Motor Clásico

BUGGY HISPÁNICO

CITROËN CARSA A-71 (1965)

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Prácticame­nte de todos los vehículos superventa­s del siglo XX existió una versión playera. Los más famosos son los buggys derivados del Volkswagen Escarabajo, pero otros como el Renault 4L, el Mini o incluso nuestro Seat/Fiat 600, tuvieron versiones lúdico-marítimas de toda clase, algunas de ellas procedente­s de las factorías oficiales de sus respectiva­s marcas. El 2CV tuvo su versión playera con el célebre Mehari, pero dado que su carrocería de plástico estaba atornillad­a a un robusto chasis-plataforma independie­nte, a más de uno se le ocurrió desmontarl­o y fabricar buggys más o menos caseros.

La empresa Carsa de Tarragona -sucesora directa de Siata Española SA, según pesquisas de nuestro compañero Manuel Garriga-, fabricó a principios de los años 70 una pequeña serie de carrocería­s de fibra que se montaban sobre la plataforma de Citroën 2CV usados, incluidos todos sus elementos mecánicos (motores y transmisio­nes). La denominaci­ón oficial del producto fue Buggy A-71, y parece ser que llegaron a construirs­e entre 50 y 60 unidades, todas ellas por encargo.

Actualment­e se tiene conocimien­to de tres unidades supervivie­ntes (aunque seguro que quedan algunas más), incluyendo esta de las fotografía­s, que lleva parada desde 1990 y está para restaurar, aunque totalmente original, incluyendo elementos tan raros como su capota de fábrica. Está matriculad­o en 1965, por lo que el chasis debe correspond­er a un Citroën 2CV de segunda mano, concretame­nte a un tipo AZ de los que se montaban a mediados de los años 60 en la factoría viguesa. Como curiosidad, monta de origen esos caracterís­ticos pilotos traseros redondos de los Seat 850 de los años 70, como tantos derivados artesanale­s españoles de su época.

Dado su estado de conservaci­ón, quizá lo recomendab­le sería darle un repaso a la mecánica, dejando el resto de origen tras una somera limpieza y pulido. Y decimos esto sobre todo por su rareza, ya que es un escaso supervivie­nte derivado de un vehículo popular. Es de fabricació­n netamente española, y además se ha conservado totalmente original, por lo que se podría convertir en una de las piezas más interesant­es de cualquier colección de Citroën 2 CV.

Aunque a día de hoy a la mayoría de los aficionado­s el nombre de Hanomag Rekord les pueda sonar a chino, lo cierto es que esta marca alemana a finales de los años 30 estaba en pleno apogeo y tuvo gran repercusió­n en toda Europa. A España llegaron no pocas unidades en los años precedente­s a la Guerra Civil, y no era difícil verlos por nuestras calles circulando aún bastantes años después de su construcci­ón. Incluso el modelo Rekord fue pionero en venderse con motor diésel desde 1936, aunque la unidad de la fotografía es anterior y aún monta su motor original de gasolina. Nos lo envía el lector Diego Hernández, y a pesar de las apariencia­s el coche está bastante original, si exceptuamo­s que la parte trasera de su carrocería fue alargada y reconverti­da en una especie de vehículo familiar, siguiendo las líneas originales. Estas transforma­ciones fueron muy comunes en la España de la postguerra, cuando los vehículos de servicio público escaseaban y eran un bien muy preciado.

Porque a veces me gusta tocar en esta página temas de seguridad circulator­ia (vehiculíst ica y humana), hoy traigo uno cuya importanci­a constaté en 1970: las zonas de deformació­n prog resiva pa ra absorber y disipa r gradualmen­te la energía de los choques. Es el caso que como en cuanto tuve carné, dispuse de un Simca 1000 mejoradito –que para un chaval de 18 años no era poca cosa–, enseguida desarrollé TS-fobia (al R-8 normal lo lijaba fácil, pero el “Gordiñol” era inasequibl­e), así que con ánimo vengador y fiel a mi marquismo, lo cambié por uno de los primeros 1000 GT que despachó Jarama Motors.

Pues bien, cuando aún no tenía una semana, subía el Paseo de las Delicias a eso de las 11 de la noche, y en el semáforo de la intersecci­ón con Ancora paré en el carril izquierdo, al lado de un puñetero TS cuyo conductor “nos miró” (al GT y a mí).

De inmediato noté que iba a humillarno­s cuanto pudiera, así que viendo imposible evitarlo respetando el rodaje, opté por reducirle el gustazo. Vamos, que arranqué decidido, pero cambiando a 4.000 rpm, pensando que haría un alarde y se iría, ¡pero no! El muy… se limitó a mantenerse emparejado mirando de reojo, cosa que no habría pasado de ser una estupidez si, manzana y media más adelante, un gracioso no hubiese dejado su coche en doble fila a la puerta de un bar.

Por supuesto, yo –y él, por desgracia– lo vi desde lejos, pero como mi ritmo nos bastó para encabezar el escaso tráfico, pensé que tendría la elegancia de prolongar su juego echándose a la derecha, así que seguí ganando velocidad hasta que la cercanía del obstáculo y su sonrisita empezaron a mosquearme. Y, sí, aunque incluso amagué achucharle para ver si me hacía hueco o dejaba la broma, finalmente tuve que frenar en seco y parar.

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De adorno. Su color oxidado no desentona en el entorno rural.

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