Grasa ¿Amiga o enemiga? ¿Te boicotea o te ayuda en el gym?
TENER BIEN FICHADOS a los amigos y a los enemigos (o, si lo prefieres, rivales) no siempre es una tarea fácil. Te ocurre con ese colega tan sonriente que no terminas de ver por dónde va. Te ocurre con Ryan Murphy cuando ves sus series en Netflix. Y te ocurre con las grasas. ¿Cuánto de buenas son las buenas (monoinsaturadas e insaturadas) y cómo de malas son las malas (saturadas)? A las pobres les ha salido muy caro ser el macronutriente que más sabor aporta a los alimentos, y se han visto muchas veces en la picota.
La lupa se colocó sobre ellas hace algunas décadas. “En EEUU ya no tememos a Dios o a los comunistas. Tememos a la grasa”. Son las palabras que, según el periodista Gary Taubes, pronunció en 2001 David Kritchevsky, un destacado bioquímico estadounidense y experto en nutrición. Kritchevsky escribió el primer libro sobre el colesterol, en 1958, en el que explicaba que esta sustancia es fundamental para el funcionamiento del organismo, pero que en determinados niveles puede provocar cáncer o enfermedades cardiovasculares. Algo que hoy muchos dan por sentado, pero que en aquel momento no se conocía tan bien.
UNA GUERRA HISTÓRICA Fue en EEUU donde comenzó la batalla contra los lípidos. “El miedo a las grasas surgió en los años 50, a raíz de la publicación del Estudio de los siete países llevado a cabo por Ancel Keys, un prestigioso científico en aquella época”, explica María Gil, nutricionista clínica y deportiva con consulta en Lleida e Igualada (Barcelona). “El estudio correlacionaba la ingesta de grasas (sobre todo las saturadas) con una mayor mortalidad por enfermedad coronaria. No obstante, fue un estudio fraudulento, ya que se seleccionaron solamente los datos de los países que confirmaban la hipótesis de Keys, y obviaron el resto (el estudio se hizo realmente en 22 países, no en siete)”. “A día de hoy, se sabe que la ingesta de grasas no afecta tan directamente a este tipo de patologías, y que se están escapando otros factores como el consumo de azúcares, de alcohol, el tabaco, el sedentarismo, etc.”, afirma Ángel Soriano, dietista-nutricionista con consulta en Chiclana de la Frontera (Cádiz) y miembro de Doctoralia. “Al parecer, hubo interés en señalar a las grasas como las culpables. Recientes estudios y revisiones han demostrado que las grasas, incluso las saturadas, no son las responsables de las placas de ateroma. Por otro lado, desde el punto de vista estético, las grasas han sido demonizadas debido a su alto aporte calórico. Cuando se pretendía reducir el consumo de calorías, se apuntaba primero a las grasas”.
La guerra antigrasa fue especialmente cruda a partir de los años 70. Y de ahí, como de costumbre, se trasladó al resto de Occidente. En septiembre de 2016, una investigación llevada a cabo por Cristin Kearns, de la Universidad de San Francisco, y publicada en la revista de la Asociación Americana de Medicina reveló que la industria azucarera había pagado a algunos científicos durante la década de los 50 y los 60 para que culpasen a
“LOS LÁCTEOS enteros son más saciantes y nutritivos, ya que la presencia de grasa favorece la absorción de vitaminas liposolubles (A, D, E y K). Aunque los desnatados naturales también tienen cabida en determinados contextos” (María Gil)
la grasa de las enfermedades del corazón. Dos de esos estudios, elaborados nada menos que por investigadores de Harvard, fueron publicados en 1967 en The New England Journal of Medicine e influyeron en las recomendaciones oficiales de consumo que se hicieron durante los años posteriores. Detrás de ello estaba la Sugar Research Foundation, la asociación por la investigación sobre el azúcar, con obvios intereses. Logró contratar a Marcos Hegsted, profesor del Departamento de Nutrición de la Escuela de Salud Pública de Harvard, quien aseguró que solo había que tener cuidado con las grasas y el colesterol. Del azúcar no dijo nada. En las décadas siguientes, el consumo de grasas saturadas fue descendiendo en EEUU… pero la obesidad no solo no se redujo, sino que se multiplicó. Hoy, más del 19% de los niños y jóvenes entre 2 y 19 años son obesos, según los datos de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades. Una investigación publicada en The New England Journal of Medicine (de nuevo) en diciembre de 2019 aseguró que más de la mitad del país será obeso y uno de cada cuatro estadounidenses serán severamente obesos (es decir, con más de 45 kilos de sobrepeso) en 2029 si no se toman medidas ambiciosas al respecto. Buena parte de los expertos coinciden en señalar el excesivo consumo de carbohidratos, y en concreto azúcares, como una de las principales causas de esta epidemia.
