¡ Fue la economía, estúpido!
Enormes diferencias salariales y fiscales, riqueza en manos de unos pocos, abandono del campo... Suena actual, pero hablamos de Roma.
Tiranos disolutos, glotones y licenciosos; emperatrices astutas, intrigantes y ligeras de cascos; una clase alta sumida en la molicie propiciada por una vida regalada y con esclavos que hacían todo el trabajo sucio… Ese es el degenerado panorama de la Roma imperial que nos han legado generaciones de historiadores, señalando a la decadencia moral como la culpable de la todavía hoy sorprendente desaparición de uno de los mayores poderes políticos que han existido.
El triste final de la gran Roma de los césares es uno de los temas que más han fascinado a los estudiosos del pasado. Desde que el sabio inglés Edward Gibbon publicase, a partir de 1776, los seis volúmenes de su monumental Decadencia y caída del Imperio Romano, una explicación se abrió paso para quedar fijada a fuego como lección ejemplar para los gobernantes futuros de cualquier país: la riqueza heredada, ganada sin esfuerzo, llevó a una pérdida de las virtudes cívicas romanas, a un descuido de las obligaciones administrativas y a depender cada vez más de otros pueblos, a los que se subcontrataba para las tareas más complejas y hasta más sensibles, como el control de las fronteras y la guerra. Esos pueblos –los bárbaros– acabarían apoderándose del Imperio, troceándolo y borrándolo de la Historia. Incluso la llegada del cristianismo, más preocupado por la vida futura que por la presente, ayudó a la caída de Roma, según la tesis canónica de Gibbon.
¿Caída... o crisis? Pero… ¿y si esa explicación tan atractiva resultase ser nada más que una parte de la verdad y quizás ni siquiera la más importante? ¿Realmente es creíble que todos los emperadores fueran
tan caprichosos y homicidas como Nerón, Calígula, Cómodo o Caracalla? ¿Encadenó Roma estos y otros pésimos gobernantes sin que ninguno fuera capaz de mejorar ni siquiera un poco la gestión de los asuntos públicos? ¿Estaba tan carcomida éticamente Roma… o hubo otras causas?
Existe, sí, una explicación alternativa. Su tesis es tan sencilla como familiar para los ciudadanos del siglo XXI: la llamada decadencia no fue sino una gran crisis económica, a la que un Imperio Romano excesivamente activo en demasiados frentes territoriales, con el consiguiente volumen de gastos estratosféricos, se vio incapaz de hacer frente. El problema de Roma no hay que buscarlo por tanto en los desenlaces de épicas batallas o en conspiraciones de salón, sino en aspectos mucho menos glamurosos: el balance de ingresos y costes, los índices de producción agrícola o los niveles de extracción minera. Se podría resumir con el famoso eslogan electoral de Bill Clinton, llevado a dos mil años antes: “¡Fue la economía, estúpido!”.
Una corriente histórica muy novedosa. Los historiadores que defienden este punto de vista, sin duda llamativo y rupturista, pertenecen a la nueva corriente de la cliodinámica surgida en la pasada década. Este novísimo brazo de la Historia basa su metodología en la cuantificación de los principales factores que influyen en las dinámicas de la evolución social y política de los pueblos, para así construir modelos de ciclos históricos similares a los ciclos económicos. De ahí viene lo de dinámica en la segunda mitad de su enunciado, mientras que la parte inicial la toma del nombre de la musa griega Clío, reconocida patrona de los historiadores. Para los especialistas cliodinámicos, el Imperio Romano creció en sus magnitudes económicas y aumentó su prosperidad hasta el año 350. A partir de entonces fue cuando comenzó su declive. Esto ya resulta una diferencia significativa respecto a la tesis tradicional, que señalaba como punto de inflexión la batalla de Adrianópolis del año 378, ganada por los godos y perdida por el ejército del emperador romano Valente, que
Según las últimas teorías, la llamada caída del Imperio Romano fue más bien una larga crisis
encontró la muerte en el mismísimo campo de batalla. La derrota, según la visión tradicional, marcó el inicio de las invasiones de diversos pueblos godos y hunos.
