NO ES TU CULPA
¡DING! SUENA TU TELÉFONO MÓVIL y miras la pantalla. Es una notificación de WhatsApp. Se trata de otra cadena con información “que no quieren que sepas”, que arriba lleva la advertencia de “reenviado muchas veces” y cuya fuente serías incapaz de indicar.
Pero lo que dice el mensaje te parece razonable, así que decides reenviarlo a tus más allegados. La información es poder y tú quieres lo mejor para ellos. Quién sabe si con eso les estás haciendo un favor y así pueden adelantarse a un problema. Por si acaso, ahí va. Reenviado.
Sin quererlo, estás formando parte del gran engranaje de la desinformación, que se nutre de los bulos o las fake news, pero que no sería nada sin ti. En concreto, eres el último eslabón. Y esa cadena, a juzgar por los datos, se ha hecho mucho más grande desde que estalló la pandemia de covid. El 90% de la población española entre 16 y 65 años puede ser víctima de un ataque de desinformación, según un informe publicado el pasado agosto por el Centro Criptológico Nacional (CCN), dependiente del Centro Nacional de Inteligencia (CNI). La pandemia ha disparado el volumen de mentiras que circulan prácticamente sin freno. Desde que comenzó se han realizado más de 9.000 verificaciones en todo el mundo relacionadas con el virus, según la Red Internacional de Fact Checking (IFCN). En paralelo, ha aumentado la preocupación social respecto a los bulos: un 85% de los españoles creen que la desinformación es un problema para el país, diez puntos más que la media europea, según el Eurobarómetro bianual publicado el pasado mayo. El mismo mes, un informe del Instituto Reuters ofreció unos datos similares sobre la circulación de fake news: el 83% de los españoles aseguran que a menudo les llega información falsa o engañosa (dos conceptos que no son exactamente lo mismo).
Con este panorama, no es extraño que los profesionales sanitarios se hayan enfrentado a un alud de bulos a lo largo de los últimos casi dos años. Y, además, crecen con el paso del tiempo. El número de sanitarios que han atendido consultas relacionadas con tratamientos contra el covid sin ninguna evidencia científica ha aumentado en más de nueve puntos, de un 64,5% en 2020 a un 73,7% en 2021, según el IV Estudio de Bulos en Salud-Covid-19, elaborado por el Instituto #SaludSinBulos y Doctoralia. “Antes veíamos a gente joven que venía a consulta habiendo buscado información por Internet. Pero con la pandemia eso ha cambiado, y ahora son pacientes de todas las edades. Se malinforman a través de las redes sociales”, reconoce la doctora Laura Garrido, otorrinolaringóloga del Hospital Universitario Sanitas La Moraleja y Hospital Virgen del Mar, en Madrid. “Llegan pacientes que se muestran reacios a las vacunas, por ejemplo, porque creen que causan problemas de fertilidad o retrasos en el crecimiento de los niños. Hay que ser cautos, porque es algo nuevo y desconocido, pero también hay que filtrar la información. Es muy legítimo no querer vacunarse, pero debe ser una decisión fruto de una información rigurosa, exhaustiva y muy bien contrastada”.
¿Estamos entonces ante una infodemia? Según la OMS, sí. “Esta es la primera pandemia de la historia en la que se emplean a gran escala la tecnología y las redes sociales para ayudar a las personas a mantenerse seguras, informadas, productivas y conectadas. Al mismo tiempo, la tecnología de la que dependemos para
VIVIMOS UN TIEMPO EN EL QUE LA DESINFORMACIÓN SE EXPANDE COMO UNA IMPARABLE ENFERMEDAD INFECCIOSA. ES LA ‘INFODEMIA’
mantenernos conectados e informados permite y amplifica una infodemia que sigue minando la respuesta mundial y comprometiendo las medidas para controlar la pandemia”, según el organismo internacional. “La información incorrecta trunca vidas”.
Pero no te culpes en exceso por reenviar esa clase de mensajes, porque ni eres el único ni el peor. Detrás de un bulo bien fabricado y difundido suele haber una infraestructura ad hoc. La automatización de perfiles en Twitter, por ejemplo, está prohibida. Sin embargo, sigue existiendo. “Es difícil rastrear el origen de un bulo. Lo que sí se puede saber es su actividad”, explica Julián Macías Tovar, analista de redes y fundador de Pandemia Digital, un observatorio contra la desinformación. “Las cuentas automatizadas son fáciles de detectar: su número de seguidores y de seguidos son prácticamente el mismo, porque construyen una red en la que se apoyan unos a otros. Y van replicando los mismos mensajes, como una cámara de resonancia. Aunque el movimiento antivacunas es transversal, en España la mayoría de estas cuentas están asociadas a la ultraderecha”. Pero ¿con qué objetivos se ponen
en marcha estas mentiras? “Hay muchos motivos, y no siempre están claros. En ocasiones se trata de desacreditar a un adversario; otras de generar un determinado clima de opinión”, indica Tomás Rudich, fact-checker en Newtral, una media startup fundada en enero de 2018 por la periodista Ana Pastor y entre cuyos cometidos está la verificación de datos. “Las fake news pueden incluso interferir en resultados electorales. Otras veces buscan atraer tráfico, generar audiencia, interacciones… En algún caso puede haber una motivación económica. A veces se originan por una confusión. Pero los motivos políticos y económicos son los principales”. Es algo en lo que coincide Julián Macías Tovar. “En los motivos políticos de quienes difunden bulos sobre la pandemia suele estar la oposición a la Agenda 2030, hablan de ser políticamente incorrectos… Normalmente atacan los consensos de grandes mayorías que, en realidad, no están en debate, como también puede ser el cambio climático o los derechos de las minorías”.
