Estos tipos están locos
Al principio no le dieron importancia. Sólo eran cuatro chalados; uno de tantos grupúsculos de los que el Imperio se deshacía sin despeinarse. Pero vinieron para quedarse; pusieron patas arriba el sistema politeísta y cimentaron la religión hegemónica en
Abrumados por esta gravísima depresión económica, nos parece que sólo las cuestiones monetarias son capaces de producir crisis sociales. Y eso no es cierto. Los grupos humanos se mueven, se agitan y pueden llegar a desmoronarse por causas de naturaleza muy diversa, y las más graves de todas han sido las espirituales.
La razón es cínicamente sencilla: las diferencias económicas permiten una convivencia más estable que las religiosas. Aceptamos como un axioma que siempre hubo ricos y pobres, pero solamente los grandes abismos de desigualdad económica – como los que se produjeron entre la aristocracia y el pueblo franceses en el siglo XVIII o entre los proletarios rusos y su plutocracia en el XX– dieron lugar a crisis revolucionarias. En cambio, los proletarios iraquíes se siguen matando entre sí, hoy mismo, por cuestiones de religión.
Por supuesto, la religión es más que religión. Implica normas sociales diferentes, prohibiciones, obligaciones y conductas que nos llevan a chocar con el vecino a las primeras de cambio. Situaciones que generan un rencor atávico, cuidadosamente transmitido de generación en generación. Sobre todo mientras las cicatrices están frescas: que les pregunten a los armenios y a los griegos por los turcos otomanos.
La vieja Persia sasánida sobrevivió cuatro siglos y medio siendo mazdeísta, pero la nueva religión que
Los judíos cristianos resultaron doblemente marginados: como cristianos por los judíos y como judíos por los romanos
puso en marcha Mahoma los arrolló por completo. Y para qué hablar de la crisis total que supuso en las sociedades amerindias la imposición de la cruz. Se dirá que ello se debe a que detrás de los estandartes religiosos llegan los sables, pero no siempre fue así. El Egipto faraónico era una sociedad muy estable en líneas generales. Sin embargo, cuando Ajenatón alentó un cambio de creencias que simplificaban el laberinto de los dioses, perdió la partida. Aquella fue una crisis religiosa interna, pura.
Tolerancia religiosa. De entre las grandes movidas religiosas de la Historia, la más profunda y compleja fue el aterrizaje del cristianismo en el seno del Imperio Romano. A pesar de que la espada la tenían los romanos y de que les costó diez generaciones ser aceptados, los cristianos no sólo conquistaron por dentro aquella sociedad, sino que modelaron y protagonizaron los dos milenios siguientes de la historia occidental.
¿Cómo pudo pasar? En un principio, Roma toleraba todas las religiones. Habían aprendido desde muy pronto que la tolerancia religiosa era absolutamente esencial para la construcción de un imperio. Si los pueblos conquistados querían seguir adorando a escorpiones en lugar de a Júpiter, ellos no pondrían ningún obstáculo… siempre y cuando se atuvieran a la ley de Roma en todo lo demás. Y pagaran sus impuestos.
No hay que olvidar que la primera crisis que desencadenó el cristianismo tuvo lugar en la propia sociedad hebrea, cuyos miembros jamás habían adorado a otro dios que a Yavéh. En cambio, ahora había judíos que después de rezar en la sinagoga se reunían en secreto para celebrar un rito sospechoso al que llamaban “eucaristía”. El movimiento herético lo encabezaba un grupo de doce personajes que presidía un charlatán conocido por Pedro. Y era gente tan fanática que sus miembros más ricos –entre ellos el opulento Bernabé– llegaban a vender cuanto poseían para entregarlo a la secta. Además, no todos eran judíos de raza. También aceptaban gentiles, y eso constituía un problema añadido, tanto para la sociedad israelita cuanto para ellos mismos: los cristianos no judíos se quejaban de diferencia de trato y de segregación por parte de los judíos cristianos. Como los apóstoles no estaban para cuestiones menores, delegaron esos problemillas de convivencia en siete ayudantes a los que llamaron diáconos. Y así nació la jerarquía católica.
