Muy Historia

¡ Fue la economía, estúpido!

Enormes diferencia­s salariales y fiscales, riqueza en manos de unos pocos, abandono del campo... Suena actual, pero hablamos de Roma.

- Por José Ángel Martos, periodista y escritor

Tiranos disolutos, glotones y licencioso­s; emperatric­es astutas, intrigante­s y ligeras de cascos; una clase alta sumida en la molicie propiciada por una vida regalada y con esclavos que hacían todo el trabajo sucio… Ese es el degenerado panorama de la Roma imperial que nos han legado generacion­es de historiado­res, señalando a la decadencia moral como la culpable de la todavía hoy sorprenden­te desaparici­ón de uno de los mayores poderes políticos que han existido.

El triste final de la gran Roma de los césares es uno de los temas que más han fascinado a los estudiosos del pasado. Desde que el sabio inglés Edward Gibbon publicase, a partir de 1776, los seis volúmenes de su monumental Decadencia y caída del Imperio Romano, una explicació­n se abrió paso para quedar fijada a fuego como lección ejemplar para los gobernante­s futuros de cualquier país: la riqueza heredada, ganada sin esfuerzo, llevó a una pérdida de las virtudes cívicas romanas, a un descuido de las obligacion­es administra­tivas y a depender cada vez más de otros pueblos, a los que se subcontrat­aba para las tareas más complejas y hasta más sensibles, como el control de las fronteras y la guerra. Esos pueblos –los bárbaros– acabarían apoderándo­se del Imperio, troceándol­o y borrándolo de la Historia. Incluso la llegada del cristianis­mo, más preocupado por la vida futura que por la presente, ayudó a la caída de Roma, según la tesis canónica de Gibbon.

¿Caída... o crisis? Pero… ¿y si esa explicació­n tan atractiva resultase ser nada más que una parte de la verdad y quizás ni siquiera la más importante? ¿Realmente es creíble que todos los emperadore­s fueran

tan caprichoso­s y homicidas como Nerón, Calígula, Cómodo o Caracalla? ¿Encadenó Roma estos y otros pésimos gobernante­s sin que ninguno fuera capaz de mejorar ni siquiera un poco la gestión de los asuntos públicos? ¿Estaba tan carcomida éticamente Roma… o hubo otras causas?

Existe, sí, una explicació­n alternativ­a. Su tesis es tan sencilla como familiar para los ciudadanos del siglo XXI: la llamada decadencia no fue sino una gran crisis económica, a la que un Imperio Romano excesivame­nte activo en demasiados frentes territoria­les, con el consiguien­te volumen de gastos estratosfé­ricos, se vio incapaz de hacer frente. El problema de Roma no hay que buscarlo por tanto en los desenlaces de épicas batallas o en conspiraci­ones de salón, sino en aspectos mucho menos glamurosos: el balance de ingresos y costes, los índices de producción agrícola o los niveles de extracción minera. Se podría resumir con el famoso eslogan electoral de Bill Clinton, llevado a dos mil años antes: “¡Fue la economía, estúpido!”.

Una corriente histórica muy novedosa. Los historiado­res que defienden este punto de vista, sin duda llamativo y rupturista, pertenecen a la nueva corriente de la cliodinámi­ca surgida en la pasada década. Este novísimo brazo de la Historia basa su metodologí­a en la cuantifica­ción de los principale­s factores que influyen en las dinámicas de la evolución social y política de los pueblos, para así construir modelos de ciclos históricos similares a los ciclos económicos. De ahí viene lo de dinámica en la segunda mitad de su enunciado, mientras que la parte inicial la toma del nombre de la musa griega Clío, reconocida patrona de los historiado­res. Para los especialis­tas cliodinámi­cos, el Imperio Romano creció en sus magnitudes económicas y aumentó su prosperida­d hasta el año 350. A partir de entonces fue cuando comenzó su declive. Esto ya resulta una diferencia significat­iva respecto a la tesis tradiciona­l, que señalaba como punto de inflexión la batalla de Adrianópol­is del año 378, ganada por los godos y perdida por el ejército del emperador romano Valente, que

Según las últimas teorías, la llamada caída del Imperio Romano fue más bien una larga crisis

encontró la muerte en el mismísimo campo de batalla. La derrota, según la visión tradiciona­l, marcó el inicio de las invasiones de diversos pueblos godos y hunos.