Las cifras dan la clave. Calculadora en mano, la contrapuesta tesis cliodinámica indica que Roma ya había entrado en crisis antes de lo comúnmente aceptado, pero además descubre otras paradojas: en realidad, tal crisis no hubiera debido ocurrir porque, según el ciclo económico en el que se hallaba inmersa la potencia en aquel momento, tenía capacidad para continuar expandiéndose.
Así que merece la pena que nos pongamos las lentes de aumento y nos acerquemos mucho más a esos años poco visitados de la historia romana, para ver en detalle lo que ocurrió en siglos tan decisivos.
Viajemos, pues, hasta el año 350. Esta es una fecha clave: el historiador David Baker, de la Universidad de Macquarie, en Sidney, escribe que “el período del 300 al 350 es testigo de una fase de crecimiento y recuperación, la cual anuncia el comienzo de una expansión del Imperio”. Esto es visible a través de datos como la ocupación de asentamientos rurales en las diversas regiones que lo componían: en el norte de la Galia se pasó de 45 asentamientos ocupados en los años 250-300 a 64 en el ciclo que va del año 300 al 350; en el sur de la Galia aumentaron desde 73 hasta 104; en el norte de Hispania, de 61 a 93; en el sur de Hispania, de 100 a 109; en Britania crecieron de 94 a 98; en Bélgica, de 43 a 55; incluso en Italia pasaron de 71 a 85.
La ocupación de enclaves en el campo significaba su explotación agrícola organizada, con la producción de excedentes para ser vendidos y la consiguiente creación de riqueza. Sin embargo, continúa Baker, “en el período del 350 al 400, este crecimiento se interrumpe de forma drástica, en contraste con lo que conocemos que ocurrió en los asentamientos del Imperio oriental”. El declive agrícola fue más acusado en el norte del territorio romano: Britania pasó de los 98 asentamientos citados a sólo 79 y Bélgica se quedó en 36. Ambos, por tanto, cayeron por debajo de los niveles de desarrollo en los que se encontraban cien años antes. El norte de la Galia no llegó a tanto, pero se quedó en 55. Otro caso destacado es el del sur de Hispania, uno de los mayores y más fértiles graneros conquistados por Roma, que perdió todo lo ganado en un siglo y cayó de nuevo hasta los 100 asentamientos.
Declive agrícola y minero. Pero donde los datos muestran ya una despoblación rural alarmante es en el período que va del año 400 al 500: en el norte de la Galia se mantuvieron sólo 9 asentamientos (de 55), lo que significa una tasa de abandono del 80%; en el norte de Hispania, 54 (desde 96, es decir una caída de casi el 50%); en el sur de Hispania, 67 (anteriormente 100); en Bélgica, 19 (desde 36); y lo mismo se observa en Britania (de 79 a 47), un territorio clave en la etapa tardía del Imperio Romano, pues
sus materias primas constituían una alternativa de aprovisionamiento a todo lo que se iba perdiendo al ceder el control de Germania.
Estos llamativos datos ya habían sido aportados en 1991 por la historiadora Tamara Lewit, que señaló el contraste que demuestran con la situación que se disfrutaba en el Imperio de Oriente, mucho más saludable económicamente. La división de Roma comenzó de facto alrededor de las fechas que estamos analizando, con el reinado de Constantino el Grande, que estableció su capital en el año 330 en las orillas del Estrecho del Bósforo, levantando una nueva ciudad sobre la antigua Bizancio, a la que rebautizó como Constantinopla.
Sin embargo, a pesar de las evidencias, la historiografía ha tardado en comenzar a plantearse la significación de estos datos y cómo cuestionan las hipótesis tradicionales. No son, además, las únicas magnitudes económicas que coinciden en detectar un prematuro declive.
Las prospecciones mineras también habían empezado a decaer a partir del año 350. Un caso trascendental es el de la producción de hierro, que alcanzó en el año 400 “su nivel más bajo de todos los tiempos”, según David Baker. Esto se manifestó de forma crítica en las minas situadas en las posesiones de Britania, entre las que sólo se mantuvo uno de cada diez centros de extracción de hierro. Y las cifras son tanto o más espectaculares en la Hispania romana: de las 173 minas que funcionaban en la península Ibérica a principios del siglo
La despoblación rural progresiva y la caída de la productividad afectaron al comercio y a la calidad de vida
IV se pasó a tan sólo 21 a finales de esa centuria y, peor aún, quedaron únicamente dos en la siguiente. En la Galia se dieron las mismas situaciones de abandono en esta época, como han demostrado las dataciones realizadas a restos de carbón vegetal (combustible básico para la antigua fundición del hierro) en las minas del distrito siderúrgico de MorvanAuxois, entre Dijon y Auxerre.
