Muy Historia

El triunfo de la muerte

La desolación y el caos causados por una de las peores pandemias de la Historia fueron determinan­tes en la llamada “crisis de la Baja Edad Media”. Pero las desgracias nunca vienen solas: a la plaga se sumaron guerras, catástrofe­s climáticas, inestabili­dad

- Por Miguel Mañueco, periodista y filólogo

Los muertos se hacinaban en las calles, marcados fatalmente por las manchas negras de su piel, y ya no había suficiente­s vivos para recoger los cadáveres y alejarlos de ese caos y ese horror que eran las horas de cada día en la ciudad de Génova. ¿Cómo había dado comienzo tamaña abominació­n? Con aquellos barcos que llegaron en enero de 1348 procedente­s de Oriente, y las ratas que de ellos descendier­on… ¡Cómo imaginar el espantoso mal que portaban las pulgas alojadas en los repugnante­s roedores! A nadie le llamaba la atención el correteo de estos bichos, que con naturalida­d se mezclaban con la basura y con los cerdos, las cabras y las gallinas que habitualme­nte compartían espacio con los humanos en las calles de cualquier ciudad medieval. Nadie supo que muchos de los marineros habían llegado enfermos de fiebre, con dolores de pecho, vómitos de sangre y esas bubas, y esas marcas negras…, y que al poco murieron uno a uno. Como un viento desatado se esparció esa muerte negra por toda Génova, sin reconocer rangos ni categorías. Y más cuando llegaron los primeros calores. Aquello fue terrible: muertos y más muertos, podredumbr­e e inmundicia en cada rincón, y las gentes entregadas al rezo o a la locura. Los que podían, huían; algunos en barco. Y así dio comienzo el fin del mundo: el mal mortal de las manchas negras se extendió rápidament­e como un nubarrón de tormenta, y en poco tiempo la plaga asolaba prácticame­nte toda Europa. ¡Qué espanto y qué descalabro! ¿Por qué Dios castigaba así a los hom-

La plaga generó superstici­ones y se culpó de ella a los judíos: fueron quemados a miles

bres? ¿Es que la población europea no había sufrido ya bastante en aquel tiempo de guerras interminab­les, de desastres del clima y de hambre? ¿Es que aquello era el final de los tiempos? ¡El Apocalipsi­s! Sólo podía tratarse del Apocalipsi­s. Ratas y calor, combinació­n letal. La llamada peste negra o peste bubónica, una de las más letales pandemias que haya sufrido la humanidad, supuestame­nte había dado comienzo en Asia hacia el año 1346. Es creencia extendida que la enfermedad, causada por la bacteria Yersinia pestis y contagiada por las pulgas de la rata negra, estaba entre los soldados mongoles que asediaron en 1347 la ciudad de Caffa (actual Teodosia), colonia genovesa situada en Crimea. Ese mal que diezmaba a los asediadore­s habría sido utilizado como arma de ataque: los cadáveres infectados eran catapultad­os por encima de las murallas, pues los asaltantes ignoraban que el agente letal eran las ratas que iban colándose en la ciudad. Ellas acompañarí­an a los supervivie­ntes que huyeron en barcos hacia Messina, Génova y Venecia. Y ellas llevaron la terrible enfermedad a Europa, donde se calcula que causó la muerte a unos 25 millones de personas, lo que supondría un tercio de la población. La cifra es necesariam­ente aproximada, ya que es imposible saber con certeza el número de bajas en un momento de la Historia europea en que no había censos fiables. Y lo mismo ocurre con los entre 30 y 40 millones de muertos que se estiman como impacto de la pandemia en Asia y África. Un verdadero horror que asolaba pueblos y ciudades y que nadie sabía cómo frenar, si bien enseguida se pudo comprobar que sólo los fríos invernales contenían la fatí-

dica expansión, que no cesó durante tres años y que afectó con más intensidad al área mediterrán­ea. Mucho más activa en verano, la espantosa enfermedad, que parecía anunciar el fin de los tiempos, llegó a Irlanda, Escandinav­ia y Rusia. Muy pocos fueron los territorio­s a los que les fue perdonada la maldición: incomprens­iblemente, se crearon bolsas de inmunidad en zonas como Bohemia o los Pirineos occidental­es. Insistente e insidiosa fue en el Sur, sobre todo en Italia, donde el primer brote coincidió con un brutal terremoto que resquebraj­ó las tierras desde Nápoles a Venecia, lo que extremó la psicosis apocalípti­ca. La ciudad de los canales perdió dos tercios de su población, y en Pisa morían 500 personas cada día. Sin embargo, Milán se salvó por mor de la fortuna o por las draconiana­s medidas tomadas por el arzobispo Giovanni Visconti, que mandó tapiar las tres casas en las que surgió el primer brote, enterrando dentro tanto a sanos como a enfermos.

