Motor Clásico

Puerta al Atlántico

Hay en torno al cabo del fin del mundo, en el punto más occidental de Galicia y de la Península, una leyenda negra que descansa en el fondo del océano. Vía marítima desde tiempos inmemorial­es, la Costa da Morte tiene un poder de atracción fatal.

- J. BONILLA (TEXTO). MIKAEL HELSING (FOTOS)

LA LEYENDA NEGRA DE LA COSTA DA MORTE ESTÁ LLENA DE NAUFRAGIOS

Según cuentan las crónicas de la Armada Española, “el 28 de octubre [de 1596], dieron al través entre Corcubión y el cabo Finisterre 32 navíos, sin contar carabelas ni embarcacio­nes menores, pereciendo cerca de 2.000 hombres”. Mandaba aquella expedición militar –más de 175 barcos - el capitán general del mar Océano (sic) don Martín de Padilla y Manrique, adelantado mayor de Castilla. Durante aquel último tercio del siglo XVI, España se batía con Inglaterra por mantener su hegemonía en el Atlántico, a la vez que interfería en la lucha por el trono inglés y por reimplanta­r allí –sin fruto- la religión católica frente al auge del protestant­ismo.

Es aquel uno de los primeros grandes naufragios en el litoral gallego de los que ha quedado constancia escrita y uno de los muchos y trágicos episodios que han alimentado la leyenda de la Costa de la Muerte. Cuatro siglos después continúa. En 2002, el buque petrolero Prestige se hundía a escasas millas náuticas del dichoso cabo, y provocaba una marea negra y un desastre ecológico sin precedente.

Desde tiempo inmemorial, la bravura del Atlántico ha marcado la historia marítima de la zona más norocciden­tal de la Península. También lo ha hecho tierra adentro. Entre A Coruña y Fisterra, el mar continúa cincelando el paisaje y el modo de vida en esta franja costera. Y es junto al monumento de la “Ventana al Atlántico”, en la capital gallega, donde arrancamos el Seat 127 y ponemos rumbo al “finis terrae”, el umbral del más allá para los antiguos.

Carreteras estrechas, sombrías en algunos puntos y solitarias casi siempre, serpentean por una ruta de casi 200 km, sin perder de vista el océano en ningún momento. La agilidad del utilitario de Seat va bien para tal fin. Sus medidas compactas, un peso contenido (700 kg) y el empuje del motor 903 heredado de los 850 más sport -el cupé y el spider-, lo hacen manejable. Sin demasiadas pretension­es velocístic­as, tampoco sus 47 CV obran milagros, puede mantener todavía un ritmo cómodo.

Al fin y al cabo, era lo que buscaron en él cientos de miles de familias españolas en los años setenta. Para entonces, acceder un coche ya no era un anhelo, como sucedía 15 años antes cuando vio la luz el Seisciento­s. En 1972, la clase media prácticame­nte estaba motorizada. Por primera vez, la oferta superaba a la demanda. Existía incluso la posibilida­d de elegir el modelo y la versión más adecuados a las necesidade­s y el gusto del cliente. Polivalent­es de distintos tamaño y carácter (urbanos o rurales), berlinas más o menos lujosas y hasta lúdicos cupés/descapotab­les se disputaban el mercado. Además, esa oferta no se circunscri­bía solo a Seat, también entraban en liza Authi, Citroën, Renault y el conglomera­do francoamer­icano Dodge-Chrysler-Simca entre las nacionales.

El 127 bregó en el terreno más reñido: el de las berlinas medias todo uso. Cogió el testigo de los ya veteranos 600 y 850, pero con una evolución técnica significat­iva. Era, como se dice, más coche. De entrada, se convirtió en el primer todo delante –motor y tracción- de Seat. Tenía una carrocería compacta, funcional, con una más que notable habitabili­dad interior y un maletero proporcion­ado a su tamaño, y era más sencillo de conducir que los todo atrás. En definitiva, servía para desenvolve­rse en el tráfico urbano de lunes a viernes y llevar de viaje a la familia el fin de semana o en vacaciones. O hacer turismo como es el caso.

Mirando por el pequeño retrovisor interior, la torre de Hércules nos despide desde su atalaya en A Coruña. La gran ciudad se extiende casi hasta la localidad de Arteixo. Según quien, unos marcan el límite superior de la Costa da Morte en Caión y otros en la cercana Malpica. Algunos lo colocan todavía más al sur, en Camelle.

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Por y hacia el mar. Municipios como Caión o Malpica de Bergantiño­s viven del Atlántico. Sus puertos, sus lonjas y sus calas dibujan un paisaje sereno y multicolor. En contraste, la gran metrópoli que es A Coruña, cosmopolit­a e industrial, con su torre de Hércules y su "Ventana al Atlántico" (foto de apertura).

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