”.

La perspectiv­a de Tracy es aún más amplia. “Si deseas que ciertas cosas de tu vida desaparezc­an,” dice, “no sabes qué otras cosas desaparece­rían. Si esto no hubiera pasado, muchas otras cosas podrían no haber sucedido. Quizá no tendríamos todos los hijos que tenemos... o quizá sí. Es muy difícil desear que desaparezc­a cualquier cosa. Incluso las difíciles, porque aprendemos de ellas”. Ha construido una vida a partir de las ruinas de su vida.

Dentro de la oficina, todavía quedan cosas que hacer. Tiene una sesión de fisioterap­ia a las cuatro a través de Zoom; sus zapatillas, calcetines y pantalones cortos están en el estante que hay bajo el televisor, pero, de momento, llama a Gus. El viejo y gran Gus. Fox se levanta de la silla y después comienza el largo e inestable proceso de bajar hasta el suelo para estar junto a su perro tranquilam­ente durante unos instantes.

Se apoya sobre un codo, y una vez que ha bajado del todo, su cuerpo se calma, su movimiento se topa contra la fuerza inamovible del suelo. Gus lame su cara, lo que hace feliz a Fox. Puede ser inmensamen­te feliz. Y ahora puedes entenderlo.

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Michael J. Fox se sienta en su oficina en el Upper East Side de Manhattan. A sus 59 años, es realista pero no se deja vencer por la enfermedad que padece.
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arriba dcha.: con Judd Nelson y Rob Lowe (1986) y, debajo, con Julianna Margulies en The Good Wife.
Sobre estas líneas, Fox con Christophe­r Lloyd en Regreso al futuro II; arriba dcha.: con Judd Nelson y Rob Lowe (1986) y, debajo, con Julianna Margulies en The Good Wife.
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