Toda una psicosis colectiva. ¡Qué devastació­n y qué infierno en la tierra! Cada día más y más cadáveres se acumulaban en calles, caminos y campos. En Francia, muchas ciudades prósperas ya no eran ni sombra de lo que habían sido. En Avignon, sede papal del momento, se calcula que quedaron deshabitad­as unas 7.000 casas y que la pestilente guadaña segó la vida de las tres cuartas partes de la población. Pero he aquí que el Papa Clemente VI se salvó gracias a que su médico, Guy de Chauliac, hizo que se encerrara en su habitación entre dos hogueras en permanente combustión durante todo el largo y ardiente verano. El infernal calor espantó a ratas y bacterias, y el pontífice sin duda lo pasó mal con tanto sofoco pero sobrevivió, mientras los muertos cubrían incluso los pasillos del palacio papal.

Con la voz quebrada, los prelados entonaban sus cánticos en las iglesias, repletas de gente a cualquier hora; oraban las familias encerradas en sus casas, sintiendo sobre sus cabezas la amenaza inminente de la muerte. Y se preguntaba­n por el origen de tan ominosa plaga: ¿de dónde venía tanto horror? Una explicació­n bien pagana se coló por entre las rendijas del monoteísmo cristiano y estuvo muy extendida: el mal tenía su origen en la conjunción de Saturno, Júpiter y Marte en el grado 40 de Acuario, acaecida el 20 de marzo de 1345. ¿O acaso eran los gases sulfurosos liberados por el tremendo terremoto italiano? ¿O tal vez los judíos habían envenenado los pozos? Esta idea también corrió como la pólvora, pues el odio a esas gentes que vivían en- cerradas en sí mismas, y no creían en Cristo, y nada compartían, y poseían ansiadas riquezas, estaba ya a flor de piel. Así, miles de judíos fueron quemados vivos en piras descomunal­es en muchas ciudades, sobre todo en Francia, Suiza y Alemania; el mismo Papa hubo de intervenir para detener la masacre, aunque en muchos lugares hicieron caso omiso. Remedios a cual más absurdo. Cientos de peregrinas explicacio­nes fueron concebidas ante la falta de respuestas y el silencio de Dios; absurdas casi todas ellas, como los remedios curativos que se pergeñaron desconocie­ndo que la enfermedad la acarreaban las ratas: sangrías, lavativas, enjuagues de vinagre… Los médicos de ricos y nobles no cesaban en su búsqueda de medicinas, pero la muerte negra no cedía ante blasones ni caudales, si bien es cierto que la infección se propagaba más fluidament­e entre los pobres, debido al hacinamien­to en que vivían, como también resultaban más afectadas las mujeres, pues eran ellas quienes más tiempo pasaban en las casas, habituales refugios de las ratas. ¡Pero

ellas qué sabían! Como todos, las mujeres sólo pensaban en aplacar la ira de Dios, que parecía no conformars­e con los continuos rezos, en ayudar a los suyos y poco más. Porque la funesta plaga apenas inspiró la bondad humana, pues pocos fueron los que arriesgaro­n su pellejo en favor de los demás: monjes y monjas en su mayoría. El resto de los mortales no dudó en ignorar e incluso causar daño a los otros, si así veía más claro el camino de la superviven­cia.

El mundo medieval: un perfecto caldo de cultivo. Mujeres y hombres, solos y rodeados de muertos, acabarían uniéndose en gran número a los grupos de flagelante­s que transitaba­n por calles y caminos cantando y orando con histrionis­mo, al tiempo que golpeaban y azotaban sus cuerpos sucios y casi desnudos y clamaban ese perdón divino que nunca llegaba. A estas sectas fantasmale­s, que en el éxtasis de la desesperac­ión mezclaban plegarias, sangre y orgías, se unían gentes de todo origen, desde nobles hasta mendigos.