El resultado es que vivimos tiempos extraños, en los que grandes figuras públicas e incluso partidos políticos o autoridades sostienen teorías sin ningún fundamento científico. Desde que las vacunas causan autismo hasta que inyectarse lejía podría ser bueno contra el covid, como llegó a asegurar en abril de 2020 el mismísimo presidente de EEUU en aquel momento, Donald Trump. Acto seguido, las autoridades sanitarias e incluso el fabricante de un popular desinfectante tuvieron que pedir a la población estadounidense que no hiciera tal cosa. En España no nos hemos quedado atrás. El cantante Miguel Bosé aseguró en junio de 2020 que las vacunas pueden portar microchips y activar el 5G para el dominio global.
De hecho, las vacunas se han convertido en la diana preferida de la desinformación. El anteriormente citado IV Estudio de Bulos en Salud-Covid-19 concluyó que el 81,3% de los bulos detectados en las consultas médicas tenían que ver con la vacuna. Y el 45% de los médicos indican que las redes sociales son el principal canal de difusión de mentiras, seguidas (con un 25%) de WhatsApp y otros servicios de mensajería instantánea similares.
En realidad, lo que ha ocurrido con el combinado de la pandemia y las redes sociales es la extensión de lo que lleva sucediendo más de una década. En 2008 llegaba Facebook a España. Cambiaría nuestras vidas mucho más de lo que podíamos imaginarnos por entonces: no solo la manera
de relacionarnos entre nosotros, sino también de pensar. Eli Pariser, cofundador de New Public (una organización que trabaja por crear mejores espacios digitales), lo resumió en su libro El filtro burbuja. Cómo la red decide lo que leemos y lo que pensamos (Taurus, 2017): los filtros de Google o Facebook que permiten la máxima personalización constituyen una vuelta al universo ptolemaico, en el que el Sol y todo lo demás gira a tu alrededor. Puedes consumir solamente la información que te dice lo que te gusta escuchar e interactuar solo con los usuarios que te dan la razón. Pero el precio que debes pagar por ello es reducir los encuentros casuales que dan origen al conocimiento y al aprendizaje, como resultado natural del choque de culturas distintas. Si solo te mueves en territorios conocidos, nunca aprenderás nada nuevo. Tan solo conseguirás reafirmarte en tus ideas o prejuicios y, a la postre, alimentar la polarización social. Algo que, al parecer, adoran los algoritmos de las redes. “El algoritmo de Facebook valora con un punto el like sencillo, el de siempre. Pero valora con cinco puntos la reacción de enfado”, indica Julián Macías Tovar.
“Los nuevos medios han permitido que cualquier persona pueda decir lo que quiera y que eso tenga su influencia”, dice Josep Lluís Gómez Mompart, catedrático emérito de Periodismo de la Universitat de València. “A esto se añade lo que se ha denominado ‘posverdad’: contar lo que nos interesa o nos gusta, sea cierto o no. No es que no hubiera desinformación en el pasado, es que las herramientas actuales permiten que se expanda mucho más”. Tomás Rudich apunta en la misma línea: “La verdad importa cada vez menos. Tendemos a compartir contenidos que refuerzan nuestras ideas previas, y además vivimos en sociedades cada vez más polarizadas”.
Por supuesto, la crisis de credibilidad de los medios de comunicación tradicionales también tiene mucho que ver. “Cuando los medios apostaron por lo digital trataron de captar la atención de todo el mundo, con la consiguiente pérdida de calidad”, nos cuenta Sally Lehrman, una galardonada periodista fundadora de The Trust Project, un consorcio internacional de medios en pos de la transparencia. “Los periódicos y las revistas no han sido capaces de encontrar un buen modelo de negocio. Google y Facebook se han hecho con la mayoría de los anunciantes, incluso a pesar de que el contenido está elaborado por los medios. A eso se le une la gran huida de anunciantes a raíz de la pandemia”.
En el caos de Internet y las redes sociales, diferenciar la verdad de la mentira puede salvarte la vida. En las siguientes páginas te echamos una mano para que te conviertas en un ‘cazabulos’.