A LA MODA
Corren buenos tiempos para las furgonetas clásicas. Tras muchos años denostadas por la afición, ahora, dada su escasez y simpatía de líneas, son objetos bastante codiciados para los coleccionistas, sobre todo si están en un estado tan bueno como esta DKW de las fotos. Se trata de una de las muy pocas unidades de la primera versión de estas furgonetas fabricadas en Vitoria, fácilmente distinguibles por su parrilla de lamas horizontales cromadas. Y por si esto fuera poco, corresponde a la versión “Plataforma Alta” del catálogo original, de las que se conservan aún menos. Dado que carece de logos con la inscripción “Diésel”, se trata de las series primigenias que aún montaban el arcaico y ruidoso motor de tres cilindros en línea y dos tiempos de 40 CV, ya con el sistema de lubricación “DKW-Lubrimat”, que realizaba automáticamente la mezcla. Ha sido recientemente rescatada en la provincia de Valencia -donde fue matriculada originalmente en 1965y dado su buen estado general seguro que en breve será restaurada y lucirá como nueva.
Conste: cuanto voy a contar, lo hago como espectador nada especialista (perdón, qué antiguo soy; debí escribir cero –o mejor, zero– especialista), porque para mí, la mejor música que puede escucharse en un coche es la que emite su mecánica. Lo aclaro porque traigo como tema la evolución de las autorradios –las, no los, pues radio es femenino– desde que yo la recuerdo, es decir, desde los receptores de lámparas con sólo dos mandos giratorios para seleccionar emisora y controlar el volumen, que para funcionar tenían que calentarse, y luego, entre la temperatura que alcanzaban, las calzadas adoquinadas y bacheadas, y aquellas suspensiones, incluso “se fundían”.
Notable avance fue las presintonías (memorias) mecánicas cuya precisión dependía de pulsar sus botones con mayor o menor vigor y más o menos a fondo, así que en vez de “coger” la emisora memorizada, simplemente ahorraban trabajo porque acercaban a sus inmediaciones y ya sólo faltaba afinar.
La transistorización y la incorporación de frecuencia modulada (¡la FM!) iniciaron la “edad moderna”; y mientras debatíamos sobre el alcance de tal o cual autorradio –cuando el receptor no tiene alcance per se, sino merced a su antena, y lo escaso era la cobertura de las emisoras–, se desarrolló todo un sinfín antenístico.
Las primeras eran fijas o telescópicas manuales, y los graciosos lucían su calaña doblándolas. En vista de ello, surgieron las de punta empotrable, que los dueños –y también los graciosos– sacaban con un llavín. Y las había electroautomáticas que se extendían y recogían al encender y apagar la radio (esas sí eran algo más antigraciosos). Ah, y en la segunda mitad de los 60 proliferaron unas larguísimas, que era obligatorio llevar arqueadas y con la punta sujeta, para no ir dando fustazos y saltando ojos.
Por entonces, las innovaciones se dispararon: hubo unos efímeros autotocadiscos que con los baches eran rayavinilos de 7”; el contrabandeo de “amistades aviadoras” y comercios como “Decomisos” del Palacio de Gaviria (en la madrileña calle Arenal, 9) asequibilizaron el sonido estéreo y cuadrafónico mediante reproductores de cartuchos de ocho pistas (caros armatostes nacidos sin futuro) y radiocasetes que enseguida se digitalizaron e incorporaron sintonización automática y presintonías exactas; se multiplicaron y especializaron los altavoces, etc.
Y al fin, cuando todos los coches trajeron de serie equipos de sonido “integrados” (que para quienes conocimos lo anterior, hasta el más básico es magnífico) con reproductor de CD’s, multiconectividades y “MP–no sé cuántos”, acabó el tiempo en que –amén del propio coche– la autorradio era tan robable y tan robada… que los madrileños (doy fe) podíamos recomprar la propia en uno de los más surtidos zocos especializados: el entorno de El Rastro.
Pero antes, precisamente por intentar atajar los radiorrobos, gozaron un auge casi universalizador “las extraíbles”: autorradios con asa, desenchufables de un chasis mejor anclado al coche que una caja fuerte. ¡Qué monos íbamos con “el extraíble” en una mano y “la mariconera” (perdón por usar ese hiriente palabro, pero se llamaba así; ¡qué le voy a hacer!) en la otra! Menos mal que a alguien ingenioso se le ocurrió hacer extraíble sólo la carátula frontal, que ya cabía… en la mariconera.
Bien sé que aún hoy, el equipo de sonido puede seguir siendo robable… si quieres, es decir, si conviertes tu coche en una sala de audición, porque entonces no faltará quien quiera hacer dinero a tu costa; pero si te conformas con la dotación original, que basta y sobra para oír música y noticias mientras conduces (lo recalco porque eso debe ser la dedicación primordial de todo conductor), puedes dejarlo abierto tranquilamente.
Pero como eso, por contemporáneo, ya es cosa sabida, concluyo con este epílogo: todo lo anterior lo he escrito con la ilusión y la esperanza de que entre los lectores, además de los que habrán refrescado recuerdos, alguno haya alucinado, porque significaría que la afición se renueva. ¡Ojalá!» mc
«Para intentar atajar los “radiorrobos”, las autorradios extraíbles gozaron un auge casi universalizador »