Sin ambages ni firuletes
En el nº 329, con el título “¿Seguridad…?”, no toqué el tema de hoy al analizar posibles efectos contraproducentes de algunas ayudas a la conducción, pero lo rocé, pues vengo a enjuiciar la utilidad de los estudios de lesiones por colisión efectuados con dummies, esos humanoides respecto a los que sufrí una gran decepción al saber que dummy no es un nombre técnico (como –tonto de mí– creía), sino muñeco en inglés, aunque enseguida colegí que sin duda se los llama así porque “ensayar con dummies” suena mucho más científico y serio que “ensayar con muñecos”. ¡Dónde va a parar!
Tras ese preámbulo, paso al asunto confesando que desde niño, siempre que voy de pasajero en un vehículo, procuro situarme donde tengo buena visibilidad, para ir atento a la circulación y poder “verlas venir”, y que a principio de los 70, en mi etapa universitaria, cuando en la asignatura Tráfico debatíamos sobre lo ético y lo fidedigno de experimentar con los rudimentarios dummies de entonces o con alternativas humanas (voluntarios y cadáveres), como buen cabezón que soy si estoy convencido de algo, ya sostenía que los inertes, servir, sirven, pero al carecer de reacciones preventivodefensivas, sus “lesiones” difieren profundamente de las que en idénticos casos sufriría una persona viva alerta.
¿Crees que exagero y que la diferencia no puede llegar a ser invalidante…? Pues si quieres constatarla con precisión y realismo, prueba este disparate que un día propuse en clase: ve a unos coches de choque con alguien lo bastante imbécil para prestarse al experimento, y conduciendo tú, haced un viaje en condiciones normales, para que viendo tu modo de afrontar y eludir las colisiones, el imbécil pueda protegerse en consecuencia. Lo normal es que concluya indemne.
Seguidamente, mándale cerrar los ojos o ciégale de algún modo (*), preavisa a una ambulancia, y realizad otro viaje: ¡verás “qué juerga”! Seguro que por mucho que tense sus músculos e intente agarrarse, y aunque practiques tu conducción más elusiva, acabará como mínimo con fuertes dolores cervicales y más cardenales que un cónclave. Ah, y eso gracias a que irá precavido, así que imagínate el resultado si se relajase hasta convertirse en un bulto inerte: quizá incluso saliera despedido del coche.
Bien, pues si ya compartías mis reservas sobre la utilidad de los dummies, o si aquella propuesta mía te ha hecho ref lexionar, entenderás cuán firme ha sido siempre mi convicción, pero –¡ay de mí!– últimamente se tambalea: los cada vez más numerosos y tentadores “dispositivos para distracción de los acompañantes” permiten a estos ir tan absortos y ajenos a cuanto sucede, que no sólo se reducen a la triste condición de muñecos, sino de peleles, o peor aún, de dummies, pues según he visto, otra de sus traducciones es tonto, y a mi entender, se necesita ser tonto para perderse ver la vida y de paso ponerse en peligro… tan tontamente.
Claro que más grave es que ciertas ay udas a la conducción posibiliten que lo antedicho también sea aplicable a los conductores, al menos durante breves episodios. Escalofriante, ¿no…? Eso sí: es tristemente innegable que como consecuencia, la fiabilidad de las lesiones de los dummies está aumentando hasta ser casi absoluta, pero no porque estos –en su evolución– son cada vez más humanos, sino porque los humanos –en nuestra necedad– nos hacemos cada vez más dummies y desaprovechamos toda la seguridad potencial que brindan los desarrollos derivados de esos ensayos (airbags, sillitas, sistemas de retención, etc).
Por desgracia, noto que cada vez más frecuentemente, el progreso humano y el tecnológico son antagónicos. ¡Cosa curiosa! mc
(*) En previsión de que esta burrada se torne reto viral para adrenalínicos filorriesgosos, llamo la atención acerca de que se puede personalizar usando varias formas inocuas de cegado: antifaz, venda, capuchón o incluso bolsa opaca de plástico (que bien ajustada añade el morbo de amagar la asfixia), pero que quemar o saltar los ojos pecaría de excesivo e irreversible.
«Conduce un coche de choque acompañado de un imbécil con los ojos cegados: ¡verás “qué juerga”!»