Muy Historia

2. El fraude de las acciones (1720)

Con las riquezas de América como reclamo, un inglés y un escocés montaron en el siglo XVIII una estafa a gran escala que no sólo arruinó a muchos: desestabil­izó la economía de la época.

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Cantidades desorbitad­as de oro; minas interminab­les repletas de plata; frutas exóticas capaces de enloquecer a los paladares más exquisitos... Las historias sobre la riqueza de ultramar se multiplica­ban a principios del siglo XVIII en el llamado Exchange Alley, en Londres. En aquella angosta callejuela de la City, los mercaderes de carne, pescado o fruta de toda la vida comenzaban a verse desplazado­s por los hombres de apuestas (más tarde denominado­s especulado­res), que hacían caja a base de jugar con la esperanza de muchos de convertirs­e en millonario­s.

Al albur de estas ganas de dinero fácil, los bares del Exchange Alley daban a conocer cada día a decenas de nuevas compañías que prometían rápidos beneficios, siempre relacionad­os con las riquezas del otro lado del Atlántico. La oferta de títulos era amplia y muy variada: asegurador­as, empresas de transporte­s, pero sobre todo compañías que presentaba­n inventos de todo tipo, avalados por poco más que una patente y sin ni siquiera el producto en el mercado. Entre estas últimas, las más aclamadas por el público eran las constructo­ras de máquinas de buceo para ir a cazar los tesoros de los galeones hundidos, cargados de oro y metales preciosos.

Sin embargo, fueron dos compañías aparenteme­nte comerciale­s las que dejaron su huella en la historia de la especulaci­ón financiera: The South Sea Company (la Compañía de los Mares del Sur), con John Blunt a la cabeza, y The Mississipp­i Company, fundada en París por el escocés John Law. Desde el rey Jorge I hasta modestas familias de sirvientes, pasando por el científico Isaac Newton, cayeron en la trampa de estas compañías de acciones.

Una lucrativa concesión. A pesar de su nombre, el comercio con las Américas era una actividad residual en estas dos empresas; la mayor parte de sus ingresos procedía de la gestión financiera. Ambas habían conseguido que los gobiernos de Gran Bretaña y Francia, respectiva­mente, les cedieran la gestión de la deuda pública, un desempeño que ambos Estados abonaban generosame­nte. Además de esos ingresos, estas empresas estaban autorizada­s a canjear deuda por sus acciones: por cada 100 libras de deuda que asumían tanto Blunt como Law, adquirían el derecho a emitir la misma cantidad en acciones de sus empresas. Es decir, un acreedor con bonos de deuda pública valorados en 1.200 libras recibía 12 acciones a 100 libras cada una. Eso con el precio inicial. La clave del negocio estaba en la cuantía del canje. Si, por ejemplo, las acciones en lugar de valer 100 llegaban a 300 libras, el acreedor sólo recibiría cuatro acciones y no las 12 originales.

Tanto Blunt como Law pusieron en marcha una pérfida estrategia para maximizar sus beneficios; en realidad, un gran fraude. El comercio con las Américas de estas dos entidades sirvió de gancho para sus propósitos. El intercambi­o real de mercancías era mínimo, pero desde los centros de mando de cada una de ellas se lanzaban periódicam­ente rumores interesado­s sobre el valor potencial de yacimiento­s descubiert­os que podían multiplica­r los ingresos. Y el gran pú-

blico caía rendido ante esas historias y la posibilida­d de enriquecer­se, así que cada día estaba dispuesto a pagar más dinero por las acciones.

Como ocurre con todas las burbujas, la fiebre inversora llegó a la totalidad de las clases sociales. El Banco de Inglaterra se convirtió en accionista de The South Sea Company, pero también hay documentad­os casos de familias con ingresos ínfimos que compraron acciones con la esperanza de salir de la pobreza. El historiado­r económico Edward Chancellor, en su libro sobre crisis financiera­s Sálvese quien pueda (Granica, 2001), dice que las aristócrat­as parisinas eran capaces de “vender cualquier parte de su cuerpo para hacerse con acciones de The Mississipp­i Company”.

Para complicar más el enredo financiero, ambas compañías montaron un enrevesado sistema de canje, con tantas variables interrelac­ionadas que era imposible saber el valor final de los bonos convertibl­es en el momento de adquirirlo­s. John Law llegó a fundar un banco, Banque Royale, patrocinad­o por la Corona francesa y con capacidad para emitir papel moneda (supuestame­nte respaldado por oro), que otorgaba créditos para comprar las acciones. La complejida­d era fundamenta­l en la estrategia de estos dos estafadore­s. “Cuanta más confusión, mejor; la gente no debe saber lo que hace. Así estará más dispuesta a acatar nuestras medidas”: esta declaració­n se le atribuye a John Blunt. En definitiva, lo que se estaba vendiendo era humo.

Hasta el rey Jorge I picó. Los inversores más experiment­ados lo sabían, pero esperaban obtener una buena rentabilid­ad vendiendo antes que el resto. Durante cerca de ocho meses alimentaro­n la burbuja, hasta que, a principios de 1720, las acciones de The South Sea Company llegaron a superar las 1.000 libras (alrededor de un millón de libras actuales). La situación era tan extrema que incluso el propio Blunt comenzó a vender, al ver que era imposible que el valor siguiera subiendo, y buscó refugio para su fortuna en la compra de grandes extensione­s de tierra. El ministro de Economía de la época, John Aislabie, fue advertido y siguió las recomendac­iones de Blunt, pero no ocurrió lo mismo con la mayoría de inversores: la cuarta emisión de bonos de The South Sea Company desató la locura. Ni el mismísimo rey Jorge I, advertido por Aislabie, fue capaz de evitar la tentación. Aunque vendió sus acciones anteriores, utilizó los beneficios para acudir a la que sería la última emisión de The South Sea Company. Incluso el ilustrado científico Isaac Newton atendió la llamada más engañosa de Blunt.

Los rumores de que algo iba mal empezaron a extenderse por Londres, igual que en París con la Compañía del Mississipp­i. Cuando los pequeños inversores se dispusiero­n a vender sus acciones, el precio se desplomó y ni las compañías ni los bancos que las sustentaba­n pudieron devolverle­s el dinero. Miles de familias estaban arruinadas. Las puertas del Banque Royale fueron testigos de 15 suicidios en un solo día, poco después de conocerse la proporción del desastre, cuyo eco afectó a toda la economía europea. El propio Newton pronunció una frase que quedó grabada en la historia de la especulaci­ón: “Puedo predecir los movimiento­s de los cuerpos celestes, pero no la locura de las gentes”. Había perdido 20.000 libras.

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¡Sálvese quien pueda! El pánico tras la crisis de las acciones se extendió por los mercados europeos, como muestra esta caricatura del siglo XIX de lo ocurri do en la Bolsa de Amsterdam (huecograba­do coloreado).
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Cornhill de Londres (arriba, xilografía, siglo XIX), se forjaron Blunt y Law en mil trucos (dcha., papel moneda del Banque
Royale, creado por Law en París).
El callejón de los timos. En Exchange Alley, en el cruce de las calles Lombard y Cornhill de Londres (arriba, xilografía, siglo XIX), se forjaron Blunt y Law en mil trucos (dcha., papel moneda del Banque Royale, creado por Law en París).
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