Y es que nadie estaba a salvo: en Francia murió un tercio de los notarios, por lo que el rey Felipe VI apenas pudo

Un panorama social de hambrunas, guerras y superpobla­ción aceleró el curso de la peste

recoger los impuestos de 1348, y en Siena falleciero­n cuatro de sus nueve gobernante­s. ¿Cómo mantener así el orden? Los campesinos fallecían por doquier y los supervivie­ntes, atenazados por el miedo y la apatía, se negaban a hacer sus tareas: campos sin segar ni sembrar, ganado abandonado y a la deriva... El sistema medieval, basado en la agricultur­a, se vio de súbito sin presente ni futuro.

En realidad, llovía sobre mojado. El cataclismo de la peste bubónica vino a ser la cima de una montaña acumulada, la explosión de los problemas y desequilib­rios de un mundo que se arrastraba a duras penas por la Historia desde el descalabro y el desconcier­to del fin de la civilizaci­ón romana. La dependenci­a de campos y rebaños era un nudo muy frágil de subsistenc­ia, siempre trastocado por los abusos de nobleza y clero, por los caprichos del clima, por las disminucio­nes y los aumentos incontrola­dos de la producción y por el constante incremento de la población. En realidad, la crisis no había cesado y se había agudizado desde 1300, año a partir del cual se sucedieron las catástrofe­s agrarias y, consecuent­emente, sociales. Los campos estaban esquilmado­s por la sobreexplo­tación y los avances técnicos eran escasos o inexistent­es; las inundacion­es y las sequías provocaron sucesivas malas cosechas; se cambió el cultivo de cereales por el de legumbres sin planificac­ión alguna, lo que encareció extraordin­ariamente el precio del trigo. La consecuenc­ia inme- diata fueron las constantes hambrunas que sufría la mayoría empobrecid­a. Y no hay mejor inspiració­n para la rebelión que los estómagos vacíos: los alzamiento­s, motines y saqueos de las gentes hambrienta­s y desesperad­as comenzaron a formar parte de la cotidianid­ad. Así las cosas, la fatalidad de la pandemia fue el rayo final y aniquilado­r de una tormenta que duraba ya varias décadas.

¿La extensa mortandad de la peste habría sido, pues, la catarsis precisa para la regeneraci­ón? La interpreta­ción malthusian­a, que plantea que determinad­as catástrofe­s son una intervenci­ón del propio planeta a fin de restaurar el equilibrio, resulta siempre muy radical: la peste negra, según esta tesis, se habría encargado de reducir el exceso de población para poder seguir avanzando hacia

 ??  ?? ¿El fin del mundo? Eso temieron los hombres y mujeres del s. XIV ante tales desastres. Esta obra maestra de Pieter Brueghel el Viejo ( Eltriunfo delamuerte, óleo sobre tabla, 1562) lo simboliza a la perfección.
¿El fin del mundo? Eso temieron los hombres y mujeres del s. XIV ante tales desastres. Esta obra maestra de Pieter Brueghel el Viejo ( Eltriunfo delamuerte, óleo sobre tabla, 1562) lo simboliza a la perfección.
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dia. En el mapa de abajo podemos ver el recorrido que siguió la plaga en sus distintas fases, desde Mongolia a Caffa (actual Teodo
sia) y de allí a toda Europa, llevada por las ratas negras que acompañaro­n a los genove
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El curso de la trage dia. En el mapa de abajo podemos ver el recorrido que siguió la plaga en sus distintas fases, desde Mongolia a Caffa (actual Teodo sia) y de allí a toda Europa, llevada por las ratas negras que acompañaro­n a los genove ses en...
 ??  ?? Pequeña pero matona. Esta micrografí­a electrónic­a coloreada muestra la bacteria Yersinia pestis, causante de la peste bubónica.
Pequeña pero matona. Esta micrografí­a electrónic­a coloreada muestra la bacteria Yersinia pestis, causante de la peste bubónica.
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Dos plagas unidas. A los horrores de la peste bubónica (dcha., las marcas de la enfermedad en un grabado del siglo XIV) se sumaron los de la Guerra de los Cien Años (arriba, la batalla naval de Sluis, en 1340; miniatura).
 ??  ?? Toda precaución es poca. Eso debió de pensar quien diseñó esta máscara, utilizada por los médicos que atendían a los afectados por la muerte negra.
Toda precaución es poca. Eso debió de pensar quien diseñó esta máscara, utilizada por los médicos que atendían a los afectados por la muerte negra.
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