4. El crac (1929) y la Gran Depresión
En 1929, después de una década de gasto sin freno, crédito sin límite y euforia bancaria, el mercado de valores de EE. UU. se hundió y arrastró consigo a toda la economía mundial.
Así que allí estaban, caminando de un lado para otro como en un hormiguero revuelto visto a cámara lenta, ofreciéndose enormes fajos de títulos a un tercio de su precio anterior y a la mitad de su valor actual, y por muchos minutos consecutivos sin encontrar a nadie que tuviera capacidad para aceptar las fortunas seguras que decían poder ofrecer”. Esta fue la apesadumbrada descripción que hizo el político británico Winston Churchill tras presenciar en directo, en Wall Street, el crac que sufrían los mercados financieros el 24 de octubre de 1929. No podía creer que los agentes de Bolsa mantuvieran esa relativa calma cuando, en apenas unas horas, el mercado había perdido cerca de 10.000 millones de dólares. El mismo Churchill había visto desaparecer las 20.000 libras que había invertido en las, hasta entonces, lucrativas acciones del mercado neoyorquino.
Un alocado salto al vacío. La debacle bursátil que anonadó al premier inglés era sólo la antesala del descalabro que estaba por llegar. En cuatro días, los brókers de Wall Street se olvidaron de las normas de etiqueta que mantenían habitualmente y los gritos se adueñaron del parqué financiero: la desconfianza se había apoderado de los inversores. Al lunes siguiente, día 28, las órdenes de venta se agolpaban en las mesas de negociación incluso cuando el mercado todavía no había abierto. La tecnología se alió con el pánico: las teleimpresoras que marcaban las cotizaciones de Bolsa no daban abasto, porque el volumen de compraventa había triplicado el de un día normal, superando los 16 millones de títulos. El cable que cruzaba el Atlántico transmitiendo datos se rompió, las líneas de teléfono se saturaron y muchos brókers tuvieron que utilizar taxis para hacer llegar la información de las operaciones a sus clientes, ante la imposibilidad de recurrir al telégrafo. La caída fue de 38 puntos y la jornada fue bautizada como “el día de la matanza de los millonarios”.
Pero lo peor llegó el martes, 29 de octubre. El mundo entero quería desprenderse de sus acciones y el mercado caía en picado; como también los cuerpos de algunos inversores, que no vieron más salida a su ruina que lanzarse desde las ventanas de los pisos más altos de los hoteles. A última hora de la sesión, el magnate John Rockefeller (ver recuadro) anunció que él y su hijo comprarían acciones para tranquilizar al mercado. De este modo consiguieron hacerse con la propiedad de grandes corporaciones a precio de saldo, pero no salvar a un sistema financiero que había saltado por los aires.
La prosperidad y la euforia especulativa que habían dominado la década de los años veinte se volatilizaron en apenas tres sesiones de Bolsa. Atrás quedaba la inversión en acciones como pasatiempo favorito, incluso de las familias más humildes. En los llamados felices veinte, los ciudadanos creyeron que no era necesario ser un potentado multimillonario para tener acceso a los grandes avances de la época. Además, la euforia del mercado
de valores prometía enriquecimientos tan fáciles como el obtenido comprando unas acciones que, en pocos días, podían hasta duplicar su valor.
La locura de la situación quedó plasmada en múltiples crónicas, entre ellas las memorias de Groucho Marx: “Podías cerrar los ojos, apoyar el dedo en cualquier punto del enorme tablero mural y la acción que acababas de comprar empezaba inmediatamente a subir”, recordaba el genial comediante, después de contar que había pedido prestados más de 250.000 dólares para jugar en Bolsa y que los había perdido.
Y es que esta era otra de las grandes perversiones de la euforia de los años veinte: no sólo se había desatado un consumismo desaforado, sino que éste se sustentaba en los endebles cimientos del crédito. Todo se compraba a plazos (o a cuotas, como se decía en aquella época). En 1926, el 65% de los coches se adquirió a base de cuotas. Los grandes almacenes realizaban el 40% de sus ventas también mediante este sistema y, por supuesto, era la forma generalizada de comprar casas. En los días previos al crac de Wall Street, la deuda pendiente de cuotas se había elevado hasta los 6.000 millones de dólares.
América, crédito ilimitado. La práctica de comprar a crédito no era sólo de las clases medias: los grandes inversores llevaban años alimentado la burbuja bursátil con los denominados
créditos al descubierto. En octubre de 1929, los préstamos de los corredores de Bolsa y los bancos de inversión ascendían a la espectacular cifra de 16.000 millones de dólares, un 18% del valor total del mercado cotizado.
Desde el punto de vista financiero todo esto había sido posible gracias a la arriesgada política monetaria de la Reserva Federal (FED), el Banco Central de Estados Unidos. Tras la Primera Guerra Mundial, EE. UU. era el único país cuyas finanzas apenas se habían resentido. En Gran Bretaña, el Banco de Inglaterra tuvo que abandonar el patrón oro ante la incapacidad de hacer frente a las necesidades de capital que requería la posguerra. Alemania, la gran perdedora, había quedado arrasada y supeditada, tras el Tratado de Versalles, al crédito de los países de la coalición para poder sobrevivir. Así, la América presidida por John Calvin Coolidge se había convertido en prestamista mundial. La FED ayudaba a Gran Bretaña con una política de tipos de interés bajos para evitar una excesiva fluctuación de la libra, ya que eso habría acabado con el comercio británico y con sus colonias. En esta situación, la inyección de dinero nuevo en la economía era constante desde el Banco Central estadounidense. Se calcula que al menos se multiplicó el dinero en circulación un 62% entre 1923 y 1929.