1. La tulipomanía de Holanda (1637)
La crisis de los tulipanes llevó a la bancarrota a muchos inversores en la Holanda del siglo XVII. Fue un exceso especulativo que marcó la pauta de todas las burbujas que han venido después.
Pagar por una flor lo que cuesta un apartamento en el centro de la ciudad? Aunque parezca increíble, hasta esos límites llegaron los holandeses del siglo XVII poco antes de que estallara la que se conoce como primera burbuja financiera de la Historia: la crisis de los tulipanes.
Ogier Ghislaine de Busbecq, embajador de Holanda en Turquía, cayó rendido ante la belleza de unas llamativas flores que rodeaban su residencia en Constantinopla (la actual Estambul). Los coloridos tulipanes de la capital turca le gustaron tanto que los convirtió en regalo oficial: cada vez que regresaba a su metrópoli, agasajaba a lo más granado de la sociedad holandesa con exuberantes ejemplares. Una novedad exótica cuya exhibición puso de moda una de las familias más ricas de la época, los Fugger, al adornar con ellas sus mansiones de Augsburgo.
La belleza de estas flores engatusó, ya no sólo a las clases más adineradas, también a los ciudadanos de clase media. Nadie quería pasar sin tener tulipanes en su ventana... o en su cuenta corriente. Porque, más allá de la flor física, el comercio de bulbos de tulipán se convirtió en un intenso mercado financiero.
¿Por qué Amsterdam y por qué los tulipanes? En 1620, la Bolsa de Amsterdam, con apenas diez años de vida, se había convertido en la más dinámica y concurrida de su época. En ella se negociaban todo tipo de productos, desde acciones de las compañías que comerciaban con América hasta seguros marítimos, pasando por materias primas y por artículos más sofisticados, como arenques, especias, granos e incluso esperma de ballena y sedas italianas. En este contexto, el tulipán y sus bulbos encajaban a la perfección.
Por otro lado, en torno a esta flor se dan las claves de lo que los psicólogos
consideran la base de la experiencia especulativa. En los bulbos se combina el azar, la sencillez y la accesibilidad. Un virus de la época podría convertir un sencillo bulbo en un extraño, admirado y, por tanto, cotizado ejemplar. Además, tener tulipanes era fácil, ya que no necesitaban mucho terreno para ser cultivados (incluso una maceta en el alféizar de una ventana era suficiente); y, en contra de lo habitual en la época, no había gremios que controlaran el oficio. Todo ello hacía que su precio no fuera excesivamente alto. Así, las clases medias, a las que les resultaba imposible acceder a la especulación con acciones de la Compañía de las Indias, podían permitirse apostar por un bulbo.
Euforia económica desatada. Los rumores de enriquecimiento con estos productos surcaron Europa. Se hablaba de la revalorización de los mismos no sólo en Holanda, también en París o en la Bretaña francesa. Nadie quería perderse su trozo de pastel: hilanderos, picapedreros, panaderos, campesinos... La demanda disparó los precios, y también la posibilidad de ganar más dinero con los tulipanes.
La tulipomanía había comenzado y su origen tenía nombre propio. Las crónicas de la época identificaron a Carolus Clusius, un botánico holandés, como la primera persona que pagó un precio exorbitante por un bulbo de tulipán. Él, además, se dedicaba a clasificarlos por variedades y precios.
La euforia por los tulipanes era una derivada más de la boyante situación monetaria de la Europa Central de la época. El optimismo económico estaba disparado: el comercio se hallaba en su máximo apogeo tras desaparecer la amenaza militar española. La potente Compañía de las Indias Orientales generaba pingües ingresos con el comercio con las colonias y el precio de sus acciones subía como la espuma en la Bolsa de Amsterdam. Como ocurriría con la mayoría de las burbujas posteriores, el coste de la vivienda también pasaba por un período de subidas desbocadas. La demanda de grandes mansiones se multiplicaba sin cesar, como también lo hacía la de tulipanes para decorar sus envidiables jardines.
El comercio con los bulbos ya no sólo se hacía en la Bolsa de Amsterdam, sino que se habían organizado lo que podrían denominarse bolsas informales que se improvisaban en concurridas tabernas, llamadas colegios. En ellas se compraban y vendían bulbos y derechos de compra de bulbos para el futuro, al tiempo que se comía y bebía sin medida. Este intenso comercio disparó los precios. Así, un bulbo de cuatro ases, uno de los más simples, pasó de costar 20 florines a 225, en una Holanda en la que la media salarial estaba entre los 200 y los 400 florines al año. Otras variedades, como el Amarillo Croenen, dispararon su precio hasta los 1.200 florines. Pero la gran locura se desató en torno a la variedad Semper Au
gustus: en 1624, un ejemplar de esta especialidad llegó a superar los 6.000 florines, que era lo mismo que costaba una pequeña casa en el centro de la ciudad de los canales.
La explosión de la burbuja. Mientras los bulbos estuvieron bajo tierra (finales de 1636-principios de 1637), la escalada de precios continuó. A su vez, apareció un mercado de futuros denominado Windhandel (negocio del viento): los vendedores prometían entregar un bulbo de cierto tipo y peso a la primavera siguiente y los compradores adquirían el derecho a la entrega. Durante el tiempo de espera, ese derecho cambiaba de manos innumerables veces y su precio se multiplicaba en cada transacción. Tal fue el trapicheo, que la mayoría de las transacciones se hicieron por bulbos que nunca llegarían a entregarse porque, sencillamente, no existían. Eran simples notas de crédito.
Un exceso que sólo unos pocos, los comerciantes más avezados, supieron detectar a tiempo. Antes de la primavera, mientras el pueblo llano se volcaba de lleno en la compra o apuestas por los bulbos, los ricos coleccionistas dejaron de pagar esas desorbitadas cantidades y empezaron a vender sus participaciones.
La locura se quebró para todos los demás cuando llegó el momento de entregar los tulipanes. El día clave fue el 5 de febrero de 1637. Un rumor se extendió por el mercado de Haarlem (el centro del negocio de las flores): no había nadie dispuesto a comprar bulbos. Las órdenes de venta corrieron por toda Amsterdam, con el precio cayendo en picado y los propietarios desesperados por vender a toda costa.