10. La Gran Recesión actual (2008- ...)
Tras olvidar la lección del crac de 1929, la especulación y la desregulación financiera nos han arrojado a una recesión que ha traído el mayor recorte del bienestar desde la II Guerra Mundial.
Aquellos que no recuerdan el pasado, están condenados a repetirlo”, aseguraba George Santayana en su obra La vida de la razón, allá por 1905. Aunque la frase ha sido repetida millones de veces, la historia de la Economía se ha encargado de demostrar que ni el recuerdo ni el conocimiento son suficientes para evitar la tentación humana de la avaricia.
El ansia por el beneficio fácil borra de un plumazo la memoria de las de- sastrosas consecuencias que implica relajar la prudencia cuando se trata de inversiones financieras. Y eso fue lo que ocurrió, otra vez, durante la primera década del siglo XXI. Gobiernos, instituciones financieras y consumidores hicieron caso omiso de esas lecciones y repitieron uno tras otro los errores, dando lugar a una de las mayores crisis económicas de todos los tiempos.
La banca en la sombra. Su origen, una vez más, estuvo en EE. UU. En 2001, el estallido de la burbuja de Internet llevó al gobierno de George W. Bush a implantar un plan de ayuda basado en facilitar la liquidez y el dinero barato. Los atentados contra las Torres Gemelas del 11 de septiembre acentuaron esa tendencia. Se intensificaron la bajada de tipos de interés (pasaron del 6,5% en 2001 al 1% en 2003) y la reducción de impuestos, para motivar el consumo de los deprimidos estadounidenses. Además, se impulsaron altas dosis de gasto
público para incentivar la actividad de las empresas y el empleo.
Mientras cicatrizaban las heridas morales del 11-S, los estadounidenses repetían los errores de los felices
años veinte del siglo anterior: gastos desenfrenados en bienes de consumo, demanda desaforada de viviendas, alentada por créditos muy baratos, e inversión masiva en Bolsa.
La desregulación financiera añadió más leña al fuego de la burbuja, provocando una desaforada especulación. En 1999, los lobbies de la banca se apuntaron una gran victoria al conseguir que el gobierno de Bill Clinton aboliera la ley Glass Steagall. Se trataba de una normativa implantada en 1933 por el presidente Roosevelt que prohibía que los bancos mezclasen sus actividades minoristas con inversiones especulativas para impedir las malas prácticas que originaron el crac de 1929 y la Gran Depresión. El sucesor de Clinton, Bush, rebajó todavía más los requisitos de prudencia y eliminó todo control de la banca, abonando así el terreno para el desarrollo de una industria financiera altamente sofisticada, compleja e incluso oculta, ya que muchas operaciones se hacían a través de paraísos fiscales para no ser reflejadas en los balances oficiales. Es lo que los economistas han bautizado como la banca en la sombra. Basura muy rentable para todos. En ese contexto, la simbiosis entre las dudosas prácticas bancarias y el
boom inmobiliario produjo un cóctel explosivo: el de las hipotecas subpri
me o basura. Los bancos se aventuraron a conceder créditos a ciudadanos que no iban a poder devolverlos. Eran los NINJA, siglas en inglés que los calificaban como personas sin trabajo, sin ingresos y sin propiedades; pero incluso ellos podían tener una casa propia merced a la creencia ( igual que en anteriores periodos de burbuja) de que los precios de la vivienda seguirían subiendo y que la hipoteca por la que iban a pagar unos desmesurados intereses sería compensada por la revalorización de sus inmuebles. El riesgo de impago era palpable, pero la ingeniera financiera puso en marcha una estrategia para que los bancos la disimularan en sus balances.
Lo hacían a través de complicados instrumentos con nombres tan enrevesados como su misma estructura (MBS, CDOs...), que permitían empaquetar las hipotecas buenas y malas en un mismo Vehículo de Inversión Estructurado (SIV, en sus siglas en inglés) que, a su vez, era vendido por tramos a inversores internacionales. Al mezclar hipotecas buenas y malas, las agencias de calificación (ver recuadro) encargadas de valorar sus riesgos ignoraron el peligro real. Para complicar aún más este entramado, se inventaron los Credit Default Swaps (CDS), unos seguros que cubrían el riesgo de impago de cualquier producto. En principio, parecía el negocio perfecto. Se compraban productos de alto riesgo y mucha rentabilidad, y a la vez un seguro CDS, por si algo fallaba. El famoso inversor Warren Buffet los calificó de “armas de destrucción masiva”. Aun así, los bancos de inversión estadounidenses los comercializaron entre todo el sistema financiero mundial, ávido de las suculentas ganancias que proporcionaban.
Empiezan los rescates. Pero la avaricia, una vez más, rompió el saco. Los especulativos fondos de alto riesgo ( hedge funds) fueron más allá y apostaron directamente por la subida o bajada de esos seguros, con un complicado mecanismo bursátil (apuestas bajistas) que les permitía, sin necesidad de tenerlos en propiedad, conseguir pingües beneficios.