Los adeptos a la nueva religión duraron poco en Judea. Los doce cabecillas fueron azotados, y el cristiano Esteban pronunció ante el Sanedrín un discurso de protesta que enfureció a los sacerdotes mosaicos hasta el punto de que lo sacaron de la ciudad a empujones y lo mataron con sus propias manos. Los cristianos huyeron, y eso significó la expansión de la nueva religión a todo el Imperio.
En Roma, los judíos cristianos resultaron doblemente marginados: como cristianos por los judíos y como judíos por los romanos. Tal aislamiento estrechó aún más el vínculo entre ellos y los convirtió virtualmente en una secta, que en un primer momento las autoridades creyeron sólo judía. El recelo oficial despertó al comprobar que aquellos sectarios ponían a la religión por encima de todo y aceptaban en su comunidad a gentes de cualquier procedencia. Y a romanos; sobre todo a romanos. Cuando el centurión Cornelio se hizo cristiano tras escuchar a Pedro en Cesarea, arrastrando con él a toda su familia y a algunos amigos militares importantes, saltaron las alarmas. Era preciso vigilar estrechamente a aquellos fanáticos.
La fuerza de una idea. Podían vigilarlos, sí, pero los romanos más avispados comprendieron que el peligro no estaba en los creyentes, sino en el extraño poder de la idea que predicaban. Aunque no supieran muy bien de qué iba aquello, se dieron cuenta de que era algo nuevo que llegaba en unos momentos en que la envejecida y amanerada religión oficial de Roma experimentaba un grave declive.
La primera reacción política registrada se produjo apenas quince años después de la crucifixión, cuando Claudio expulsó de Roma a cente-
nares de judíos acusados de promover disturbios a propósito de un tal Crestos. A partir de entonces, los romanos entendieron que no todos los judíos eran iguales, y que entre ellos había nacido una secta distinta, cerrada en sí misma, proselitista y fanática. El propio aislamiento al que los sometieron hizo de ellos un núcleo de marginados impermeable a la sociedad romana. El hijo de Cayo se hacía cristiano y sus padres lo perdían. La mujer de Balbo se hacía cristiana y Balbo la repudiaba. Un miembro prominente de la sociedad se bautizaba y desde ese momento se negaba a participar en los ritos religiosos comunes y quedaba al margen de los asuntos políticos. El pueblo romano empezó a sentir que los cristianos estaban vampirizando a su sociedad y, lo más grave: el número de conversos crecía sin parar. Aquello era una crisis en toda regla, resultado –sostenían algunos– de la tolerancia romana que les permitía actuar libremente. En definitiva: los vieron como veríamos ahora a un grupo político antidemocrático que se aprovechara de los beneficios constitucionales para prosperar. Estaban listos para ser considerados unos terroristas. Y en eso llegó Nerón.
Cazadores de cristianos. Los cristianos no incendiaron Roma. Pero la mayoría de los romanos estaban tan hartos de ellos que prefirieron creer aquel infundio antes que echarle la culpa al emperador, del que sin embargo sospechaban. Su indignación encontró asiento en la mezcla explosiva de odio y desprecio que sentían por aquella nueva secta, así que todo saltó por los aires. Se convirtieron en cazadores de cristianos, a los que se tildó de enemigos del género humano para dejar bien claro que la causa de la persecución no eran sus creencias, sino su catadura social. La ira desbordó la imaginación popular y los acusaron de antropofagia, de sacrificar niños y de las más íncreíbles orgías y ceremonias. Por millares fueron crucificados, quemados vivos, entregados a las fieras del circo y descuartizados. Y el eco de aquel odio repercutió en el conjunto del Imperio, extendiéndose por los mismos cauces que habían facilitado la evangelización: la red de calzadas y las rutas marítimas estables que hacían posible el funcionamiento de la
El cristianismo se con- virtió legalmente en un delito capital.
