El acierto de la última bala
Quince años al máximo nivel son muchos años y dejan factura. Desde que logró su primera victoria profesional en el 2003, en Polonia, la trayectoria de Alberto Contador ha estado salpicada por situaciones que han marcado su currículum deportivo, en el que por encima de todo sobresale la presencia de un ciclista inconformista, valiente, atrevido, de los de la vieja escuela, capaz de conectar con una afición que lo adora, pero entre la que también tiene sus detractores. Son los que no le perdonan el positivo por clenbuterol de 2010. Él siempre negó que se dopase. Reiteró hasta la saciedad que el anabolizante prohibido procedía de carne contaminada, pero fue suspendido por dos años y se le despojó del Tour de 2010 y del Giro de 2011. No era la primera vez que estuvo contra la espada y la pared. La otra, y más importante, fue la de la Vuelta a Asturias de 2004. Se cayó. Tuvo convulsiones. Se le diagnosticó un cavernoma cerebral, un trastorno vascular congénito por el que fue operado tras pasar diez días en coma. Las imágenes, disponibles en Internet, ponen un nudo en la garganta, y una cicatriz en la cabeza da fe de lo sucedido. uperar situaciones de esta índole moldean el carácter de una persona, más aún de un deportista al que sólo le vale ganar, al que se le supone un talento inmenso sobre la bici y que está las 24 horas expuesto a la opinión pública. En un mundo, en un deporte tan académico, Contador ha sido un soplo de aire fresco, siempre dispuesto a dar espectáculo, a romper con lo establecido, a hacer disfrutar al aficionado. Se echará de menos su forma de bailar sobre la bici
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