Todo este entramado comenzó a desmoronarse cuando, en 2006, la Reserva Federal de EE. UU. (FED) decidió elevar los tipos de interés para frenar la subida de la inflación. Los NINJA más débiles fueron incapaces de seguir pagando sus créditos y comenzaron a caer las fichas de ese dominó maldito: impagos, desahucios, bancos en números rojos, desconfianza entre entidades y reticencias a prestarse entre banqueros.
Los indicadores de la actividad inmobiliaria ya alertaban de que la
fiesta estaba llegando a su final. En 2006, la actividad había caído un 26% respecto al año anterior. Pero fueron los rumores de que Bear Stearns (uno de los principales bancos de inversión de Wall Street, con 86 años de historia) tenía problemas de liquidez los que hicieron saltar todas las alarmas. Dadas sus conexiones con el resto de entidades financieras, había vendido hipotecas subprime por todo el planeta, y su bancarrota podía desencadenar una cascada de cracs en otros bancos. El gobierno de EE. UU. organizó un rescate camuflado prestando dinero a través de su competidor JPMorgan, que se quedó con la propiedad del banco comprando las acciones a un 93% por debajo del precio de mercado. Es decir, casi gratis.
El remedio fue peor que la enfermedad, ya que esto alertó al mercado de la gravedad de la situación. Aunque el gobierno de EE. UU. juraba que era una operación aislada y se negaba a más rescates, no tardó ni dos semanas en acudir en ayuda de Fannie Mae y Freddie Mac, las dos principales aseguradoras hipotecarias del país. Éstas habían sido creadas por Roosevelt, tras la Gran Depresión, para conceder hipotecas avaladas por el Estado a los ciudadanos con menos recursos, pero con la desregulación financiera habían salido incluso a cotizar en Bolsa y a competir con la banca de inversión. Eran líderes en hipotecas de baja calidad y poseían la mitad de todo el mercado hipotecario estadounidense; por eso fueron las primeras afectadas.
El desastre de Lehman Brothers. La lista de entidades con problemas no hacía más que crecer. Cuando le tocó el turno a Lehman Brothers, otra entidad histórica, con 158 años de actividad en Wall Street, el presidente Bush, con las elecciones a la vuelta de la esquina, no quiso dar la imagen de que rescataba con dinero público los excesos de los banqueros de inversión. A pesar de que unas horas antes Bank of America había rescatado, con dinero público, a Merrill Lynch, otro de los grandes de las finanzas mundiales, con Lehman decidieron que era la hora de dar un escarmiento y lanzar el mensaje de que el gobierno no estaba dispuesto a cargar con los desmanes de la banca.
El error de dejar caer a Lehman Brothers se supo de inmediato. La noticia se filtró la noche del domingo 14 al lunes 15 de septiembre de 2008 y, unas horas después, las Bolsas de todo el planeta se desplomaban. Lehman no era muy grande, pero sus conexiones con otros bancos y su extensa comercialización de hipotecas basura lo convertían en un gigante. La onda expansiva se llevó por delante en pocas horas a la mayor aseguradora del mundo, AIG, así como a la principal caja de ahorros esta- dounidense, Washington Mutual.
La situación era tan grave que el gobierno republicano tuvo que dejar a un lado sus convicciones de no intervenir en la economía y acudió al rescate, lo mismo que el resto de los gobiernos de los principales países del mundo. Tres días después, el 18 de septiembre, los principales bancos centrales se unieron en la primera decisión masiva conjunta de la Historia para asegurar la liquidez,
comprometiéndose a inyectar fondos por valor de 180.000 millones de dólares. En los meses siguientes, todos los Estados sacaron la chequera para salvar a sus bancos y evitar un segundo Lehman Brothers. A los 150.000 millones de dólares (el 1% del PIB estadounidense) liberados por Bush les siguieron unos meses después, en enero de 2009, otros 700.000 del plan de rescate aprobado por su sucesor, Barack Obama. En Reino Unido se dedicaron 400.000 millones de libras a sofocar los problemas de los ocho grandes bancos. El rescate francés alcanzó los 320.000 millones de euros. Mientras, en España, el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero se jactaba de la solvencia y fortaleza del sistema bancario español y ponía a disposición avales por valor de 100.000 millones de euros. A pesar de que España estaba acuciada por los mismos errores ( boom inmobiliario, borrachera de crédito), aquí se insistía en que los bancos españoles no se habían infectado con las hipotecas basura, como le ocurría al resto del sector europeo.
Terapia de choque. Lo que estaba fuera de duda era que la crisis se había expandido por todo el planeta y que había que evitar los errores de 1929, cuando el gobierno de Hoover se desentendió de los problemas y el proteccionismo ejercido por todos los países hundió el comercio mundial y desencadenó la Gran Depresión.
En noviembre, los principales países del mundo (G20) se unieron para acordar planes de estímulo conjuntos. Como recuerda el economista José Carlos Díez en su libro Hay vida
después de la crisis, esos acuerdos “fueron el mayor plan de estímulo fiscal y monetario coordinado a nivel global de la historia de la humanidad. La terapia de choque funcionó y el enfermo recuperó el pulso. Se evitó una segunda Gran Depresión”.
