¡Mbappeeé!
El coronavirus ha abierto un paréntesis, aún por cerrar, a escala mundial. Altera vidas y costumbres. Hunde economías, provoca miseria y muerte, tristeza, desolación y ruina en cualquier ámbito. Ha aplazado acontecimientos deportivos de la grandeza de unos Juegos Olímpicos y Paralímpicos y competiciones señeras como la Eurocopa de fútbol. 2020 es el año del Covid-19, un tsunami silencioso que arrasa cuanto encuentra a su paso; un terremoto que ha agrietado estructuras y derribado pilares de apariencia indestructible; un volcán que hará el recuento de daños cuando la lava se enfríe. El coronavirus es el enemigo implacable que obliga a la reinvención y a la convivencia indeseable con su presencia y sus efectos. Y el fútbol se afana en el reseteo. Con la aparición del SIDA y a falta de un medicamento eficaz la primera barrera fueron los condones; con el endiablado Covid, el confinamiento, la mascarilla, la distancia social y el lavado de manos es el escudo al que el fútbol añade una asepsia compulsiva y lo que parece más importante y perturbador, el graderío vacío. Y además, un cambio radical en el mercado, la chispa de este deporte en la frontera de su esencia. Ejecutados los ERTEs correspondientes y reducida la masa salarial de las plantillas, la inercia se hace un hueco en ese escaparate que los periódicos adornan a diario con suculentos y atractivos fichajes. El Barça insiste con Lautaro y Pjanic y el mensaje subliminal del trueque, porque no hay más capital que un plantel sobredimensionado. El Madrid utiliza la lluvia fina para alcanzar el objetivo. A Mbappé le pitan los oídos, él se deja querer, hace guiños, -“Zidane es mi pastor, nada me falta”- y de cuando en cuando recuerda que le gustaría ganar la Champions League con el Paris SaintGermain, con un ojo mirando al Bernabéu
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