Por supuesto, a España llegó la moda de evitar las grasas y ponerle a todo ‘light’, con versiones desnatadas o desgrasadas de los productos lácteos, por ejemplo. Sin embargo, en nuestro país las grasas y los aceites se computan de manera conjunta. Y, al contrario que en EEUU, su consumo ha aumentado desde los años 50. En concreto, en 1950 el consumo de lípidos por persona y día era de 66 gramos; en 2006, de 126 gramos. Son datos extraídos del informe Transición nutricional en España durante la historia reciente, encabezado por la doctora María Dolores Marrodán, de la facultad de Biología de la Universidad Complutense de Madrid. Las cifras del Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación (MAPA) son similares: entre 1964 y 2005, los españoles consumimos un 44% más de grasa. “Hay que diferenciar entre grasas animales y grasas vegetales”, apunta José Berasaluce, historiador, autor del libro
El engaño de la gastronomía española y director de Másterñam en la Universidad de Cádiz. “España nunca fue un país de grasas, pero vivimos en un proceso de colonización gastronómica y de pérdida de soberanía alimentaria brutal. Otros modelos alimenticios invaden nuestra forma de alimentarnos y causan un grave problema de sostenibilidad y destrucción masiva de nuestra cultura gastronómica. Los modelos foráneos que nos imponen el cine, la sociedad capitalista ultraliberal y las grandes tecnológicas de la entrega a domicilio están destruyendo con sus grasas saturadas nuestra forma de alimentarnos y favoreciendo unas generaciones venideras de obesos y enfermos cardiovasculares, lo que provocará un grave problema de salud pública”.
“EN ESPAÑA, EL CONSUMO
Ede grasas es relativamente alto (cerca del 40% de las calorías totales), según el estudio ANIBES”, dice María Gil. “Gran parte del aporte lipídico proviene del aceite de oliva, seguido por las carnes y derivados y los lácteos”. “Lo peor es que se veía que había un consumo más elevado de lo recomendado de grasa saturada (>10%). De todas formas, habría que analizar de nuevo de dónde viene esta grasa saturada, porque no todas las grasas saturadas son perjudiciales”, puntualiza Anabel Fernández, dietista-nutricionista de Koa Center, en Barcelona.
En efecto, tanto el consumo de aceite de oliva virgen extra (AOVE) como el de carne han aumentado en España. El de AOVE creció un 9% en 2020, según los datos del MAPA. Es uno de nuestros productos estrella, y consumido en frío aporta muchos beneficios, como el aumento del colesterol bueno (HDL), la reducción del malo (LDL), la prevención de la diabetes o su contribución al control de la hipertensión arterial. Incluso para freír, diversos estudios han concluido que es más saludable que otros aceites, como el de girasol, el de palma o el de coco. Además, se ha estudiado su efecto protector contra algunas enfermedades.
Pero ¡ojo! Nuestro oro líquido es también hipercalórico, ya que casi en su totalidad está compuesto por lípidos. Ten en cuenta que un solo gramo de grasa aporta 9 calorías, frente a las 4 calorías por gramo de los carbohidratos y las proteínas. Por tanto, aunque sea beneficioso, hay que controlar su consumo. El
estudio Prevención con dieta mediterránea (PREDIMED) establece que la cantidad diaria recomendada de aceite de oliva virgen extra oscila en torno a los 40 ml, lo que son unas cuatro cucharadas soperas. “Eso ha calado en la población”, asegura la doctora Marisa Calle, miembro del Comité de Nutrición de la Fundación Española del Corazón de la Sociedad Española de Cardiología. “Se consume más aceite de oliva virgen y virgen extra que otros aceites, como los de semillas”.
Entonces, ¿podríamos decir que le hemos perdido el miedo atávico a las grasas? “El foco se ha desviado un poco más hacia el azúcar, pero sigue habiendo coletazos de mitos que nos vienen de esos años. Aún hay mucha gente que tiene miedo de comer huevo porque le aumenta el colesterol; o de comer aguacate porque, al ser muy graso, engorda”, indica Anabel Fernández. “Actualmente, las grasas ya no están tanto en el punto de mira”, asegura María Gil. “Ahora se tiende a señalar a los carbohidratos, y específicamente
al azúcar, como la causa de todos los males. Como pasó con las grasas, eso es un enfoque reduccionista. Las personas tenemos tendencia a señalar moléculas o nutrientes concretos como los culpables de problemas complejos, como el aumento de las tasas de obesidad. Esto es un error, ya que se trata de problemas que dependen de muchas variables. Sin duda, la hiperaccesibilidad a productos ultraprocesados, ricos en grasas de mala calidad, azúcar y sal, es uno de los contribuyentes, pero no el único, ni mucho menos”.
