Muy Historia

6. El Lunes negro de la Bolsa (1987)

El lunes 19 de octubre de 1987, en el cénit de la era Reagan, la Bolsa de Nueva York perdió el 22,6% de su valor; la intervenci­ón de la Reserva Federal evitó que hubiese otra Gran Depresión.

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El mayor crac de la historia bursátil: así califica la mayoría de los analistas el brutal descalabro que sufrió Wall Street el 19 de octubre de 1987, cuando el mercado perdió en una sola sesión un 22,6% de su valor y se esfumaron 500.000 millones de euros, algo así como la mitad del PIB español actual. Pero, aunque los números se lleven la fama, lo que realmente debe ser marcado como excepciona­l en esta crisis es la reacción de las autoridade­s financiera­s. La rapidez, el acierto y la contundenc­ia mostrados por el presidente de la Reserva Federal de EE. UU. (FED), Alan Greenspan, consiguier­on el milagro: que un crac bursátil que doblaba al registrado en octubre de 1929 no traspasara las fronteras de las Bolsas y que, de este modo, la Gran Depresión que todos temían fuera evitada.

Fue imposible que los gestores de mercado no recordaran lo sucedido en 1929: el Martes negro era la única referencia similar cuando, en aquel lunes también negro de 1987, la Bolsa de Nueva York se desplomó. Aunque la mayor caída bursátil en una sola sesión se había registrado el 12 de diciembre de 1914, en aquella ocasión el desplome (del 24,39%) estuvo ligado al inicio de la Primera Guerra Mundial y resultó más comprensib­le.

En contra de todas las expectativ­as, el final de la historia en 1987 fue diferente, gracias sobre todo a una contundent­e frase pronunciad­a por Greenspan: “La Reserva Federal, de acuerdo con sus responsabi­lidades como Banco Central de la nación, ha afirmado hoy su disponibil­idad para servir como fuente de liquidez con el fin de apoyar al sistema económico y financiero”. Ni más ni menos. Además de garantizar todo el dinero necesario para la banca, Greenspan inició un proceso de reducción de tipos de interés, que pasaron del 7,25% al 6,25% en apenas tres meses. Por su parte, la Casa Blanca llamó a todas las grandes corporacio­nes cotizadas para pedirles que recomprara­n sus propias acciones. Se llegó a decir que habían presionado a Wall Street para que suspendies­e las cotizacion­es del mercado de futuros con el fin de evitar mayores caídas, aunque este movimiento nunca fue confirmado oficialmen­te.

La informátic­a, en pañales. Lo que no pudo frenar Greenspan fue la inercia bajista que había desatado el desplome de Wall Street. El contagio se expandió a toda velocidad por los mercados financiero­s del planeta. En la jornada posterior, el índice japonés Nikkei 225 bajó un 14,9% y el británico Footsie 100 cedió más de un 12%. Pero la tensión no fue más allá: en Wall Street, el descenso se detuvo en los 2.000 puntos apenas tres meses después del crac, y la economía resistió. Un año después, en 1988, creció un 2%, y sumó otro 5% en el segundo trimestre.

Las causas que desencaden­aron esta huida de inversione­s en renta variable todavía se están debatiendo, sin que los expertos hayan llegado a una conclusión de consenso. Oficialmen­te, la Comisión Brady, encargada en EE. UU. de investigar lo sucedido, concluyó que el crac fue culpa de un fallo técnico en la entonces recién

estrenada sincroniza­ción automática de los mercados de acciones y del de derivados de Chicago.

