Pocas colecciones nos han deslumbrado tanto como la de Eduardo de Ory, cientos de coches y motos, y todo en uso.
Debo haber perdido la cuenta de las colecciones que hemos visitado a lo largo de los años, y algunas de ellas eran impresionantes, pero esta nos ha dejado completamente anonadados. Creo que en España hay muy pocas o ninguna comparable, porque sin contar con los museos, ¿dónde encontramos alrededor de ciento cincuenta coches y varios centenares de motos?
Ciertamente, la hoy disgregada colección de la Fundación Toda en Madrid debía ser superior en número, y la de Manolo Ferreira en Galicia lo es por la exclusividad de ciertas piezas, pero ninguna de ellas contiene tantísimas motos. Fue el inefable Jaime Barrigá quien me apercibió de su existencia —«tienes que venir a verla, Manuel, es algo verdaderamente fuera de serie»—, y no exageraba. Cuando entramos en la nave donde se guarda la mayoría de los vehículos (hay más, sobre todo motos para restaurar, en unos almacenes de San Fernando), Pere Nubiola y yo no dábamos crédito a nuestros ojos. Pero antes de lanzarme a tratar de describir lo indescriptible será mejor conocer un poco al «culpable» de ello.
Eduardo de Ory —«Llámame Lalo, como todos»— es un tipo la mar de interesante que proviene de una antigua familia gaditana de marinos, periodistas y literatos, de la que debe haber heredado algo de esa creativa excentricidad a la que suma su propia curiosidad innata por toda suerte de ingenios w. Admite de buen grado que le chiflan las cosas mecánicas desde que era un chaval. «Por entonces ya enredaba con los motores, le iba el tema y mucho», me comentaba Jaime Barrigá, nuestro común amigo.
De jóvenes solían ir un grupo de quemadillos gaditanos a Barcelona cada año, a ver las 24 Horas de Montjuïc, él (Jaime) sobre su Montesa y Lalo en su Bultaco. «Nosotros llevábamos las mochilas llenas de viandas para el viaje, y cuando él y sus amigos abrían las suyas empezaban a sacar culatas, cilindros, tubarros y toda clase de piezas para sus motos, y es que las tenían trucadas hasta las trancas...»
Ingeniero técnico de formación, Lalo se ha dedicado profesionalmente a la electrónica y, pese a haber andado siempre trasteando con motos y coches, nunca imaginó que acabaría formando una colección de semejante enjundia. Cuando llegamos justo estaba desembalando un enorme y reluciente Ford Fairlane 500, blanco y rojo, recién llegado de EE.UU. (ver recuadro), donde suele comprar, generalmente a través de internet, muchas de sus piezas. Y también en Gran Bretaña, un país que ya se ve que le tira mucho, a juzgar por el origen de los vehículos que tenemos delante.
Es difícil saber por dónde empezar. Tal vez por este nutrido repertorio de roadsters MG (J2, TC, TD, TF, A...), de valiosos Morgan de tres y cuatro ruedas, de coupés y berlinas Jaguar, y hasta derivados (Kougar, Proteus), todos propulsados por el hexacilíndrico XK, de mayestáticos Rolls Royce... Entre los de origen yanqui vemos tanto modelos de entreguerras como grandes coupes de los años 40, así como una buena muestra de mitos mecánicos del rock and roll: Ford Thunderbird 1955, Chevrolet Bel Air 1957, Ford Mustang 1965, y un ramillete de Corvettes de las primeras añadas.
Encontramos muy pocos automóviles de fabricación italiana (Alfa Romeo, Ferrari) y alemana (Mercedes, Porsche, VW), algunos clásicos populares franceses e italianos, y un puñado de aparatos realmente raros: un «hot rod» americano sobre base Ford, varias pseudo-réplicas y «kit car» ingleses tipo Kougar, un triciclo Bond Bug, otro con mecánica de Honda 500 CX Turbo, un extravagante cabrio Jaguar de paternidad desconocida…
Y todo eso, ¿de dónde sale? «Bueno, a veces cuando vas buscando algún modelo en concreto de topas con cosas
ES FÁCIL SUFRIR EL SINDROME DE STENDHAL EN ESTA NAVE, ANTE SEMEJANTE DESPLIEGUE DE BELLEZA MECÁNICA
que te llaman la atención. No es por su valor, sino porque resultan curiosos, no sé, poco corrientes, y ¿por qué no?» Claro, por qué no hacerse con una pieza singular si la tenemos al alcance. Es el síndrome del cazador del que hablábamos hace unos meses, tan extendido entre los coleccionistas más acérrimos.
Cabe destacar que la inmensa mayoría están en muy buenas condiciones. Algunos ejemplares distan de ser estrictamente originales, pero el caso es que así llegan a sus manos en un buen número, y deben esperar su turno para ser devueltos a la configuración que les corresponde. Esto es aún más patente en el caso de las motos. Haría falta otro artículo entero de varias páginas solo para describir este apartado, mucho más nutrido que el de cuatro ruedas. Ahí no falta nada: hay máquinas españolas y extranjeras, veteranas y clásicas, de serie y de carreras, populares y de lujo, con y sin sidecar, y no pocas de ellas… ¡repetidas!
Cuando visitamos una colección en la que los vehículos se encuentran en orden de marcha y disponibles para ser probados, solemos hacer algunos reportajes de los que consideramos más interesantes, curiosos o simplemente raros. Como Lalo nos dio carta blanca, decidimos elegir tres modelos que nunca habían sido objeto de atención en Motor Clásico: el Bond Bug —no lo había más excéntrico, desde luego— que fue publicado hace justo un año (ver número 358), el Ford Fairlane 500 Galaxie Sunliner (número 361) y un Proteus réplica de Jaguar Tipo C que saldrá dentro de poco. Visto lo visto, parece que tendremos que volver a hacerle otra visita, con la cantidad de cosas que se nos han quedado en el tintero. mc