Motor Clásico

AL VOLANTE DEL 850 COUPÉ

TIERRA DE SIDRA Y TXAKOLÍ. GUETARIA VIVE CON UN OJO PUESTO EN EL CANTÁBRICO

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Son 47 caballitos (DIN), pero muy voluntario­sos. Incluso para darle más realce, la cifra de potencia solía indicarse en su día en CV SAE, subiendo entonces a 52. «Y con la posibilida­d de alcanzar los 140 km/h», auguraban los anuncios más optimistas. Lo cierto es que el primer coupé de Seat cumplía con las expectativ­as: era llamativo, tenía todos los matices deportivos que se esperaban y andaba como un tiro. 138 km/h registraro­n los colegas de Autopista en 1967. Cincuenta años después, lo hemos vuelto a comprobar primero en el rápido circuito de Los Arcos y luego en las subidas y bajadas de la sierra de Urbasa, donde exprimiend­o la segunda y la tercera, el 850 rueda ligero y todavía es capaz de hacer divertida su conducción. Es más, el motorcito de 843 cc invita a llevarlo alto de vueltas para dar lo mejor de sí. El grupo corto y el fácil manejo del cambio ayudan a mantener ese rango entre 4.000 y 5.000 vueltas en el que despliega su alegría. Y todavía aguanta 1.000 revolucion­es más sin ningún miramiento. Porque además del motor, el bastidor está a la altura, más aún después de pasar por el taller de Seat Coches Clásicos. Guiándolo fino, no se sale de la trazada, es estable y frena lo que cabe esperar de su modesta pero gallarda deportivid­ad.

No es mi intención engañarles, amables lectores, pero para alcanzar este pequeño paraíso en el corazón de Urbasa hay que caminar. Nada que no se sobrelleve con soltura sabiendo lo que nos espera al final del paseo. Apenas media hora entre el aparcamien­to y la cascada. Atravesand­o bosques enmarañado­s de hayas, disimulado entre enebros, robles, tilos y fresnos, parece esconderse el Nacedero.

Hay que sacar el almuerzo y reponer fuerzas oyendo correr el agua y alguna queja perdida de los pájaros importunad­os por nuestra conversaci­ón. El agua, y la misma naturaleza, se desborda en la sierra de Urbasa y llega a este lugar fascinante. A veces conviene olvidarse del reloj y darse un respiro. Quien ande bien de piernas y de ánimo puede acercarse al cercano Balcón de Pilatos, vale la pena.

De vuelta a la civilizaci­ón, cruzamos Urbasa y Lizárraga contravini­endo en algún momento las normas de circulació­n al volver la vista hacia el paisaje, tal es la belleza que nos rodea. «Vista siempre al frente», recuerdo de mis años de estudio del Código de Circulació­n, y decidimos respetar la orden cuando un rebaño de ovejas desfila por la carretera a ritmo cansino ajeno a las leyes que dictan los hombres. ¿Quiénes somos nosotros para interrumpi­r su ovino quehacer? Aparcamos en un lateral, nos armamos de paciencia y aprovecham­os para sacar algunas fotos, ¡qué tranquilid­ad se respira coronando el Urbasa!

Pero queda camino. Atravesamo­s preciosos valles cerca del parque de Aralar, donde pastan las ovejas «latxas» en tierras del Idiazábal, dejando atrás por la Gi-631 Beasaín, Ormaiztegu­i, Zumárraga y Azpeitia. Estamos llegando al territorio del txakolí, Zarauz y Guetaria, donde nos esperan los muchachos de Txomin Etxaniz para enseñarnos los secretos de este curioso vino blanco.

Aparcamos con el tiempo justo de comer un buen besugo en el puerto, regado en su justo punto, y dar un paseo con el Ratón de Guetaria al fondo. Es ésta, tierra de pescadores, y todo en el pequeño pueblo nos recuerda al Cantábrico. En la costa se vive por y para la mar. Aquí nació Juan Sebastián Elcano con una idea en la cabeza:

dar la vuelta al mundo. Y como buen vasco se armó de paciencia y lo consiguió, fue el primero en hacerlo.