Aun así, la situación era enormemente grave. Las principales economías del mundo entraron en recesión. El comercio mundial se hundía y, ante la falta de actividad e ingresos, las empresas no paraban de enviar trabajadores al paro. Estos indicadores, aunque muy graves, no eran tan desmesurados como los de 1929, por lo que los economistas Barry Eichengreen y Kevin O‘Rourke bautizaron esta situación como la Gran Recesión, frente a la Gran Depresión de los años 30 del siglo pasado.
El euro, en peligro. No obstante, la situación no era fácil de resolver. La unidad mundial de intervención pronto se tornó en división. Por un lado, EE. UU. no dudó en seguir las lecciones de Keynes, que tanto bien le hicieron tras el crac de 1929, y mantuvo la política de gasto público y estímulos económicos: desde 2008, la FED ha puesto en marcha ya tres programas de inyección de liquidez en los mercados financieros, para estimular la economía a través de la compra de bonos del Tesoro y cédulas hipotecarias. La economía estadounidense consiguió superar la recesión y en febrero de 2009 ya reportó un crecimiento del 0,9%. En la actualidad crece por encima del 2% anual. Aun así, el desempleo todavía se mantiene alto para sus criterios, cerca del 8%, por lo que los estímulos públicos continúan y hacen caso omiso al riesgo que implica que su deuda pública haya escalado hasta el 106 % de su PIB en 2012.
Mientras, con los planes de estímulo comprometidos a medio implantar, Europa decidió cambiar de rumbo y apostar por la austeridad y el control del gasto. El punto de inflexión llegó por culpa de Grecia a finales de 2009. El Partido Socialista de Grecia (PASOK), liderado por Yorgos Papandreu, ganó las elecciones legislativas anticipadas y descubrió que el anterior gobierno, con la ayuda del todopoderoso banco de inversión Goldman Sachs, había utilizado derivados financieros para esconder un abultadísimo déficit público del 12,7%, frente al 3,4% que daban las estadísticas oficiales. La realidad era que Grecia estaba casi quebrada, su deuda superaba el 100% de su PIB y se le complicaba hacer frente a los intereses. La economía helena apenas representa el 2% del PIB europeo, pero los derivados de su deuda habían sido colocados a los bancos de toda Europa, en especial a los alemanes. Un impago de Grecia podía generar un tsunami del estilo del de Lehman Brothers. Y aún más: dejar caer a un
socio del euro podría hacer peligrar la estabilidad de la moneda única.
Las contradicciones de la Unión Europea, con una moneda pero 27 políticas fiscales distintas, se hicieron más palpables. La unión se debilitó y cada país tomó las medidas que creyó más adecuadas para afrontar la crisis. Alemania, cuyos bancos estaban muy contaminados con las hipotecas
subprime estadounidenses y también con bonos de deuda europeos, se autoerigió como árbitro de la política europea e impuso a los países con problemas una dura política de austeridad y ajuste de gasto. Todo lo contrario a lo que estaba haciendo EE. UU.
La receta de la austeridad. Tras meses de discusiones y enfrentamientos entre los socios de la Unión Europea, la canciller alemana Angela Merkel cedió y permitió la aprobación, el 2 de mayo de 2010, de un plan de rescate a la economía griega, en colaboración con el Fondo Monetario Internacional, por valor de 110.000 millones de euros. Las condiciones eran similares a aquellas a las que habían sido sometidas las economías emergentes en los años noventa del siglo anterior: recortes de gasto público, reformas estructurales, bajada de pensiones y sueldos públicos... No fue suficiente: en el verano de 2011 fue rescatada una segunda vez, y la UE ya se plantea un tercer rescate. Parece claro que las duras condiciones exigidas a cambio de los rescates hunden más que reflotan la economía de Grecia.
Alemania, el principal acreedor de los bancos griegos, impuso la tesis de la austeridad para evitar mayores pérdidas a sus bancos. Pero la desconfianza seguía instalada en el sistema y la restricción del crédito acentuaba la crisis. Países como España, en un principio no contaminado con las subprime, comenzaron a sufrir problemas de liquidez, lo mismo que el resto de socios. El obligado ajuste de gasto público y austeridad en toda Europa provocó sendos rescates en Irlanda (15 de diciembre de 2010) y Portugal (21 de abril de 2011). Lejos de resolver los problemas, estas medidas no han hecho sino agravarlos. Por su parte, el BCE, influido por la obsesión alemana de controlar la inflación, volvió a subir los tipos de interés en julio de 2011, abocando a sus socios a una segunda recesión. A lo largo de 2012, las dudas sobre la continuidad del euro provocaron una huida de los inversores hacia refugios como el dólar estadounidense, encareciendo la financiación de países más débiles de la UE como España o Italia, que estuvieron a punto de tener que ser rescatados.
La situación ha llegado a tal límite que muchos economistas han calificado el empeño de Alemania de aus
tericidio, ya que forzar a los países a ajustes tan severos sólo ha servido para frenar la recuperación de la crisis y conducir a Europa a una depresión similar a la que ha sufrido Japón tras la crisis de los ochenta y en la que ninguna de la medidas aplicadas parece tener efectividad para acabar con la recesión.