Sin ambages ni firuletes
Veamos: de los españoles que ya éramos automovilistas antes de aparecer el Ibiza (1984), ¿cuántos no t uv ieron al menos un Seat de base Fiat? Pues si hubo alguno, que haga el favor de decir qué le hizo ser una de las raras excepciones que confirman esa regla tan general. Yo, por ejemplo, fui seísta tardío (entré en el club en diciembre de 1974 —cuando ya llevaba seis años largos con carné de conducir y coches de otras marcas— con un 124 Sport 1800 que me trajo Papá Noel), pero luego, cual si intentase recuperar tiempo perdido, en 1975 compré un 600 para jugar a preparador (con notable éxito, por cierto) y posteriormente un 850 Sport Coupé, un Panda 35, un Panda 40, un Fura Crono, un Supermirafiori 1600 y un Diplomatic.
Total: entre nuevos y usados, ocho en diez años, y no es que después apostatase, sino que corto ahí la lista porque como dije al inicio, me refiero sólo a aquellos Seat/Fiat de los que se decía que la marca era acrónimo de Siempre Estarás Apretando Tornillos o de Siempre Estarás Arreglando Tonterías, a lo que yo solía responder: Bueno, eso… si quieres, porque generalmente, si no lo haces, no pasa nada.
En efecto, mi experiencia fue que crujían, se descuajaringaban, entraba agua, etc, pero aun exprimiéndolos sin piedad desoyendo sus alertas y quejidos, averías serias… ¡ni una! De hecho, casi mi mayor temor era que fallase un piloto, porque era frecuente, había que arreglarlo… y podía ocurrir desde que el casquillo se fuese detrás de la bombilla, a que resultara imposible volver a montarlo porque los plásticos estuviesen degradados y los tornillos y sus alojamientos podridos. Menos mal que a menudo, una palmada certera y vigorosa resucitaba la lámpara o restablecía la conexión que causaba el fallo.
Ahora bien, lo que merece un estudio que no cabe aquí es qué propició la difusión cuasiuniversal de
aquellos Seat en una época en que por la restricción de importaciones y la limitada oferta nacional, nuestro marquismo solía ser fuerte y fiel. Sí, porque mientras los renoleros mataban por su marca; los citroenistas eran como sus coches: un mundo aparte; los authistas procuraban exculpar a los suyos aunque en algunos aspectos era tarea ardua; los simquistas del 1000 guerreaban con los erreochistas y los del 1200 con los cientoveinticuatreros; los de «don Dart», 1500, 132 y Chrysler 180 y 2 litros estaban en otro nivel; y en su momento, Ford y Opel tuvieron que hacerse hueco robando clientes fiesteros y corsarios a «los de siempre»; los seístas rivalizaban en vituperar su marca hasta el punto de que no pocos se jactaban de lo malo que había salido el suyo y porfiaban por el dudoso honor de poseer el garbanzo más negro. ¡Alucinante!
Pues aun así, y pese a los incontables mineros, renoleros, simquistas, etc que hubo, ni se me ocurriría preguntar quién no tuvo un Mini, Renault, Simca y demás, porque sé que serían muchísimos más que los noseístas, así que, convencido, repito: ¡quién no tuvo un Seat!
Por eso voy a acabar apuntando algunas posibles causas, como que de cuanto aquí se hacía y vendía, sólo los Seats eran Seats (no es una perogrullada), o sea, «coches españoles», y aunque basados en Fiats similares, tenían un grado de diferenciación superior a los de la competencia, que al fin y al cabo eran Citróenes, Chryslers, Dodges, Fores, Opeles, etc, es decir, «coches extranjeros», cosa que siendo tan imprevisibles como solemos, igual inf luyó.
Y luego, el acierto en la cobertura y escalonamiento de la gama, las conmociones socioautomovilísticas que provocaron el 600 (utilitario popular por excelencia), los 850 (ventajosos sucesores que aportaron caprichos como el Coupé y el Spyder), la inagotable familia 124, que hizo asequible el «coche de verdad» (amplio, con motor delantero, propulsión trasera, andar alucinante e incluso un biárbol que permitía sentirse motorísticamente europeo), y podría citar más razones, pero sería divagar en vano. El hecho es que ocurrió, y quizá leer este MOTOR CLASICO tan Seat te ayude a sacar tus conclusiones. mc
«No pocos seístas vituperaban su marca y se jactaban de lo malo que había salido el suyo. ¡Alucinante!»