ESPAÑA CARNÍVORA
Es otra de las grandes fuentes de grasa, y lo cierto es que en España somos especialmente carnívoros: los datos de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés) dicen que somos el mayor consumidor de carne de la Unión Europea, con una media de 275 gramos al día por persona. Durante la primera semana del confinamiento, las ventas de carne de pollo y cerdo se dispararon un 20%, según el informe Análisis de consumo en el hogar, del MAPA. “Durante mucho tiempo, en este país se creía que si no se había comido carne, no se había comido. Cambiar ese tipo de percepciones es muy complicado”, reconoce la doctora Marisa Calle.
De la carne roja se ha dicho desde que es la mejor fuente de proteínas hasta que puede aumentar el riesgo de sufrir cáncer. La duda planea sobre ella desde su mera descripción. ¿Qué es realmente carne roja? ¿Toda la que procede de los mamíferos? ¿Solo la de algunos? Veamos. Por lo general, se considera carne roja la de vacuno (ternera, buey, toro), la de caza mayor (jabalí, cabra montesa o ciervo), la de caza menor (perdiz, pichón o liebre), la de caballo y la casquería (hígado, riñones, gallinejas...). Por el contrario, la de pollo, pavo o conejo se considera carne blanca. Aunque haya una raza denominada ternera blanca gallega, por ejemplo, su carne sigue siendo roja. ¿Y qué hay del cerdo? Pues las organizaciones más reconocidas (como la OMS, el Centro Internacional de Investigaciones sobre el Cáncer, la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria o el Departamento de Agricultura de EEUU) aseguran que se trata de carne roja. Otra teoría (utilizada con intereses económicos) dice que depende de la edad del animal, de su alimentación o del corte en cuestión, y así considera el solomillo de cerdo carne roja, mientras que clasifica el lomo como carne blanca.
La roja se llama así por su color, obviamente, pero lo que le confiere ese tono es una proteína que actúa de pigmento de la sangre, llamada ‘mioglobina’. Esa proteína tiene que ver con el tipo de hierro que aporta (el del grupo hemo), fácil de asimilar por el organismo. El zinc es otro de los principales minerales que aporta la carne roja. Resulta fundamental en el metabolismo de los carbohidratos, en la cicatrización de las heridas o en el sistema inmunitario. Entre sus vitaminas destaca especialmente el aporte de la B12, necesaria para el funcionamiento de las neuronas o para la creación de glóbulos rojos. El perfil proteico de la carne roja también es muy interesante, ya que aporta proteínas de alto valor biológico (es decir, que tu cuerpo las asimila con facilidad) y en gran cantidad (15-25%). Podríamos continuar con el listado de los micro y macronutrientes que aporta la carne roja, pero la conclusión es la misma: posee un perfil nutricional muy destacado.
En los últimos años se ha dicho que la carne roja está ligada a un aumento del riesgo de sufrir enfermedades cardiovasculares e incluso cáncer. Pero aquí es necesario entrar en matices. El debate sobre la carne en los úl
EL DIETISTA Ángel Soriano recomienda tomar un café solo con una cucharadita de aceite de coco virgen antes de entrenar para disfrutar de los beneficios ergogénicos de esta grasa. Ojo, no más de 15 g o podrías acabar dando viajes al baño.
timos años se ha centrado mucho en su color y ha dejado de lado otra cuestión muy importante: si es procesada o no. Hemos bajado tanto la guardia con ella que es la más consumida en nuestro país después de la de pollo, y siguiéndola muy de cerca. Pero ¿qué se considera carne procesada? “La que ha sido transformada a través de la salazón, el curado, la fermentación, el ahumado, u otros procesos para mejorar su sabor o su conservación”, según la OMS. Es decir: hamburguesas, salchichas o embutidos como el chorizo, el salchichón, la butifarra, la mortadela, el beicon o el jamón york. Y sí, también nuestros queridos jamón serrano y jamón ibérico. “Podemos discutir si todas las carnes procesadas son iguales y, en mi opinión, creo que el grado de procesamiento tiene que influir… pero los estudios no separan las carnes por grado de procesado”, matiza Anabel Fernández. EL QUID DE LA CUESTIÓN está aquí por lo siguiente: en 2015, la OMS clasificó la carne roja como Grupo 2A, es decir, probablemente cancerígena (en concreto, relacionada con el cáncer de colon, de páncreas y de próstata) para los seres humanos. En este caso, la organización habla de evidencia limitada. Sin embargo, la carne procesada fue clasificada como Grupo 1: cancerígena. Aquí asegura que hay suficiente evidencia entre su consumo y el cáncer colorrectal. Puntúa que también hay una asociación con el cáncer de estómago, pero que la evidencia no es concluyente. Pero hablemos de cantidades. ¿Cuánto es ‘mucho’? “Un análisis de los datos de diez estudios estima que cada porción de 50 gramos de carne procesada consumida diariamente aumenta el riesgo de cáncer colorrectal en aproximadamente un 18%”, dice la OMS.