Entonces fue cuando se manifestó su verdadera capacidad de resistencia. Los que pudieron se ocultaron en las catacumbas o se despistaron marchándose al campo. Otros resistieron manteniendo en secreto su fe mientras se dejaban ver en los templos y las ceremonias paganas. Unos pocos renegaron al escuchar de cerca el rugido de los leones y los demás se convirtieron en mártires.
Los autores romanos de esos tiem- pos son unánimes. Califican a la fe cristiana de superstición abominable (Tácito) o de creencia extravagante y perversa (Plinio el Joven). Y son unánimes en condenarla calificándola de peligrosísima, como alertó Suetonio. El problema de fondo residía en que los cristianos no estaban dispuestos a contemporizar con los dioses del panteón romano ni con ninguna otra divinidad de las aceptadas en el Imperio. Despreciaban arrogantemente cualquier creencia que no fuera la
suya, lo cual los dejaba fuera del ámbito de tolerancia común y de cohabitación que Roma consideraba esencial para su propia convivencia. Habían roto la baraja y esto les hacía particularmente odiosos a la corta y temibles a la larga.
Durante el siglo II, Trajano y Adriano –ambos originarios de Hispania– mantuvieron una delicada relación con los cristianos. Trajano ordenó que no se los hostigara constantemente ni se les persiguiese mientras que sus actividades se mantuvieran en secreto. Las denuncias anónimas no se aceptaban, pero como la secta seguía estando prohibida había que investigar las denuncias formales. Se detenía a los sospechosos y eran procesados. Si se demostraba su culpa, tenían dos posibilidades: o la abjuración o la muerte.
Respetuosos con la ley. Adriano dulcificó esas condiciones: dictaminó que ser cristiano no era un delito per se y que sólo se les podía detener y castigar en caso de haber faltado a las leyes de Roma. Eso les permitió tomar aliento, porque en todo lo demás eran ciudadanos honrados y respetuosos de las leyes. Siguiendo lo que su maestro les había aconsejado, daban al César lo que era del César. Durante ese periodo de semitolerancia, se reagruparon y volvieron a ejercer con éxito el proselitismo, así que el gran emperador que fue Marco Aurelio se vio obligado a restaurar la política trajana y dictaminó de nuevo que la condición de cristiano debía llevar aparejada, por sí misma, la pena de muerte. Aquello dio renovados bríos a los cazadores de cristianos, que montaron una nueva espiral de pogromos.
Reacción ultra. El siglo III tuvo una primera parte bastante tranquila. La dinastía de los Severos se preocupó sobre todo de poner coto a las conversiones de romanos al cristianismo, que castigó con penas abrumadoras. Pero al final de aquella dinastía tuvo lugar una larga y grave crisis política y económica la cual, a su vez, originó una reacción que hoy llamaríamos ultranacionalista. Era urgente poner de nuevo en planta la religión oficial de Roma, para lo cual sobraban todos los cristianos. Aquellos fueron los peores años, ya que además de no reprimirse los movimientos populares más o menos espontáneos, que organizaban pogromos cuando querían, se realizaron persecuciones oficiales no ya contra los fieles, sino directamente contra la Iglesia cristiana. El patriarca Tertuliano escribió: “Si se desborda el Tíber o si el Nilo no se desborda, si no llueve, si llueve demasiado, si tiembla la tierra, si hay hambruna o peste, el pueblo grita: ¡los cristianos a las fieras!”
Los últimos intentos imperiales de desarraigar por completo a aquellos locos que marchaban cantando al encuentro con los leones fueron los más sistemáticos y crueles. La crisis que habían provocado amenazaba la existencia misma del Imperio tal como era y el poder asumió que se trataba de una lucha por la supervivencia. En 257, Valeriano decretó la ejecución de cuantos fuesen descubiertos practicando sus “abominables” ritos y que toda la jerarquía eclesiástica cristiana, desde obispos a diáconos, realizara sacrificios públicos a los dioses de Roma bajo pena de muerte. Meses después dio un paso más: los miembros de las clases altas romanas contaminados por el cristianismo, incluyendo a los sena-
dores y a los militares con graduación, fueron expulsados de la vida pública y sus bienes confiscados. Si después de esto seguían sin abjurar, eran ejecutados y sus esposas enviadas al destierro.