Preguntamo­s a un guetaiarra por la bodega, y nos contesta que si llevamos coche. «Coche no, ¡llevamos un cochazo!». Bromas aparte, Txomin Etxaniz se encuentra en el monte, junto al pueblo, pero con sus viñas buscando el mínimo sol de la zona en lo alto de la colina. Allí que nos vamos jugando con las marchas cortas.

El txakolí es un vino joven y afrutado, que en los últimos años ha suavizado mucho sus formas dejando en segundo plano una acidez que lo hacía demasiado áspero al paladar. Pero el trabajo en bodega y el mayor cuidado de la viña ha conseguido que la «hondarribi zuri» Ð que a este nombre responde la variedad viníferaÐ , exprese mejor lo que lleva dentro. Iñaki Txueka nos abre las puertas de su bodega y nos lleva directamen­te a la sala de catas. Pronto nos animamos y salimos fuera aprovechan­do el calorcillo que nos ha brindado el txakolí. Tomar unos vasos en buena compañía alegra los ánimos e invita a la confidenci­a.

En la terraza las vistas son simplement­e espectacul­ares, rodeados del viñedo y con el Cantábrico rugiendo allá a lo lejos. «No conozco mejor sitio que éste para abrir una botella», nos comenta el bodeguero, nuestro anfitrión en los descorches, «ver la mar y echar un vaso de txakolí sin prisa es una sensación maravillos­a». Tienes razón Iñaki, tienes toda la razón.

Empieza a atardecer y nos espera San Sebastián. No miento si dijera que echaría lo que queda de tarde charlando de lo divino y de lo humano con este feliz bodeguero, pero hay que decir adiós, «agur» en este caso. Al arrancar hacemos cuentas, 20 kilómetros más y habremos completado los 200 previstos. Por la carretera de la costa llegamos a Zarauz y en un suspiro a San Sebastián. Está anochecien­do.

San Sebastián, la elegante y sofisticad­a Donosti, la ciudad que suspira recordando la Belle Époque, nos invita al paseo por la playa de La Concha para disfrutar de la vista de la isla de Santa Clara, atrapada en la bahía y feliz en su soledad. Es una postal. El Cantábrico, siempre presente, llega con fuerza y nos «obsequia» con un toque salado que deja claro dónde estamos. Cuando la mar se enfada y el Cantábrico enviste en las playas de Ondarreta, La Concha y Zurriola, tiemblan los cimientos donostiarr­as.

Tras este salino aviso, decidimos que conviene refugiarse en el Casco Viejo, dando por hecho el permiso de nuestro fiel 850 que finalmente descansa tras una afanosa jornada. Es hora de zambullirs­e en la zona de «txikiteo». Con la plaza de la Constituci­ón como punto de referencia, la vida cambia de ritmo y nos acomodamos al que marca el deambular entre barra y barra, dejándonos llevar por el alegre chisporrot­eo de la sidra y el txakolí.

Con un vaso de Etxaniz en una mano y un «pintxo» en la otra, recordamos lejano el circuito de Los Arcos. Han pasado sólo 12 horas, pero parecen un mundo¼ Sin duda un día largo e intenso, pero en la Bella Easo bien está lo que bien acaba. ¡Salud! mc

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 ??  ?? Un descanso en el camino. A veces vale la pena parar a un lado de la carretera, disfrutar del paisaje y ver la vida al ritmo de la naturaleza. Hasta los burros nos miran con asombro preguntánd­ose a qué viene tanta prisa, qué será eso del estrés humano¼
Un descanso en el camino. A veces vale la pena parar a un lado de la carretera, disfrutar del paisaje y ver la vida al ritmo de la naturaleza. Hasta los burros nos miran con asombro preguntánd­ose a qué viene tanta prisa, qué será eso del estrés humano¼
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