El triunfo de la muerte
La desolación y el caos causados por una de las peores pandemias de la Historia fueron determinantes en la llamada “crisis de la Baja Edad Media”. Pero las desgracias nunca vienen solas: a la plaga se sumaron guerras, catástrofes climáticas, inestabilidad
Los muertos se hacinaban en las calles, marcados fatalmente por las manchas negras de su piel, y ya no había suficientes vivos para recoger los cadáveres y alejarlos de ese caos y ese horror que eran las horas de cada día en la ciudad de Génova. ¿Cómo había dado comienzo tamaña abominación? Con aquellos barcos que llegaron en enero de 1348 procedentes de Oriente, y las ratas que de ellos descendieron… ¡Cómo imaginar el espantoso mal que portaban las pulgas alojadas en los repugnantes roedores! A nadie le llamaba la atención el correteo de estos bichos, que con naturalidad se mezclaban con la basura y con los cerdos, las cabras y las gallinas que habitualmente compartían espacio con los humanos en las calles de cualquier ciudad medieval. Nadie supo que muchos de los marineros habían llegado enfermos de fiebre, con dolores de pecho, vómitos de sangre y esas bubas, y esas marcas negras…, y que al poco murieron uno a uno. Como un viento desatado se esparció esa muerte negra por toda Génova, sin reconocer rangos ni categorías. Y más cuando llegaron los primeros calores. Aquello fue terrible: muertos y más muertos, podredumbre e inmundicia en cada rincón, y las gentes entregadas al rezo o a la locura. Los que podían, huían; algunos en barco. Y así dio comienzo el fin del mundo: el mal mortal de las manchas negras se extendió rápidamente como un nubarrón de tormenta, y en poco tiempo la plaga asolaba prácticamente toda Europa. ¡Qué espanto y qué descalabro! ¿Por qué Dios castigaba así a los hom-
La plaga generó supersticiones y se culpó de ella a los judíos: fueron quemados a miles
bres? ¿Es que la población europea no había sufrido ya bastante en aquel tiempo de guerras interminables, de desastres del clima y de hambre? ¿Es que aquello era el final de los tiempos? ¡El Apocalipsis! Sólo podía tratarse del Apocalipsis. Ratas y calor, combinación letal. La llamada peste negra o peste bubónica, una de las más letales pandemias que haya sufrido la humanidad, supuestamente había dado comienzo en Asia hacia el año 1346. Es creencia extendida que la enfermedad, causada por la bacteria Yersinia pestis y contagiada por las pulgas de la rata negra, estaba entre los soldados mongoles que asediaron en 1347 la ciudad de Caffa (actual Teodosia), colonia genovesa situada en Crimea. Ese mal que diezmaba a los asediadores habría sido utilizado como arma de ataque: los cadáveres infectados eran catapultados por encima de las murallas, pues los asaltantes ignoraban que el agente letal eran las ratas que iban colándose en la ciudad. Ellas acompañarían a los supervivientes que huyeron en barcos hacia Messina, Génova y Venecia. Y ellas llevaron la terrible enfermedad a Europa, donde se calcula que causó la muerte a unos 25 millones de personas, lo que supondría un tercio de la población. La cifra es necesariamente aproximada, ya que es imposible saber con certeza el número de bajas en un momento de la Historia europea en que no había censos fiables. Y lo mismo ocurre con los entre 30 y 40 millones de muertos que se estiman como impacto de la pandemia en Asia y África. Un verdadero horror que asolaba pueblos y ciudades y que nadie sabía cómo frenar, si bien enseguida se pudo comprobar que sólo los fríos invernales contenían la fatí-
dica expansión, que no cesó durante tres años y que afectó con más intensidad al área mediterránea. Mucho más activa en verano, la espantosa enfermedad, que parecía anunciar el fin de los tiempos, llegó a Irlanda, Escandinavia y Rusia. Muy pocos fueron los territorios a los que les fue perdonada la maldición: incomprensiblemente, se crearon bolsas de inmunidad en zonas como Bohemia o los Pirineos occidentales. Insistente e insidiosa fue en el Sur, sobre todo en Italia, donde el primer brote coincidió con un brutal terremoto que resquebrajó las tierras desde Nápoles a Venecia, lo que extremó la psicosis apocalíptica. La ciudad de los canales perdió dos tercios de su población, y en Pisa morían 500 personas cada día. Sin embargo, Milán se salvó por mor de la fortuna o por las draconianas medidas tomadas por el arzobispo Giovanni Visconti, que mandó tapiar las tres casas en las que surgió el primer brote, enterrando dentro tanto a sanos como a enfermos.
Toda una psicosis colectiva. ¡Qué devastación y qué infierno en la tierra! Cada día más y más cadáveres se acumulaban en calles, caminos y campos. En Francia, muchas ciudades prósperas ya no eran ni sombra de lo que habían sido. En Avignon, sede papal del momento, se calcula que quedaron deshabitadas unas 7.000 casas y que la pestilente guadaña segó la vida de las tres cuartas partes de la población. Pero he aquí que el Papa Clemente VI se salvó gracias a que su médico, Guy de Chauliac, hizo que se encerrara en su habitación entre dos hogueras en permanente combustión durante todo el largo y ardiente verano. El infernal calor espantó a ratas y bacterias, y el pontífice sin duda lo pasó mal con tanto sofoco pero sobrevivió, mientras los muertos cubrían incluso los pasillos del palacio papal.