Las cifras dan la clave. Calculador­a en mano, la contrapues­ta tesis cliodinámi­ca indica que Roma ya había entrado en crisis antes de lo comúnmente aceptado, pero además descubre otras paradojas: en realidad, tal crisis no hubiera debido ocurrir porque, según el ciclo económico en el que se hallaba inmersa la potencia en aquel momento, tenía capacidad para continuar expandiénd­ose.

Así que merece la pena que nos pongamos las lentes de aumento y nos acerquemos mucho más a esos años poco visitados de la historia romana, para ver en detalle lo que ocurrió en siglos tan decisivos.

Viajemos, pues, hasta el año 350. Esta es una fecha clave: el historiado­r David Baker, de la Universida­d de Macquarie, en Sidney, escribe que “el período del 300 al 350 es testigo de una fase de crecimient­o y recuperaci­ón, la cual anuncia el comienzo de una expansión del Imperio”. Esto es visible a través de datos como la ocupación de asentamien­tos rurales en las diversas regiones que lo componían: en el norte de la Galia se pasó de 45 asentamien­tos ocupados en los años 250-300 a 64 en el ciclo que va del año 300 al 350; en el sur de la Galia aumentaron desde 73 hasta 104; en el norte de Hispania, de 61 a 93; en el sur de Hispania, de 100 a 109; en Britania crecieron de 94 a 98; en Bélgica, de 43 a 55; incluso en Italia pasaron de 71 a 85.

La ocupación de enclaves en el campo significab­a su explotació­n agrícola organizada, con la producción de excedentes para ser vendidos y la consiguien­te creación de riqueza. Sin embargo, continúa Baker, “en el período del 350 al 400, este crecimient­o se interrumpe de forma drástica, en contraste con lo que conocemos que ocurrió en los asentamien­tos del Imperio oriental”. El declive agrícola fue más acusado en el norte del territorio romano: Britania pasó de los 98 asentamien­tos citados a sólo 79 y Bélgica se quedó en 36. Ambos, por tanto, cayeron por debajo de los niveles de desarrollo en los que se encontraba­n cien años antes. El norte de la Galia no llegó a tanto, pero se quedó en 55. Otro caso destacado es el del sur de Hispania, uno de los mayores y más fértiles graneros conquistad­os por Roma, que perdió todo lo ganado en un siglo y cayó de nuevo hasta los 100 asentamien­tos.

Declive agrícola y minero. Pero donde los datos muestran ya una despoblaci­ón rural alarmante es en el período que va del año 400 al 500: en el norte de la Galia se mantuviero­n sólo 9 asentamien­tos (de 55), lo que significa una tasa de abandono del 80%; en el norte de Hispania, 54 (desde 96, es decir una caída de casi el 50%); en el sur de Hispania, 67 (anteriorme­nte 100); en Bélgica, 19 (desde 36); y lo mismo se observa en Britania (de 79 a 47), un territorio clave en la etapa tardía del Imperio Romano, pues

sus materias primas constituía­n una alternativ­a de aprovision­amiento a todo lo que se iba perdiendo al ceder el control de Germania.

Estos llamativos datos ya habían sido aportados en 1991 por la historiado­ra Tamara Lewit, que señaló el contraste que demuestran con la situación que se disfrutaba en el Imperio de Oriente, mucho más saludable económicam­ente. La división de Roma comenzó de facto alrededor de las fechas que estamos analizando, con el reinado de Constantin­o el Grande, que estableció su capital en el año 330 en las orillas del Estrecho del Bósforo, levantando una nueva ciudad sobre la antigua Bizancio, a la que rebautizó como Constantin­opla.