“Cabe decir que se trata de cifras modestas”, puntúa María Gil. “Para ponerlo en perspectiva, fumar incrementa el riesgo de cáncer de pulmón más de un 1.500%, mientras que el consumo de cada 50 g diarios de carne procesada adicional aumenta en un 18% el riesgo de cáncer colorrectal”.
“Si nos centramos en la carne roja, lo cierto es que los estudios que hay hasta el momento no ven una gran relación entre su consumo y un deterioro de la salud, aunque tampoco una mejora”, asegura
Anabel Fernández. “Por ello, se puede decir que el consumo de carne roja puede ser una fuente de proteína más, pero no la principal. Hay otras fuentes, como el pescado o las legumbres, que sí están ligadas a mejoras de la salud”.
¿Ha sido tradicionalmente la carne roja un alimento importante en España? “El consumo masivo de carne roja estaba ligado a pequeñas producciones ganaderas y la carne de caza como algo minoritario”, explica José Berasaluce. “Realmente, la dieta española está presidida por el modelo mediterráneo. Cereales, vinos, pescados, legumbres y aceite de oliva, y una gran huerta muy productiva y minifundista. Hace 40 años la carne de ternera era un artículo de lujo para la clase obrera”. Dentro de nuestro país hay diferencias entre comunidades autónomas en el consumo de carne. “Según el Informe de Consumo de Alimentación en España de 2019, destacan Castilla-La Mancha, Castilla y León y Galicia, así como Aragón, como las que tienen una proporción de consumo más alta que su proporción de peso poblacional”, dice Anabel Fernández.
LAS GRASAS TRANS
Visto lo visto, cualquiera diría que las grasas animales podrían ser malas, pero que las de origen vegetal son todas buenas. ¡Meeec! Error. Aquí entran en escena las grasas trans. “Son grasas de origen vegetal que de manera artificial se han hidrogenado, es decir, se les ha añadido hidrógeno”, explica Ángel Soriano. “Este hidrógeno añadido cambia la forma de la molécula a su forma trans. De ahí su nombre, que no es más que una nomenclatura química para diferenciar moléculas iguales con diferente forma. El hecho de que una grasa sea trans le otorga ciertas propiedades, en este caso negativas para la salud (a diferencia, por ejemplo, del omega-3, que tiene grandes beneficios). La principal consecuencia negativa es su poder aterogénico: es decir, el de formar placas de ateroma. Pero, además, debemos tener en cuenta en qué tipo de alimentos encontramos las grasas trans, también denominadas aceites vegetales hidrogenados. Están en ultraprocesados y productos de bollería industrial, por lo que dichas grasas vienen acompañadas de harina refinada y mucho azúcar. Por eso, los riesgos se multiplican”.
Entonces, si son tan malas, ¿por qué se fabrican? Pues por dinero. “Este proceso industrial busca transformar aceites líquidos (como el de soja, girasol, maíz...) en grasas sólidas a temperatura ambiente, con fines tecnológicos o comerciales (proporcionan una determinada textura y características organolépticas a los productos, y alargan su vida útil)”, indica María Gil. “Suelen estar presentes en algunos productos ultraprocesados, como la margarina, bollería, comida precocinada, pizzas congeladas… El consumo de grasas trans incrementa el riesgo de enfermedad cardiovascular de forma clara. Aumenta los niveles de colesterol LDL y disminuye los del colesterol HDL. La ingesta de este tipo de grasas se asocia también con un mayor desarrollo de ateroesclerosis, un incremento en el riesgo de diabetes y una mayor inflamación sistémica de bajo grado”.
En mayo de 2018, la OMS planeó eliminar los ácidos grasos trans de producción industrial del suministro mundial de alimentos para el año 2023, ya que les atribuye más de 500.000 muertes al año en el mundo por enfermedades cardiovasculares. Así que lo mejor es que destierres de tu vida este tipo de grasas y en su lugar abraces las que pueden hacer mucho por ti.