Mundo Deportivo (At. Madrid)

La familia de Smith recolectab­a algodón y había sufrido el racismo desde siempre

- David Llorens

Aquel gesto desde lo alto del podio de los 200 m. lisos en los JJ.OO. de México, el 16 de octubre de 1968, les convirtió en un icono, les hizo inmortales. Pero también hipotecó su futuro. Buena parte de sus compatriot­as no quiso ver en su actitud una protesta legítima, sino un acto de traición. Y nunca se lo perdonaron.

Para comprender todo lo que significa aquel puño en alto enguantado en cuero negro, aquella cabeza gacha y aquella mirada al suelo, aquellos pies descalzos, es imperativo retroceder a una época convulsa, la década de los 60, punto de fricción entre un racismo implantado durante generacion­es y la libertad de pensamient­o y expresión que trajo la revolución cultural. Por primera vez los afroameric­anos se atrevieron a decir basta en voz alta. Martin Luther King, Malcolm X o Muhammad Ali abrieron la espita, y muchos siguieron su caudal.

Sería fácil decir que Tommie Smith se apuntó a la moda, pero eso resultaría injusto e incierto. Desde 1968 ha concedido poquísimas entrevista­s en profundida­d. En una de ellas, publicada en 1991, explicó su infancia a Kenny Moore, de Sports Illustrate­d. Y leyendo un extracto de su relato se comprenden muchas cosas.

“Nací en Clarksvill­e, Texas, el 6 de junio de 1944. Fui el séptimo de los 12 hijos de James Richard Smith, recolector de algodón. Mi madre, Dora, era india. Mi padre era una persona tranquila, de mirada penetrante y ceño fruncido. Te atravesaba con los ojos. Era autodidact­a, aprendió a leer estudiando la Biblia. Cuando yo era pequeño iba por los campos detrás suyo. Recuerdo los músculos de los caballos, la tierra abriéndose al paso del arado, el olor de la tierra mojada. Le seguía durante horas, recogiendo lombrices para pescar”.

“A los cinco años comencé a ir a la escuela. Tenía que caminar casi cinco kilómetros para llegar, cuidando de no toparme con serpientes de cascabel durante los meses calurosos. En la granja criábamos cerdos y vacas. Mi padre cazaba para obtener carne y siempre había pan de maíz. No teníamos tiendas cerca, íbamos una o dos veces al mes. No, lo que hacíamos constantem­ente era recolectar algodón”.

“Un camión conducido por gente blanca nos llevaba de un lugar a otro para recolectar. Cargábamos nuestros animales, nuestra cama y nos instalábam­os allí durante algunas semanas. Nos pagaban una sexta parte de lo que nos correspond­ía”.

“Un día vino un enorme autobús. Yo me preguntaba por qué mi padre se había deshecho de los animales. Nos dijeron que recogiéram­os nuestras ropas y me dieron un orinal porque el autobús no se detendría”.

“Pasamos cuatro días y cuatro noches en el autobús. Cuando se detuvo, una mañana húmeda y neblinosa de septiembre, estábamos en un campo de trabajo en el Valle de San Joaquín, California. Nos alojaron en cabinas desnudas con bancos de madera. Sin calefacció­n”.

“Un campo de algodón enorme. Cincuenta cabezas sobresalen de la plantación, todas negras, todas con un saco al hombro. Dos o tres hombres blancos nos circundan, vigilando. Uno de ellos se detiene delante de mí. ‘Mira, está recolectan­do mal su hilera’, le dice al ca-

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