El emperador moroso
Durante los 40 años de reinado de Carlos I, el pago de la deuda externa sumió a nuestro país en un déficit crónico del que sólo nos sacó una suspensión de pagos en toda regla: el Imperio vivía por encima de sus posibilidades.
En la soledad de las habitaciones privadas del emperador Carlos en Bruselas y sin ningún ceremonial recibía Felipe II la Corona de los Reinos Hispánicos, Sicilia y las Indias un día de enero de 1556. De tan discreta forma se le entregaba el enorme imperio “donde no se ponía el sol”; un reino inacabable, capaz de colmar cualquier ambición, pero que venía acompañado de una deuda tan grande como el imperio recibido: un impresionante débito con banqueros, e incluso con algunos de sus reinos, que alcanzaba la mareante cifra de casi 15 millones de ducados. Y esa era sólo la cifra teórica, porque los retrasos en el pago y las refinanciaciones la incrementaron todavía más.
La joven e inteligente hermana de Felipe, doña Juana de Austria, ya se había dado cuenta de la desesperada situación económica al asumir la regencia de España casi un año y medio antes, en septiembre de 1554. Había escrito al padre de ambos, Carlos V, ofreciéndole este demoledor balance económico: “Está consumido y gastado casi todo lo que se puede sacar de rentas ordinarias, extraordinarias, bulas y subsidios, hasta final de 1560”. Es decir, ni siquiera seis años de ingresos, sin gastos, hubieran podido pagar toda la deuda acumulada.
Una pionera suspensión de pagos. Felipe tampoco lo ignoraba. De manera que, ante la perspectiva de empezar su reinado cargándose a la espalda el pesado endeudamiento contraído por su padre, tomó una decisión radical pero meditada y, para la época, insólita: decretó una suspensión de pagos. Pero no lo hizo a la brava, sino cuidando todos los detalles e intentando no perjudicar más de lo necesario a sus poderosos acreedores (a los que iba a seguir necesitando).
Lo que hizo Felipe II fue poner en marcha el primer rescate de España. El primero de los muchos que ha habido, causados por las doce suspensiones de pagos que, según los expertos, han jalonado nuestra poco afortunada historia financiera desde el siglo XVI. Pero ¿cómo había llegado la España de Carlos V, el emperador hegemónico de Europa, a una situación tan desesperada?
Para encontrar la explicación hemos de remontarnos casi cuatro décadas atrás y viajar hasta Aquisgrán, donde el 20 de octubre de 1520 el joven Carlos I de España consiguió añadir a sus títulos los de Rey de Romanos y Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Para ceñirse esas coronas había tenido que vencer en una dura campaña electoral al rey Francisco I de Francia, ya que el título de emperador era electivo. Votaban pocas personas –príncipes y señores de territorios germánicos–, pero había que saber ganarse su voluntad, y la manera más efectiva de hacerlo era el soborno. Así de claro.
Favores de carísima factura. Carlos, que era el primogénito de la casa de Habsburgo y se consideraba por ello investido con el derecho legítimo al título frente a su rival francés, tenía en su contra una excesiva juventud y poco tiempo con la corona: rivalizaba con un rey mucho más consolidado. Para subsanar esta desventaja, él y sus ministros decidieron emplear todo el dinero que fuese necesario en la compra de electores. Se gastaron 851.918 florines (o guldens, el término alemán para referirse a las monedas de oro), que fueron a parar en grandes cantidades a personajes como el duque del Palatinado (139.000 florines), el arzobispo de Maguncia (103.000), etc. Sin embargo, no hay que pensar que Carlos disponía de este dinero en su tesoro, ni tampoco que lo sacara directamente de la Hacienda de sus reinos hispánicos (había tenido que sudar tinta para conseguir que las cortes de Castilla y, especialmente, las de Aragón y Cataluña le diesen una contribución junto a su juramento de fidelidad). Para obtener los 850.000 florines hubo que practicar auténtica ingeniería financiera.
Se habló con muchos banqueros, que trabajaron como equipos en función de sus diferentes nacionalidades o ciudades: participaron sobre todo alemanes, genoveses y florentinos. Por encima de todos ellos coordinaba la operación la casa de banqueros alemanes Fugger, establecida en Augsburgo. La metodología era muy similar a la de los actuales préstamos sindicados, a los que hoy en día recurren las grandes empresas movilizando a la banca internacional en pleno. Aunque no de una manera directa, también hubo banqueros castellanos participando en las maniobras pecuniarias para garantizar la elección.