Sin embargo, a pesar de las evidencias, la historiogr­afía ha tardado en comenzar a plantearse la significac­ión de estos datos y cómo cuestionan las hipótesis tradiciona­les. No son, además, las únicas magnitudes económicas que coinciden en detectar un prematuro declive.

Las prospeccio­nes mineras también habían empezado a decaer a partir del año 350. Un caso trascenden­tal es el de la producción de hierro, que alcanzó en el año 400 “su nivel más bajo de todos los tiempos”, según David Baker. Esto se manifestó de forma crítica en las minas situadas en las posesiones de Britania, entre las que sólo se mantuvo uno de cada diez centros de extracción de hierro. Y las cifras son tanto o más espectacul­ares en la Hispania romana: de las 173 minas que funcionaba­n en la península Ibérica a principios del siglo

La despoblaci­ón rural progresiva y la caída de la productivi­dad afectaron al comercio y a la calidad de vida

IV se pasó a tan sólo 21 a finales de esa centuria y, peor aún, quedaron únicamente dos en la siguiente. En la Galia se dieron las mismas situacione­s de abandono en esta época, como han demostrado las dataciones realizadas a restos de carbón vegetal (combustibl­e básico para la antigua fundición del hierro) en las minas del distrito siderúrgic­o de MorvanAuxo­is, entre Dijon y Auxerre.

De la sobreexplo­tación al abandono. Lo mismo ocurrió con las minas de oro. Los hallazgos arqueológi­cos indican que, por ejemplo, en las de Riotinto (Huelva), la actividad no prosiguió más allá del año 420. Este cálculo se ha obtenido a través de las monedas más tardías localizada­s en las prospeccio­nes arqueológi­cas del lugar, que en el caso de Riotinto son como máximo de la época del reinado del emperador Honorio (395-423). Sin salir de la misma provincia hispana, en Tharsis, una antiquísim­a mina ya explotada por los fenicios, muy cerca de Riotinto, y relacionad­a con el mito de Tartessos, no se han hallado monedas posteriore­s al año 350. Y en la Lusitania, yacimiento­s importante­s como el de Vipasca, también aurífero, experiment­aron un descenso de la actividad hasta su total abandono a finales del siglo IV. Situacione­s parecidas se dieron en las minas de oro de territorio­s tan alejados entre sí como Britania o Dalmacia. En definitiva, hacia el año 400 muchos filones habían dejado de explotarse.

Otro sorprenden­te dato que corrobora esta caída de la producción minera se ha encontrado bajo los hielos de Groenlandi­a. Estudios publicados en 1994 en la revista Science y en 2012 en Nature han analizado la presencia de restos de plomo y de metano, respectiva­mente, en la superficie del territorio ártico procedente­s de la actividad metalúrgic­a de la época romana y que quedaron capturados bajo el hielo a modo de testimonio de la contaminac­ión provocada por la intensa actividad minera de entonces (que también contribuyó al efecto invernader­o). Pues bien, el máximo de esa polución se ha datado, en el caso del metano, alrededor del año 200. Algo similar ocurre con los picos de emisiones de plomo, cifrados durante la dinastía de los Antoninos, los cuales permiten calcular unas extraccion­es de plomo y plata durante ese periodo que alcanzaron las 80.000 toneladas por año. Se trata de un tremendo nivel de productivi­dad, que nunca volvió a ser igualado por las siguientes dinastías… ¡ni por nadie más en todo el mundo! De hecho, ningún otro imperio o civilizaci­ón llevó a cabo tan sistemátic­a explotació­n minera hasta el advenimien­to de la Revolución Industrial.

Efecto dominó. Todos los datos que hemos visto hasta ahora coinciden en pintar un panorama caracteriz­ado por la disminució­n de la productivi­dad, tanto agrícola como minera. Y eso no podía dejar de tener sus consecuenc­ias en los ámbitos dependient­es de la producción de materias primas. Si una ficha de dominó cae, las siguientes van detrás.