De la sobreexplotación al abandono. Lo mismo ocurrió con las minas de oro. Los hallazgos arqueológicos indican que, por ejemplo, en las de Riotinto (Huelva), la actividad no prosiguió más allá del año 420. Este cálculo se ha obtenido a través de las monedas más tardías localizadas en las prospecciones arqueológicas del lugar, que en el caso de Riotinto son como máximo de la época del reinado del emperador Honorio (395-423). Sin salir de la misma provincia hispana, en Tharsis, una antiquísima mina ya explotada por los fenicios, muy cerca de Riotinto, y relacionada con el mito de Tartessos, no se han hallado monedas posteriores al año 350. Y en la Lusitania, yacimientos importantes como el de Vipasca, también aurífero, experimentaron un descenso de la actividad hasta su total abandono a finales del siglo IV. Situaciones parecidas se dieron en las minas de oro de territorios tan alejados entre sí como Britania o Dalmacia. En definitiva, hacia el año 400 muchos filones habían dejado de explotarse.
Otro sorprendente dato que corrobora esta caída de la producción minera se ha encontrado bajo los hielos de Groenlandia. Estudios publicados en 1994 en la revista Science y en 2012 en Nature han analizado la presencia de restos de plomo y de metano, respectivamente, en la superficie del territorio ártico procedentes de la actividad metalúrgica de la época romana y que quedaron capturados bajo el hielo a modo de testimonio de la contaminación provocada por la intensa actividad minera de entonces (que también contribuyó al efecto invernadero). Pues bien, el máximo de esa polución se ha datado, en el caso del metano, alrededor del año 200. Algo similar ocurre con los picos de emisiones de plomo, cifrados durante la dinastía de los Antoninos, los cuales permiten calcular unas extracciones de plomo y plata durante ese periodo que alcanzaron las 80.000 toneladas por año. Se trata de un tremendo nivel de productividad, que nunca volvió a ser igualado por las siguientes dinastías… ¡ni por nadie más en todo el mundo! De hecho, ningún otro imperio o civilización llevó a cabo tan sistemática explotación minera hasta el advenimiento de la Revolución Industrial.
Efecto dominó. Todos los datos que hemos visto hasta ahora coinciden en pintar un panorama caracterizado por la disminución de la productividad, tanto agrícola como minera. Y eso no podía dejar de tener sus consecuencias en los ámbitos dependientes de la producción de materias primas. Si una ficha de dominó cae, las siguientes van detrás.
Uno de los primeros efectos fue que el comercio entró en retroceso. Esto ha podido saberse a través de datos tan poco explorados pero significativos como el siguiente: el número de navíos hundidos descendió drásticamente ya en la primera mitad del siglo IV, lo que es un indicador de menor tráfico comercial en el Mare Nostrum, principal escenario de la economía romana. Según David Baker, “el número de pecios
encontrados de todo el siglo III representa sólo el 49% de los barcos naufragados del siglo II que se han podido hallar”. El historiador australiano detecta una recuperación de la actividad marinera comercial en el periodo 300-350, que se vuelve a truncar en el periodo que va del 350 al 399, como indica que sólo hubiera en estos cincuenta años un 13% de los naufragios ocurridos en todo el medio siglo anterior. La tendencia se haría cada vez más pronunciada en el siguiente siglo, en el que ocurrió sólo un 37% de hundimientos respecto al precedente, que ya había asistido a una actividad marítima sensiblemente reducida.