Esta forma de pagar la fiesta se convertiría en la tónica habitual del reinado de Carlos. Ello condujo a una situación de déficit crónico durante sus 40 años de reinado. Lo más terrible de dicho déficit es que fue en aumento década tras década. Las rivalidades políticas a escala europea, que se traducían en incesantes guerras sobre todo en suelo italiano, contribuyeron de manera decisiva. Así consiguió Carlos muchos éxitos militares, pero venían siempre acompañados –a modo de inevitable contrapartida– por unas astronómicas facturas a pagar.
España, a precio de saldo. Ya desde 1523 –tres años después de la elección– había experimentado el emperador dificultades para saldar los préstamos generados hasta entonces. Esto comenzó a ocasionarle tiranteces con sus principales banqueros, que elevaron la voz por los incumplimientos e incluso dejaron de prestarle durante el periodo 1524-1526, en el que estaba inmerso en la importante campaña de Milán. Es decir, a Carlos V, como a tantos españoles hoy, también se le secó el grifo del crédito.
El Emperador tenía que encontrar una solución, y además estaba muy presionado por banqueros como Jacobo Fugger el Rico, patriarca de la familia. Para resolverlo, optó por una estrategia que le dejaría todavía más atado de pies y manos: enajenó en favor de los Fugger diversas propiedades en España, cuyas rentas percibirían directamente, sin que la Hacienda castellana llegase a ver ni un ducado. Entre ellas se incluía una de las joyas de la Corona, los maestrazgos, que eran grandes extensiones rurales que recibían ese nombre por pertenecer a las órdenes militares (Alcántara, Santiago y Calatrava) y sus maestres. Situadas sobre todo en Extremadura y Castilla-La Mancha, proporcionaban pingües ingresos por la agricultura u otras actividades (las minas de Almadén formaban parte), y todo eso fue a parar a manos de la familia Fugger durante más de un siglo: desde 1525 hasta 1645. También lograron importantes concesiones mineras en otros puntos del país.
El círculo vicioso de la deuda. El retorno del crédito alemán permitió a Carlos V salir de una situación típica de mal pagador: explica el historiador económico Ramón Carande que “desde 1527, la mayor parte de los asientos suscritos para costear las campañas de Italia se aplicaba, principalmente, a saldar deudas pendientes de pago en Milán desde 1525”. Es decir, un préstamo cubría otro anterior impagado.
La fatalidad para España de las estrecheces imperiales fue que se trataba del territorio del que obtenía mayores ingresos Carlos V, con unas entradas muy superiores para sus arcas a las que pudieran proporcionarle los Países Bajos, o incluso las Indias que se estaban conquistando. El Em- perador necesitaba desesperadamente todo el dinero que pudiera obtener en sus reinos españoles para poder ir pagando –o al menos trampeando– su enorme deuda. “Yo no podría sostenerme si no fuera por mis reinos de España”, escribió el propio soberano en una carta a su hermano Fernando.
Pero ni aun así sería suficiente para saldar los muchos préstamos contraídos y otros que iban llegando. Ante la monumental hipoteca, el círculo vicioso se fue convirtiendo en un laberinto para el cual la única salida era hacer nuevas cesiones. El siguiente paso fue arrendar mediante subasta la recaudación de las rentas que por diversos conceptos cobraba la Corona.
Otra forma de captar dinero habitual era a través de la emisión de algo muy similar a nuestros actuales bonos del Tesoro. Se denominaban juros y, emitidos por la Hacienda, permitían cobrar un interés bastante elevado (que en algunas modalidades superaba el 10% anual). Tenían, sin embargo, un punto de peligro para el
inversor, pues cada juro se garantizaba con el dinero de la recaudación de un determinado impuesto y, si ésta fallaba, podía haber problemas para cobrar. De esta forma, los inversores buscaban los juros de mejor calidad crediticia (referenciados sobre un impuesto de segura cobranza). De los de peor calidad hoy diríamos que tenían una mayor prima de riesgo.