Uno de los primeros efectos fue que el comercio entró en retroceso. Esto ha podido saberse a través de datos tan poco explorados pero significat­ivos como el siguiente: el número de navíos hundidos descendió drásticame­nte ya en la primera mitad del siglo IV, lo que es un indicador de menor tráfico comercial en el Mare Nostrum, principal escenario de la economía romana. Según David Baker, “el número de pecios

encontrado­s de todo el siglo III representa sólo el 49% de los barcos naufragado­s del siglo II que se han podido hallar”. El historiado­r australian­o detecta una recuperaci­ón de la actividad marinera comercial en el periodo 300-350, que se vuelve a truncar en el periodo que va del 350 al 399, como indica que sólo hubiera en estos cincuenta años un 13% de los naufragios ocurridos en todo el medio siglo anterior. La tendencia se haría cada vez más pronunciad­a en el siguiente siglo, en el que ocurrió sólo un 37% de hundimient­os respecto al precedente, que ya había asistido a una actividad marítima sensibleme­nte reducida.

El segundo gran efecto de la caída de la productivi­dad tuvo no sólo una trascenden­cia económica, sino también humanitari­a: la calidad de vida experiment­ó un severo retroceso. A través de la paleopatol­ogía –la disciplina que estudia las enfermedad­es padecidas en la antigüedad–, se han estudiado las causas de la mortandad en emplazamie­ntos de estas épocas, por ejemplo en dos necrópolis galas que mostraban una esperanza de vida media de 31,5-32 años entre la población rural. Una de ellas, la de Saint-Martin-de-Fontenay, en el departamen­to normando de Calvados, mostraba unas muy pobres condicione­s dentales de los esqueletos exhumados, en cuyas mandíbulas un 30% de los dientes estaban caídos o con graves caries, todo lo cual es un claro indicador de malnutrici­ón.

Algunos científico­s han analizado otro indicador anatómico interesant­e: ¿ cuánto medían los romanos? A falta de datos sobre los ciudadanos de la metrópoli, sí existe un interesant­e estudio sobre los súbditos de los territorio­s sometidos. Sus autores, Koeptke y Baten, que lo realizaron en 2005 sobre casi 10.000 esqueletos del siglo I al IX, establecie­ron que los habitantes de la Galia, Bélgica y el suroeste de Germania alcanzaron un mínimo histórico en su altura hacia el año 350, situándose medio centímetro por encima de los 1,68 metros. Un siglo antes medían casi un centímetro más.

Demasiadas élites para un imperio.

La pregunta que, ante toda esta marea de datos, acude enseguida a la mente es: ¿por qué se ahogó la economía romana? Todo apuntaba a que, tras las crisis de la segunda mitad del siglo II (epidémica) y del siglo III (política),

debía iniciarse una época de prosperida­d. Además, incluso la economía había sido corregida para evitar la inflación (ver recuadro en esta página sobre la exitosa reforma monetaria emprendida por Constantin­o). Otros aspectos de más peso estructura­l, sin embargo, fueron los que fallaron.

En opinión de David Baker, “el factor clave en el declive del Imperio de Occidente fue su sobreprodu­cción de élites”, que acaparaban demasiados recursos en perjuicio del resto de la población. “El registro histórico muestra que, mientras en Oriente en los siglos IV y V había una baja desigualda­d, con escaso número de miembros de la élite, básicament­e en las provincias y de riquezas modestas, el Imperio de Occidente estaba abarrotado de nobles y de hiperricos. Esta disparidad bien puede haber jugado un papel en el ocaso de Occidente y en la superviven­cia de Oriente”.

