8. El efecto Tequila (1994)
México fue la primera pieza en caer, pero el efecto dominó, en un mundo global, arruinó las economías de muchas naciones en desarrollo; de Latinoamérica a Asia, pasando por Rusia.
En los primeros días de 1994, la imagen de un guerrillero escondido tras un pasamontañas demandando, arma en mano, tierra y libertad para los indígenas mexicanos supuso un duro golpe para la imagen internacional del país. Aunque el episodio apenas traspasó las fronteras de Chiapas, la fuga de capitales extranjeros de México detonó una peligrosa crisis financiera con efectos perniciosos para el resto del mundo.
La ofensiva zapatista no podía llegar en peor momento. El déficit pú- blico superaba el 7%, debido a los excesos de gasto del gobierno del presidente Carlos Salinas de Gortari. La corrupción en la Administración Pública estaba desbocada, hasta el punto de que acabaría llevando a la cárcel al propio hermano del Presidente. Pero era año electoral y Salinas de Gortari disparó el gasto estatal para afianzarse en el poder. Entre 1990 y 1993, México había captado más de 90.000 millones de dólares de inversores extranjeros. El Gobierno pensó que la racha podía seguir y emitió los llamados Tesobonos, unos títulos de deuda pública mexicana pero valorados en dólares, que ofrecían unos atractivos intereses.
Pero era tarde. La confianza en el país estaba de capa caída y las divisas del Banco de México se evaporaban a la velocidad de la luz. Un año después, sus reservas habían caído por debajo de los 4.000 millones de dólares. A Salinas de Gortari le sucedió Ernesto Zedillo, pero las decisiones del nuevo presidente no hicieron sino agravar la crisis. La devaluación del peso multiplicó la fuga de capitales y, ante la imposibilidad de contener la situación, Zedillo permitió la libre flotación de la moneda, que hasta entonces estaba ligada al dólar. Eso implicó una subida del tipo de cambio de 3,4 a 7 pesos por dólar y la ruina de familias y empresas. La depresión se instauró en la economía mexicana, que llegó a caer un 6,2%.
Una política económica incendiaria. El pánico financiero amenazaba con contagiarse a los países vecinos, sobre todo a EE. UU., cuyos bancos habían financiado la deuda mexicana y con cuyo gobierno México acababa de firmar el Tratado de Libre Comercio de América del Norte. El presidente Bill Clinton no dudó en poner en marcha un rescate internacional para contener lo que se denominó efecto Tequila, la primera gran crisis de la era de la globalización. No obstante, los más de 50.000 millones de dólares aportados por Washington, el FMI y un nutrido grupo de países vecinos fueron incapaces de detener la hemorragia. Como dijo el premio Nobel de Economía Paul Krugman, “para muchos inversores ignorantes, todos los países latinoamericanos son iguales”.
La debacle no sorprendió a casi nadie. Desde el Financial Times o el Wall Street Journal, muchos economistas no habían cesado de advertir del riesgo de crisis financiera en los países en desarrollo. En todos se practicaba una política económica incendiaria: monedas débiles artificialmente ligadas al dólar, deudas públicas desorbitadas, inversión masiva de capital internacional especulativo y volátil... y, además, una globalización que interconectaba perniciosamente a toda la banca de inversión internacional.
Con Latinoamérica hecha unos zorros, los flujos mundiales de capital buscaron beneficios en Asia: China, Tailandia, Malasia, Indonesia
e incluso Filipinas. Lo que ocurrió después tuvo los ingredientes de la receta natural de toda crisis: descomunal subida de las bolsas, boom del sector inmobiliario, exuberancia de la economía y del gasto de las familias... Mientras, el resto del mundo contemplaba con estupor cómo los denominados tigres asiáticos lideraban las exportaciones y acogían los principales centros de producción de las multinacionales de Occidente.
Piezas del dominó financiero. Pero, tras el pinchazo de la burbuja en el vecino Japón, el comercio de los tigres se resintió; una debilidad demasiado suculenta como para que los especuladores financieros dejaran pasar su oportunidad. En 1997, George Soros, un magnate famoso por haber expulsado a la libra del sistema monetario europeo cinco años antes, lanzó un ataque contra el baht tailandés. La operación fue apoyada por los grandes fondos de inversión, a los que no les costó demasiado desestabilizar una moneda que estaba ligada al dólar a un cambio fijo en un país en el que las ar- cas públicas se veían mermadas por un fuerte endeudamiento. Tumbado el baht, los especuladores siguieron con la jugada. El 27 de agosto, todas sus fuerzas se centraron en Malasia. El 23 de octubre, la víctima fue Hong Kong y, en un solo día, consiguieron derrumbar los mercados y contagiar el miedo a todos los inversores, que no tardaron en huir de la zona. Mientras, las naciones afectadas necesitaron el auxilio del Fondo Monetario Internacional para equilibrar sus balanzas de pagos y reforzar las reservas de sus bancos centrales. Fueron precisos más de 150.000 millones de dólares para rescatar a toda la región asiática. Fiel a su política, el FMI insistió en exigir fuertes reducciones de gastos, que intensificaron las crisis en los países rescatados. Indonesia fue el que salió peor parado, con un descenso del PIB cercano al 14%. La economía tailandesa se contrajo un 9%, la malaya, un 7%, y la coreana, un 5,5%.
Y el contagio llegó a Rusia. Recién estrenado el capitalismo y con las mismas debilidades que todos los países emergentes (alto endeudamiento, moneda frágil...), el Kremlin tuvo que declararse en quiebra. Uno de los principales afectados por el impago ruso fue un fondo de inversión internacional, Long Term Capital Management, con conexiones en todo el mundo, lo cual trasladó los problemas a la siguiente víctima de este dominó financiero: Brasil.
Y, también, Samba. El país presidido por Fernando Henrique Cardoso acumulaba una descomunal deuda pública que superaba los 200.000 millones de euros y los intereses agobiaban cada vez más a las débiles arcas estatales. A finales de 1998, el capital extranjero detectó el peligro y emigró tan deprisa como una bandada de pájaros. En cuatro meses desaparecieron 35.000 millones de dólares y Brasil se vio obligado a devaluar el real un 30%, lo que hundió su economía. El bombero, una vez más, fue el FMI, que acudió a rescatar a Brasil con un paquete de ayuda de 41.000 millones de dólares. El efecto Samba había vuelto a poner en jaque las economías del resto de la región.