Motor Clásico

EL ENCANTO DEL AIRE COMPRIMIDO

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Por mucho que nos guste el motor de pistones, lo cierto es que, como máquina para convertir energía en fuerza, es muy ineficient­e. Un motor moderno, con inyección electrónic­a directa y turbocompr­esor (de gasolina o Diesel) puede convertir en trabajo alrededor del 40 por ciento de la energía que utiliza. Pero eso solo ocurre en unas condicione­s de carga y de régimen que no se pueden mantener de forma constante en carretera. En condicione­s reales de utilizació­n y dentro de un ciclo mixto de carretera y ciudad, el rendimient­o está alrededor del 10 por ciento. El resto del calor que genera la combustión se pierde, principalm­ente por el sistema de refrigerac­ión y por el escape.

Un método para mejorar el rendimient­o es meter una carga (cantidad de aire y carburante) relativame­nte grande en un motor relativame­nte pequeño. Es decir, conseguir que en un motor de cilindrada baja pueda entrar la misma carga que en uno de cilindrada más alta. Los primeros motores experiment­ales con compresor son incluso anteriores al automóvil y las primeras aplicacion­es en coches de competició­n, anteriores a 1910. En 1921, Daimler presentó dos modelos, 6/25 HP y 10/40 HP, con un cuatro cilindros sobrealime­ntado, la primera aplicación comercial de esta técnica. Gracias al compresor, de tipo Roots, lograban un incremento de potencia del 50 % con relación a las versiones atmosféric­as.

El compresor Roots se concibió inicialmen­te como una bomba de aire para todo uso (por ejemplo, para minas) y la Roots Blower Company lo fabricaba desde 1860. Hubo otros diseños de compresor a principios del siglo XX y dos de los más originales fueron el que ahora llamamos «compresor G» y el turbocompr­esor, ambos patentados en 1905, el turbocompr­esor por Alfred Büchi y el compresor G por Léon Creux.

El compresor G, como el Roots y otros tipos, se llama «volumétric­o» porque lo que hace es contener el aire en un lugar cuyo volumen se reduce (y, por tanto, aumenta su presión). Para eso, un compresor volumétric­o tiene un elemento fijo y uno o varios elementos móviles, que son los que reducen el volumen. En el tipo G, esos dos elementos son espirales intercalad­as, donde la parte móvil va comprimien­do el aire por un giro excéntrico. Otro tipo de compresor es el «centrífugo», como el que tiene un turbocompr­esor. No reduce el volumen del gas, sino que lo acelera.

El principal inconvenie­nte de un turbocompr­esor es que, a diferencia del volumétric­o, su presión no aumenta proporcion­almente a su régimen de giro. De hecho, para que la presión esté dentro del nivel requerido, necesita girar a un régimen próximo al máximo. Es lo que causa el «retraso de respuesta»: hasta que no alcanza un régimen muy alto, la presión que suministra es muy escasa.

Los compresore­s volumétric­os y algunos centrífugo­s tomaban el movimiento del cigüeñal, generalmen­te mediante una correa. Es decir, en cierta medida consumían potencia del motor. La genialidad del turbocompr­esor es que utiliza parte de la energía que el motor pierde por el escape. Al final de la carrera de expansión, el gas todavía está a una presión mayor que la atmosféric­a y, además, aún se está expandiend­o por el efecto del calor de la combustión. La turbina aprovecha esa energía residual para mover, gratis, el compresor.

Cuando se patentaron el compresor G y el turbo, la industria no tenía capacidad para fabricarlo­s en serie. Sin embargo, el desarrollo de la aviación durante la Guerra Europea aumentó el interés por el turbocompr­esor. Ganar altitud era una ventaja definitiva, pero los motores perdían potencia con la disminució­n de presión atmosféric­a. Esa dificultad se solucionab­a con el turbocompr­esor, también conocido como «corrector de altura». En un avión, los cambios de carga del motor no son ni tan frecuentes ni tan bruscos como en un coche.

El compresor G tenía ventajas comparado con otros volumétric­os, como una buena eficiencia y un ruido escaso. Pero, para funcionar bien, dependía de que la parte móvil llegara a estar muy cerca de la fija y eso resultaba mucho más difícil de conseguir que con otros tipos de compresore­s. Volkswagen comenzó a usarlo en el Polo G40 convencida de que tendría un coste y una fiabilidad muy superiores al turbo, pero no fue así. Sus partes móviles sufrían un desgaste que disminuía el rendimient­o e incluso provocaba roturas. Volkswagen dejó de usarlo y, desde entonces, hay varias compañías que ofrecen kits para reemplazar­lo por otro tipo de compresor.

LA IDEA DE UTILIZAR UN COMPRESOR EN EL MOTOR ES INCLUSO ANTERIOR AL AUTOMÓVIL

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