Cambiantes ciclos económicos. ¿Y cuál era el sentimiento de los súbditos españoles ante esta situación? Lejos de ver el Imperio como un beneficio, repudiaban tener que ser los paganos de su grandeza. Las cortes castellanas pusieron obstáculos siempre que pudieron. Un texto castellano de un año tan temprano en el reinado de Carlos V como 1529 lo resume bien: “Las necesidades del Imperio y de otras tierras, que no son España ni están a ella sujetas, no se podrían justamente pagar con lo de España, ni imponerlas a España; únicamente no teniendo ellas para defenderse, y sobrando en Castilla, podríase decir que in subsi
dium se pudiese pedir, pero no tal que pusiese en necesidad a Castilla”.
Durante la década 1532-1542, considerada la más gloriosa de su reinado, las cuentas de Carlos V mostraron una salud desconocida, atribuible en su mayor parte al incremento de las riquezas que llegaban desde América. La conquista de Perú, en particular, rendía espectaculares frutos y el Emperador pudo prescindir de los préstamos de sus banqueros habituales.
Sin embargo, a partir de 1542, la situación en Europa se le complicó demasiado: primero con una nueva guerra con Francia, que acabó de manera precipitada en 1544 sólo porque se iniciaron las guerras luteranas tras el Concilio de Trento, que iban a con-
La suspensión de pagos decidida por Felipe II en 1557 fue la primera de las 12 que, según los expertos, ha vivido España desde entonces
sumir los años de madurez de Carlos V, al resurgir siempre el ímpetu opositor de la religión.
Para entonces, además, la credibilidad crediticia de Carlos V estaba muy mermada por sus reiterados incumplimientos. Si antes de las guerras luteranas, el interés medio que pagaba el Emperador por los préstamos era de casi el 28%, después de estos enfrentamientos, los tipos que le exigían subieron alrededor de 20 puntos porcentuales, situándose alrededor del 49%, un interés inasumible. Pero es que ni siquiera conseguir un préstamo resultaba fácil: las reticencias eran demasiado fuertes, incluso entre los banqueros castellanos.
Tras la llamada Paz de las Religiones (o Paz de Augsburgo), Carlos V entró en un periodo de reflexión personal que lo llevó a la abdicación. Volvemos a los momentos evocados al principio del artículo: cuando Felipe II asumió el poder, se encontró con una deuda de al menos 15 millones de ducados (quizás más, por los intereses de demora) y decidió cortar por lo sano.
La suspensión de pagos de 1557 significó un auténtico terremoto internacional: fue la primera experiencia de impago (o default, como dicen los economistas) por parte de un país, hizo perder cantidades millonarias a los Fugger (y a muchos otros banqueros) y señaló el camino a seguir a otros reinos con dificultades financieras, como Francia y Portugal, que imitarían la solución de Felipe II.
El nuevo rey no quería dejar de pagar para siempre, sino que planteó a sus acreedores una reestruc
turación de la deuda. Significaba cambiar los diversos préstamos cuyos vencimientos le acuciaban por otro tipo de instrumentos financieros más cómodos: escogió los antes mencionados juros y, en particular, una modalidad de ellos llamada juros perpetuos, en la que, a cambio de que el Reino nunca tenía que amortizar el capital principal entregado por los inversores, les pagaba a éstos un interés más alto (superior al 10%) a perpetuidad. Lo que hacía Felipe II, en definitiva, era diferir en el tiempo el pago de la deuda. Además, aplicaba una quita (es decir, ante la situación de impago, el acreedor aceptaba perdonar una parte de lo que se le adeudaba para facilitar el cobro del resto). La Historia también son números. De esta forma, logró sortear la envenenada herencia que le había legado su padre. Aun así, la tormenta financiera que desencadenó no tiene nada que envidiar a la del hundimiento de Lehman Brothers en 2008. Y, años después, Felipe II volvería a encontrarse otra vez con una montaña de deuda inasumible y declararía otras dos suspensiones de pagos, por lo que la valoración a hacer de su gestión no puede ser demasiado positiva.
Inmersos nosotros mismos en una crisis con no pocas similitudes con aquella, la principal lección no es sólo que la Historia se repite, sino que es mucho más económica y menos épica de lo que creemos. Tanto Carlos V como Felipe II, cuyos nombres siempre hemos leído vinculados a guerras y conquistas, pasaron al menos igual de tiempo consagrados a éstas que a las prosaicas actividades de buscar préstamos, negociar con banqueros y discutir de números. El dominio de la economía sobre la política es, probablemente, más antiguo de lo que pensamos.