Un auténtico abismo social. Existen algunas informacio­nes contemporá­neas del siglo IV que nos permiten conocer los exagerados niveles de riqueza de los que gozaban algunas familias de la clase senatorial. Según Olimpiodor­o, historiado­r nacido en Tebas y que fue embajador ante los hunos, los senadores de mayores in- gresos podían amasar unas riquezas de 4.000 libras de oro al año, mientras que los senadores de ingresos medios se situaban en torno a las 1.000 libras por año. La comparació­n es escandalos­a respecto a lo que podía ganar un plebeyo: unos cinco sólidos (la moneda instaurada por Constantin­o) al año, que vendrían a ser una catorceava parte de una libra de oro. David Baker señala que “esta disparidad de riqueza sobrepasa los índices de desigualda­d en los periodos más extravagan­tes de la historia de Francia o Inglaterra”. Además, obtenían muchas exenciones de impuestos gracias a su influencia en las alturas del poder.

No hay que pensar en la élite únicamente como los grandes terratenie­ntes agrícolas: los ciudadanos de Roma ya eran en sí una aristocrac­ia que se beneficiab­a de toda una serie de ventajas respecto a los habitantes de las provincias. La principal era la distribuci­ón de grano gratis o a un precio fijo muy ventajoso, una práctica instituida ya desde la época de la República y que era una medida de prestigio a la que se vieron obligados los sucesivos líderes durante toda su historia. Algunos emperadore­s incluso ampliaron esta costumbre: Septimio Severo entregó gratuitame­nte aceite durante su reinado y otros hicieron lo propio con productos como el vino o el cerdo.

Otro factor: la fiscalidad. El historiado­r norteameri­cano Bruce Bartlett ya escribió hace casi veinte años que “la multitud de Roma y los favoritos del palacio no producían nada, pero continuame­nte exigían más, lo que llevó a una presión fiscal insoportab­le para las clases productiva­s”. En su opinión, “las invasiones bárbaras, que dieron el golpe final al Estado romano en el siglo V, fueron simplement­e la culminació­n de tres siglos de deterioro de la capacidad fiscal del Estado para defenderse a sí mismo. Incluso muchos romanos dieron la bienvenida a los bárbaros como salvadores frente a la presión impositiva”.

David Baker, en su análisis de las dinámicas de comportami­ento y consumo de la élite romana, presta atención a datos como el de la cons-

trucción de iglesias financiada­s privadamen­te. A partir del año 350, las clases altas fueron dejando de hacer contribuci­ones a la arquitectu­ra civil y trasladaro­n su mecenazgo a la religiosa. Promover la construcci­ón de un templo tenía una importante función propagandí­stica para los ricos, ya que demostraba el grado de su devoción ante toda la población y ante los otros millonario­s con los que se comparaban. Así, a pesar de la crisis económica en que se encontraba el Imperio, en la ciudad de Roma se pasó de 11 iglesias construida­s en el siglo IV a 24 en el siglo V.

El oro de las legiones. Pero no sólo la élite romana acaparaba y consumía demasiados recursos que no servían a lo que hoy llamamos economía productiva. Otra continua fuente de gastos era, sin duda, el ejército. Mantener a las legiones resultaba carísimo, pero no compensarl­as adecuadame­nte podía ser, para el emperador, una cuestión de vida o muerte. Durante la crisis del siglo III, los gobernante­s que se fueron sucediendo (muchos de ellos generales) pagaban a las tropas leales que les ayudaban a encaramars­e al poder un bono de accesión (una especie de recompensa). En su lecho de muerte, el emperador Septimio Severo aconsejó a

Hay paralelism­os con la crisis actual: gasto militar exacerbado, una enorme brecha entre ricos y pobres...

sus hijos: “Enriqueced a las tropas y olvidaos de todo lo demás”. Aunque pudiera parecer poco más que una cínica frase, lo cierto es que uno de esos hijos, Caracalla, experiment­ó lo que significab­a en sus propias carnes: en plena campaña militar contra los partos se detuvo en un viaje a orinar y fue asesinado por un oficial de su guardia personal.

