Un libelo polémico
Uno de los problemas con los cristianos era que se ignoraba cuántos eran y, para salir de dudas, Roma puso en marcha su burocracia. A mediados del siglo III, Decio promulgó un decreto ordenando que todos los ciudadanos romanos debían hacer sin excusa posible un sacrificio a los dioses, tras del cual recibirían un certificado, un libelo que podrían exhibir ante cualquier sospecha de pertenecer al cristianismo. La reacción de los devotos fue muy variada y estuvo a punto de provocar el estallido interno de la secta. Un gran número de ellos aceptó realizar el sacrificio, considerándolo un mero trámite que les permitiría seguir con su religión en secreto. En realidad, sólo tenían que dejar caer un poco de incienso en el sagrado pebetero. A estos los llamaron lapsi, flojos o relajados. Otros consiguieron el libelo sin necesidad de ejecutar el sacrificio, comprándolo a funcionarios corruptos. A esos –los libelati– también los condenó la Iglesia, a pesar de que algunos obispos (entre ellos los hispanos de Mérida y Astorga) habían considerado que era una defensa legítima, un pequeño truco que les daría libertad para con- tinuar con su fe. Pero la autoridad religiosa opinaba que la única salida digna para el buen cristiano era dejarse torturar y asesinar. Y eso es lo que muchos hicieron. Cuando la persecución amainó, los lapsi y los libelati se dirigieron a quienes habían sobrevivido a la mazmorra y el martirio (los “confesores”) para solicitarles a su vez un nuevo documento, la “carta de paz”, que los admitía otra vez en la comunidad cristiana. Y todos contentos.