El segundo gran efecto de la caída de la productividad tuvo no sólo una trascendencia económica, sino también humanitaria: la calidad de vida experimentó un severo retroceso. A través de la paleopatología –la disciplina que estudia las enfermedades padecidas en la antigüedad–, se han estudiado las causas de la mortandad en emplazamientos de estas épocas, por ejemplo en dos necrópolis galas que mostraban una esperanza de vida media de 31,5-32 años entre la población rural. Una de ellas, la de Saint-Martin-de-Fontenay, en el departamento normando de Calvados, mostraba unas muy pobres condiciones dentales de los esqueletos exhumados, en cuyas mandíbulas un 30% de los dientes estaban caídos o con graves caries, todo lo cual es un claro indicador de malnutrición.
Algunos científicos han analizado otro indicador anatómico interesante: ¿ cuánto medían los romanos? A falta de datos sobre los ciudadanos de la metrópoli, sí existe un interesante estudio sobre los súbditos de los territorios sometidos. Sus autores, Koeptke y Baten, que lo realizaron en 2005 sobre casi 10.000 esqueletos del siglo I al IX, establecieron que los habitantes de la Galia, Bélgica y el suroeste de Germania alcanzaron un mínimo histórico en su altura hacia el año 350, situándose medio centímetro por encima de los 1,68 metros. Un siglo antes medían casi un centímetro más.
Demasiadas élites para un imperio.
La pregunta que, ante toda esta marea de datos, acude enseguida a la mente es: ¿por qué se ahogó la economía romana? Todo apuntaba a que, tras las crisis de la segunda mitad del siglo II (epidémica) y del siglo III (política),
debía iniciarse una época de prosperidad. Además, incluso la economía había sido corregida para evitar la inflación (ver recuadro en esta página sobre la exitosa reforma monetaria emprendida por Constantino). Otros aspectos de más peso estructural, sin embargo, fueron los que fallaron.
En opinión de David Baker, “el factor clave en el declive del Imperio de Occidente fue su sobreproducción de élites”, que acaparaban demasiados recursos en perjuicio del resto de la población. “El registro histórico muestra que, mientras en Oriente en los siglos IV y V había una baja desigualdad, con escaso número de miembros de la élite, básicamente en las provincias y de riquezas modestas, el Imperio de Occidente estaba abarrotado de nobles y de hiperricos. Esta disparidad bien puede haber jugado un papel en el ocaso de Occidente y en la supervivencia de Oriente”.
Un auténtico abismo social. Existen algunas informaciones contemporáneas del siglo IV que nos permiten conocer los exagerados niveles de riqueza de los que gozaban algunas familias de la clase senatorial. Según Olimpiodoro, historiador nacido en Tebas y que fue embajador ante los hunos, los senadores de mayores in- gresos podían amasar unas riquezas de 4.000 libras de oro al año, mientras que los senadores de ingresos medios se situaban en torno a las 1.000 libras por año. La comparación es escandalosa respecto a lo que podía ganar un plebeyo: unos cinco sólidos (la moneda instaurada por Constantino) al año, que vendrían a ser una catorceava parte de una libra de oro. David Baker señala que “esta disparidad de riqueza sobrepasa los índices de desigualdad en los periodos más extravagantes de la historia de Francia o Inglaterra”. Además, obtenían muchas exenciones de impuestos gracias a su influencia en las alturas del poder.
No hay que pensar en la élite únicamente como los grandes terratenientes agrícolas: los ciudadanos de Roma ya eran en sí una aristocracia que se beneficiaba de toda una serie de ventajas respecto a los habitantes de las provincias. La principal era la distribución de grano gratis o a un precio fijo muy ventajoso, una práctica instituida ya desde la época de la República y que era una medida de prestigio a la que se vieron obligados los sucesivos líderes durante toda su historia. Algunos emperadores incluso ampliaron esta costumbre: Septimio Severo entregó gratuitamente aceite durante su reinado y otros hicieron lo propio con productos como el vino o el cerdo.
Otro factor: la fiscalidad. El historiador norteamericano Bruce Bartlett ya escribió hace casi veinte años que “la multitud de Roma y los favoritos del palacio no producían nada, pero continuamente exigían más, lo que llevó a una presión fiscal insoportable para las clases productivas”. En su opinión, “las invasiones bárbaras, que dieron el golpe final al Estado romano en el siglo V, fueron simplemente la culminación de tres siglos de deterioro de la capacidad fiscal del Estado para defenderse a sí mismo. Incluso muchos romanos dieron la bienvenida a los bárbaros como salvadores frente a la presión impositiva”.