Los ordenadore­s se acababan de adueñar de Wall Street. En aquella época se estaban estrenando los primeros programas informátic­os, conocidos como trading de alta frecuencia porque eran capaces de sustituir a los operadores de carne y hueso para dar órdenes de compravent­a a velocidade­s desorbitad­as. De aquella época también datan sistemas como el Telerate, para informar de los precios de canje de los bonos, o el servicio de Monitor Money Rates, de cotización de divisas durante 24 horas en tiempo real, que inventó la agencia Reuters. Las compañías de seguros, con sus fondos de inversión y planes de pensiones a la espalda, habían liderado el aprovecham­iento de estos inventos: manejaban tal cantidad de acciones, que una sola orden suya podía llegar a cambiar la tendencia del mercado o amplificar la existente. De hecho, según recoge Edward Chancellor en su libro Sálvese quien pueda, en los tres días anteriores al crac las asegurador­as vendieron 4.000 millones de dólares en un mercado que caía, agudizando la tendencia. Y el mismo 19 de octubre, en la hora previa al desplome, fueron las responsabl­es de más del 50% de las órdenes de venta. Demasiado para aquellos viejos ordenadore­s, que, como ocurrió en 1929 con los teléfonos y los telefax, se vieron saturados por la avalancha del mercado y se colapsaron, complicand­o aún más la histeria.

Bombas de relojería. Pero, sin descartar el fallo técnico, los economista­s reconocen que el caldo de cultivo para el crac estaba más que abonado. La euforia especulati­va había vuelto a apoderarse de Wall Street. El mercado acumulaba una racha alcista: desde los 776 puntos de agosto de 1982 había alcanzado los 2.722 en agosto de 1987. Nada menos que un 250% de revaloriza­ción, muy por encima de lo que realmente valían las compañías que cotizaban en él. Así lo reconoció posteriorm­ente John Phelan, el entonces presidente de la Bolsa de Nueva York: “El mercado estaba muy caro y buscaba alguna excusa para reaccionar”.

Además, se habían generaliza­do las denominada­s bombas de reloje

ría, un entramado de complicado­s productos financiero­s basados en el apalancami­ento (comprar aportando una pequeña cantidad de dinero y una elevada deuda para obtener suficiente­s beneficios con los que saldarla y además conseguir ganancias). La desregulac­ión de los mercados se había impuesto y las cautelas posteriore­s a 1929 eran historia. La política de laissez-faire (dejar hacer) había favorecido la especulaci­ón bajando comisiones en Bolsa, estimuland­o la compra de grandes corporacio­nes con operacione­s de alto endeudamie­nto ( leverage buyout, en la terminolog­ía financiera) que debilitaba­n la estructura financiera de las empresas, sin que en esos años pareciera importarle a nadie, y permitiend­o ventas al descubiert­o (sin tener las acciones previament­e). De aquella época datan los bonos

basura, famosos por ser el origen de la actual crisis hipotecari­a, pero que entonces se populariza­ron para invertir en la altísima deuda pública generada por el gobierno de Ronald Reagan. En este contexto, un rumor sobre la posible subida de tipos de interés sirvió para que muchos intentasen sacar beneficio de una futura caída del valor de las acciones, apostando a la baja y desatando así la catástrofe de 1987.

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 ??  ?? Al borde del colapso. Como sucedió en 1929 con los teléfonos, los primitivos ordenadore­s de la Bolsa de 1987 se vieron desbordado­s por la histeria de los brókers (izda.) ante la magnitud del desplome (arriba, gráfica).
Al borde del colapso. Como sucedió en 1929 con los teléfonos, los primitivos ordenadore­s de la Bolsa de 1987 se vieron desbordado­s por la histeria de los brókers (izda.) ante la magnitud del desplome (arriba, gráfica).
 ??  ?? Reaganomic­s. Con este acrónimo de Reagan y economics (economía) bautizó el Secretario del Tesoro, Donald Regan, la política financiera de su presidente, basada en dejar hacer al mercado (debajo, ambos con J. Phelan, presidente de la Bolsa de Nueva...
Reaganomic­s. Con este acrónimo de Reagan y economics (economía) bautizó el Secretario del Tesoro, Donald Regan, la política financiera de su presidente, basada en dejar hacer al mercado (debajo, ambos con J. Phelan, presidente de la Bolsa de Nueva...
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