La batalla final la planteó Diocleciano, que por lo demás fue un gran emperador. Asumió el poder con la voluntad de restaurar el viejo caserón inmenso y destartalado en que se había transformado el Imperio. Fronteras líquidas y siempre amenazadas, corrupción general, abusos de los poderosos, milicia descontenta y, por si fuera poco, el eterno y desagradable asunto cristiano. Había que regresar a los fundamentos que hicieran grande a Roma y para eso había que recuperar la religión oficial antes que ninguna otra cosa. Así que primero purgó drásticamente a los cristianos que militaban en sus legiones y luego planteó una especie de solución final para todos los demás. Por medio de cuatro edictos sucesivos quemó los libros sagrados, destruyó los templos, detuvo a los miembros del clero y les obligó a abjurar o morir. Por fin, en 304, decretó la pena de muerte para todos los cristianos sin excepción allá donde se los encontrara: el genocidio total.
Cambio de rumbo. Fue un golpe durísimo, pero fue el último. Y no porque lograra su propósito, sino porque hizo visible que no había manera de terminar con aquella clase de fanatismo. El sucesor de Diocleciano, Galerio, que había sido uno de los principales instigadores de las matanzas, hubo de rendirse a la evidencia en su lecho de muerte, desde donde decretó la tolerancia para el culto de los cristianos.
A partir de Constantino, acabaron llamando “vieja religión de las tinieblas” a la fe de sus antepasados
No sólo eso. Poco después, como resultado de una supuesta visión onírica, el emperador Constantino puso el signo de la cruz al frente de sus ejércitos y venció en la decisiva batalla del Puente Milvio. Asombrado de su propio éxito, Constantino se aproximó al cristianismo y todo cambió de la noche a la mañana. En vez de destruir los templos cristianos, el Estado los construyó a su costa por todas partes mientras dejaba desmoronarse los de la vieja religión de las tinieblas, que fue como terminaron llamando a la fe de sus antepasados. Y hasta se vio al propio emperador alentando a sus súbditos para que se hicieran cristianos.
Nuevos pilares. El Imperio se cristianizó y eso produjo inicialmente la revitalización que había perseguido Diocleciano, aunque demasiado tarde. La decadencia de Roma estaba muy avanzada y, bajo los nuevos puntos de vista cristianos –que supusieron modificaciones radicales en muchos aspectos de la vida–, el Imperio no
podía sostenerse. No había si- do puesto en pie sobre los pilares que imponía la nueva religión. La piedad, la caridad y el amor fraterno no eran conceptos válidos para mantenerlo. Ni siquiera los esclavos eran ya lo que habían sido y la larga crisis estaba llegando a su desembocadura lógica. Algunos autores sospechan que la conversión de Constantino no fue sino un ardid para evitar lo inevitable, un movimiento desesperado con el que se intentó prolongar la agonía imperial, empleando en las luchas fronterizas las fuerzas y el tiempo desperdiciados en tratar de reducir a aquellos cristianos que, al final, terminaron por heredar el Imperio. Pero estaba tan decrépito que se derrumbó por completo tres generaciones después.
Eso produjo una ruptura histórica tan grande que dividió dos épocas. La Edad Antigua dio paso a la Edad Media y los cristianos demostraron entonces que eran capaces no sólo de hundir un imperio, sino de crear el suyo propio. El verdadero éxito de la Iglesia católica se manifestó cuando los bárbaros destructores de Roma sucumbieron a su vez al cristianismo y la sociedad medieval fundió religión y poder, dando paso a la etapa más larga y oscura de cuantas ha vivido Europa. Sólo acertamos a salir de ella cuando, bajo las luces del siglo XVIII, se empezó a deslindar el poder político del religioso, que se redujo poco a poco al ámbito personal. Y así pudimos distinguir de nuevo entre las dos caras de la moneda y volver a diferenciar a Dios del César.