Madeira desempolvó coches y trajes de otras épocas en un festival donde no faltaron un concurso de elegancia y una carrera en cuesta.
115 años después de que llegase al puerto de Funchal el primer automóvil, la afición ha crecido lo suficiente como para ser un argumento con el que fomentar el turismo en la isla portuguesa.
Aquel primer coche que llegó ala isla de M ad e ira fue el Wolseley del señor Foster. Eso sucedía en el año 1904. El inglés, un burgués de clase acomodada, recaló en el archipiélago durante unas vacaciones y llevó consigo su flamante automóvil. Por la sajadas fotografías de la época, el vehículo podía ser un modelo 10 CV con un motor bicilíndrico y una carrocería «Tonneau» descubierta.
No contaba el señorito con la animadversión que iba a producir el vehículo entre los habitantes de la isla. Desconocedores de los avances de la locomoción por tierra, la gente bautizó al Wolseley con el sobrenombre «Landship» (barco terrestre). Suponemos que era la primera vez que veían una «barcaza» con ruedas moviéndose en tierra firme, sin caballos y a una velocidad ¡de vértigo! Lógico que enseguida lo considerasen un peligro para la población. Tanto que obligaron al turista a pasar unas pruebas de habilidad, delante de
los más doctos hombres de ciencia de la isla. Foster tuvo que demostrar que era capaz de controlar la máquina y frenarla en tiempo y forma, sin ocasionar perjuicio a los viandantes y los carros con los iba a compartir caminos. Porque esa era otra cuestión: dado que las principales rutas, de piedra, no estaban adaptadas para circular con un coche así, obligaron a Foster a circunscribir sus «viajes» en torno a la capital, Funchal. Entonces, el transporte habitual para ir de un punto a otro de la isla era… el barco.
Más o menos, esta es la historia que ha circulado sobre los orígenes de la automoción en Madeira. Luego, los isleños se fueron familiarizando con el progreso y, en los años treinta, el automóvil formaba parte ya del paisaje isleño.
Desde entonces, la afición ha ido creciendo, tanto que, actualmente, Madeira se permite el lujo de tener un gran festival retroautomovilístico. Organizado por el Club de Automóviles Clásicos de Madeira y liderado por Gonzalo Pereira, coleccionista e incitador de otros aficionados, este «revival» se inspira en otros de los que últimamente florecen por todo el mundo, especialmente
en lugares —islas sobre todo— en los que las oficinas de turismo locales buscan pretextos para llamar la atención de los extranjeros. Este es el caso.
El Madeira Classic empieza con una carrera en cuesta nocturna. Las ganas de los entusiastas de la zona por exhibir los coches en su pueblo es fascinante. La prueba es un homenaje a una competición que tiene su origen en 1935: la «Rampa dos Barreiros». El ya activo Automóvil Club de Portugal (ACP) organizó aquel año una prueba deportiva precisamente para promocionar el automóvil en la isla. Leopoldo Roque ganó aquella subida al volante de un Bugatti.
Ahora, como prueba de exhibición, han participado más de ochenta coches de diferentes añadas, desde un Ford A de 1931 (el más antiguo) a modernos modelos japoneses (muy habituales en Portugal y sus colonias) de finales de los años setenta. Cada participante debía dar dos v ueltas a un circuito urbano diseñado «ad hoc». Más allá de controlar el tiempo, la mayoría optó por ex hibirse entre sus paisanos y hacer ostentación de sus dotes a l volante en las rotondas por las que transcurría el «rampa». Quien más en serio se lo tomó fue Rodolfo Camacho, ganador oficial con un Talbot Matra Murena de 1981.
El segundo día tocaba vestirse de luces y pasar el examen de un jurado que valoraba la antigüedad, la originalidad y/o la calidad de la restauración de los vehículos. Trescientos coches y unas cien motocicletas se reunieron en la Praça do Povo y la Avenida do Mar, en el puerto de Funchal. Había coches de todos las épocas (anteriores a los ochenta), con predominio de británicos
LA «RAMPA DOS BARREIROS» Y EL CONCURSO DE ELEGANCIA FUERON LOS PUNTOS DE INTERÉS DEL REVIVAL
y americanos de los años cincuenta: Chevrolet Corvette, Mercur y Montclair y, de manera destacada, un Ford Mustang Shelby que enseñaba músculo y cromados en su enorme motor V8. De los sesenta y setenta destacaban Datsun y Toyota, y no faltaron Mini, MG, Jaguar, Austin, Triumph, Bentley… Al término de las deliberaciones, un Rolls-Royce y una BSA fueron los «Best of show» en sus respectivas categorías.
No f ue un día cualquiera, sino una f iesta, donde también el folclore, las tradiciones y la gastronomía local tuvieron su protagonismo. Y la «Pontcha», una bebida espirit uosa hecha con ron, miel y zumo de limón y naranja. Ex hibiciones, actuación de grupos mwusicales de jazz y blues, chicas y chicos convenientemente ataviados con aires sesenteros, puestos de piezas antiguas y repuestos completaban la oferta de entretenimiento para aficionados y profanos. Y a decir verdad, a tenor de la cantidad de coches y motos reu n idos y el a mbiente generado, aquel la pr imera visita del señor Foster y su Wolseley no fue en vano ni cayó en saco roto: sembró afición. mc