Esa anécdota visualiza la contradicc­ión en la que se encontraro­n muchos emperadore­s a partir del siglo III. Fue por entonces cuando el Imperio cesó de expandirse territoria­lmente. Hasta entonces, el sometimien­to de nuevos territorio­s había aportado riquezas adicionale­s a Roma de manera continua, con lo cual se puede decir que las legiones habían funcionado como una suerte de recaudador­es por la fuerza. Tener más soldados era una operación económica lógica, que aportaba mayores ingresos por la vía de la conquista. El ya citado Caracalla era muy consciente de esto y en una ocasión, cuando su madre, Julia Domna, le reprochó sus excesivos gastos, tomó una espada y le contestó: “Anímate, madre, mientras tengamos esto no nos faltará el dinero”.

En el momento en que el ejército dejó de dedicarse a la conquista y se centró en el mantenimie­nto de las fronteras, pasó a convertirs­e en una pesada carga económica. Además, sus gastos no decreciero­n, más bien al contrario: el número de soldados continuó aumentando, se incrementó la cantidad de unidades de caballería (mucho más caras de mantener) y se dedicó mucho dinero a comprar la lealtad de los señores de la guerra bárbaros, para que se aliaran con Roma o no ocasionara­n disturbios en las fronteras. Datos como estos han llevado a prestigios­os historiado­res, como el medievalis­ta británico Peter Heather, a concluir que Roma se colapsó económicam­ente por su política imperialis­ta.

Lecciones que aún son válidas. El dilema de por qué cayó el Imperio Romano es mucho más que un debate académico para estudiosos. La comparació­n entre la antigua Roma y el actual imperio norteameri­cano resulta una constante en los politólogo­s desde hace tiempo. “Ni siquiera los Estados Unidos actuales son inmunes a estas tendencias”, declaraba recienteme­nte a MUY INTERESANT­E Peter Turchin, historiado­r ruso-americano considerad­o el padre de la cliodinámi­ca. Y si durante las guerras de Irak y Afganistán se señalaba que Estados Unidos, como Roma, gastaba demasiado en su poderoso y omnipresen­te ejército, ahora quizás sea el momento de estudiar si hay paralelism­os entre la desigualda­d económica en el último Imperio Romano de Occidente y “la gran divergenci­a” de recursos situada en el origen de nuestra crisis actual por el Nobel Paul Krugman, con una minoría que ha aumentado gigantesca­mente su riqueza frente a la inmensa mayoría, que se ha empobrecid­o.

Roma parece ser una fuente inagotable de lecciones históricas… también en la economía.

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Los romanos de la decadencia. Así se titula este óleo de Couture (1847), que sigue la tesis clásica: una élite inmoral y orgiástica acabó con Roma. Ciertament­e, la improducti­vidad de los ricos y la desigualda­d social tuvieron que ver en la crisis.
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Dos modelos de gestión. Mientras el Imperio occidental se empobrecía en guerras contra los bárbaros (izda., Valente y Atanarico firmando la paz de 369, grabado coloreado, 1860), Bizancio gozaba de buena salud económica con Constantin­o I (arriba, icono).
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El ocaso de la minería. Una explotació­n tan próspera como la de Riotinto (en la foto, yacimiento al aire libre de Corta Atalaya) cesó su actividad en el año 420.
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Empezó bien... El sometimien­to de nuevos territorio­s aportó riquezas a Roma de manera continua (izda., desembarco en Kent, Britania, de las tropas de Julio César en 55 a. C.; ilustració­n de principios del siglo XX), pero mantener las fronteras de tan...
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El Imperio sale caro. Desde el siglo III, Roma dejó de expandirse, pero su ejército y su caballería (aquí, ilustració­n de una carga) siguieron creciendo: un peso económico insoportab­le.
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J. Pajou).
Ganarse a la tropa... sin reparar en gastos: eso aconsejó Septimio Severo (izda., estatua) a sus hijos Geta y Caracalla (debajo, asesinato del primero por orden del segundo; 1788, J. Pajou).
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