David Baker, en su análisis de las dinámicas de comportamiento y consumo de la élite romana, presta atención a datos como el de la cons-
trucción de iglesias financiadas privadamente. A partir del año 350, las clases altas fueron dejando de hacer contribuciones a la arquitectura civil y trasladaron su mecenazgo a la religiosa. Promover la construcción de un templo tenía una importante función propagandística para los ricos, ya que demostraba el grado de su devoción ante toda la población y ante los otros millonarios con los que se comparaban. Así, a pesar de la crisis económica en que se encontraba el Imperio, en la ciudad de Roma se pasó de 11 iglesias construidas en el siglo IV a 24 en el siglo V.
El oro de las legiones. Pero no sólo la élite romana acaparaba y consumía demasiados recursos que no servían a lo que hoy llamamos economía productiva. Otra continua fuente de gastos era, sin duda, el ejército. Mantener a las legiones resultaba carísimo, pero no compensarlas adecuadamente podía ser, para el emperador, una cuestión de vida o muerte. Durante la crisis del siglo III, los gobernantes que se fueron sucediendo (muchos de ellos generales) pagaban a las tropas leales que les ayudaban a encaramarse al poder un bono de accesión (una especie de recompensa). En su lecho de muerte, el emperador Septimio Severo aconsejó a
Hay paralelismos con la crisis actual: gasto militar exacerbado, una enorme brecha entre ricos y pobres...
sus hijos: “Enriqueced a las tropas y olvidaos de todo lo demás”. Aunque pudiera parecer poco más que una cínica frase, lo cierto es que uno de esos hijos, Caracalla, experimentó lo que significaba en sus propias carnes: en plena campaña militar contra los partos se detuvo en un viaje a orinar y fue asesinado por un oficial de su guardia personal.
Esa anécdota visualiza la contradicción en la que se encontraron muchos emperadores a partir del siglo III. Fue por entonces cuando el Imperio cesó de expandirse territorialmente. Hasta entonces, el sometimiento de nuevos territorios había aportado riquezas adicionales a Roma de manera continua, con lo cual se puede decir que las legiones habían funcionado como una suerte de recaudadores por la fuerza. Tener más soldados era una operación económica lógica, que aportaba mayores ingresos por la vía de la conquista. El ya citado Caracalla era muy consciente de esto y en una ocasión, cuando su madre, Julia Domna, le reprochó sus excesivos gastos, tomó una espada y le contestó: “Anímate, madre, mientras tengamos esto no nos faltará el dinero”.
En el momento en que el ejército dejó de dedicarse a la conquista y se centró en el mantenimiento de las fronteras, pasó a convertirse en una pesada carga económica. Además, sus gastos no decrecieron, más bien al contrario: el número de soldados continuó aumentando, se incrementó la cantidad de unidades de caballería (mucho más caras de mantener) y se dedicó mucho dinero a comprar la lealtad de los señores de la guerra bárbaros, para que se aliaran con Roma o no ocasionaran disturbios en las fronteras. Datos como estos han llevado a prestigiosos historiadores, como el medievalista británico Peter Heather, a concluir que Roma se colapsó económicamente por su política imperialista.
Lecciones que aún son válidas. El dilema de por qué cayó el Imperio Romano es mucho más que un debate académico para estudiosos. La comparación entre la antigua Roma y el actual imperio norteamericano resulta una constante en los politólogos desde hace tiempo. “Ni siquiera los Estados Unidos actuales son inmunes a estas tendencias”, declaraba recientemente a MUY INTERESANTE Peter Turchin, historiador ruso-americano considerado el padre de la cliodinámica. Y si durante las guerras de Irak y Afganistán se señalaba que Estados Unidos, como Roma, gastaba demasiado en su poderoso y omnipresente ejército, ahora quizás sea el momento de estudiar si hay paralelismos entre la desigualdad económica en el último Imperio Romano de Occidente y “la gran divergencia” de recursos situada en el origen de nuestra crisis actual por el Nobel Paul Krugman, con una minoría que ha aumentado gigantescamente su riqueza frente a la inmensa mayoría, que se ha empobrecido.
Roma parece ser una fuente inagotable de lecciones históricas… también en la economía.