Con la voz quebrada, los prelados entonaban sus cánticos en las iglesias, repletas de gente a cualquier hora; oraban las familias encerradas en sus casas, sintiendo sobre sus cabezas la amenaza inminente de la muerte. Y se preguntaban por el origen de tan ominosa plaga: ¿de dónde venía tanto horror? Una explicación bien pagana se coló por entre las rendijas del monoteísmo cristiano y estuvo muy extendida: el mal tenía su origen en la conjunción de Saturno, Júpiter y Marte en el grado 40 de Acuario, acaecida el 20 de marzo de 1345. ¿O acaso eran los gases sulfurosos liberados por el tremendo terremoto italiano? ¿O tal vez los judíos habían envenenado los pozos? Esta idea también corrió como la pólvora, pues el odio a esas gentes que vivían en- cerradas en sí mismas, y no creían en Cristo, y nada compartían, y poseían ansiadas riquezas, estaba ya a flor de piel. Así, miles de judíos fueron quemados vivos en piras descomunales en muchas ciudades, sobre todo en Francia, Suiza y Alemania; el mismo Papa hubo de intervenir para detener la masacre, aunque en muchos lugares hicieron caso omiso. Remedios a cual más absurdo. Cientos de peregrinas explicaciones fueron concebidas ante la falta de respuestas y el silencio de Dios; absurdas casi todas ellas, como los remedios curativos que se pergeñaron desconociendo que la enfermedad la acarreaban las ratas: sangrías, lavativas, enjuagues de vinagre… Los médicos de ricos y nobles no cesaban en su búsqueda de medicinas, pero la muerte negra no cedía ante blasones ni caudales, si bien es cierto que la infección se propagaba más fluidamente entre los pobres, debido al hacinamiento en que vivían, como también resultaban más afectadas las mujeres, pues eran ellas quienes más tiempo pasaban en las casas, habituales refugios de las ratas. ¡Pero
ellas qué sabían! Como todos, las mujeres sólo pensaban en aplacar la ira de Dios, que parecía no conformarse con los continuos rezos, en ayudar a los suyos y poco más. Porque la funesta plaga apenas inspiró la bondad humana, pues pocos fueron los que arriesgaron su pellejo en favor de los demás: monjes y monjas en su mayoría. El resto de los mortales no dudó en ignorar e incluso causar daño a los otros, si así veía más claro el camino de la supervivencia.
El mundo medieval: un perfecto caldo de cultivo. Mujeres y hombres, solos y rodeados de muertos, acabarían uniéndose en gran número a los grupos de flagelantes que transitaban por calles y caminos cantando y orando con histrionismo, al tiempo que golpeaban y azotaban sus cuerpos sucios y casi desnudos y clamaban ese perdón divino que nunca llegaba. A estas sectas fantasmales, que en el éxtasis de la desesperación mezclaban plegarias, sangre y orgías, se unían gentes de todo origen, desde nobles hasta mendigos.
Y es que nadie estaba a salvo: en Francia murió un tercio de los notarios, por lo que el rey Felipe VI apenas pudo
Un panorama social de hambrunas, guerras y superpoblación aceleró el curso de la peste
recoger los impuestos de 1348, y en Siena fallecieron cuatro de sus nueve gobernantes. ¿Cómo mantener así el orden? Los campesinos fallecían por doquier y los supervivientes, atenazados por el miedo y la apatía, se negaban a hacer sus tareas: campos sin segar ni sembrar, ganado abandonado y a la deriva... El sistema medieval, basado en la agricultura, se vio de súbito sin presente ni futuro.
En realidad, llovía sobre mojado. El cataclismo de la peste bubónica vino a ser la cima de una montaña acumulada, la explosión de los problemas y desequilibrios de un mundo que se arrastraba a duras penas por la Historia desde el descalabro y el desconcierto del fin de la civilización romana. La dependencia de campos y rebaños era un nudo muy frágil de subsistencia, siempre trastocado por los abusos de nobleza y clero, por los caprichos del clima, por las disminuciones y los aumentos incontrolados de la producción y por el constante incremento de la población. En realidad, la crisis no había cesado y se había agudizado desde 1300, año a partir del cual se sucedieron las catástrofes agrarias y, consecuentemente, sociales. Los campos estaban esquilmados por la sobreexplotación y los avances técnicos eran escasos o inexistentes; las inundaciones y las sequías provocaron sucesivas malas cosechas; se cambió el cultivo de cereales por el de legumbres sin planificación alguna, lo que encareció extraordinariamente el precio del trigo. La consecuencia inme- diata fueron las constantes hambrunas que sufría la mayoría empobrecida. Y no hay mejor inspiración para la rebelión que los estómagos vacíos: los alzamientos, motines y saqueos de las gentes hambrientas y desesperadas comenzaron a formar parte de la cotidianidad. Así las cosas, la fatalidad de la pandemia fue el rayo final y aniquilador de una tormenta que duraba ya varias décadas.
¿La extensa mortandad de la peste habría sido, pues, la catarsis precisa para la regeneración? La interpretación malthusiana, que plantea que determinadas catástrofes son una intervención del propio planeta a fin de restaurar el equilibrio, resulta siempre muy radical: la peste negra, según esta tesis, se habría encargado de reducir el exceso de población para poder seguir avanzando hacia