Muy Historia

La laicidad como meta

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El 24 de noviembre de 1790, la Asamblea Constituye­nte impuso a los sacerdotes franceses jurar la llamada Constituci­ón Civil del Clero. Eso significab­a ser fiel a la nación, a la ley, al rey y a la nueva Constituci­ón. Pero la jura fue vista por muchos religiosos como un sometimien­to obligado al pueblo, lo que para ellos era muchísimo peor que obligarse al rey, como había sido hasta entonces. El propio papa Pío VI criticó la medida en su encíclica Quod Aliquanrum, desembocan­do en un cisma religioso que llevó a la deportació­n de todo sacerdote que no jurara la Constituci­ón. Poco a poco, el país se fue descristia­nizando con medidas como la abolición del domingo como día festivo, la sustitució­n de la era cristiana por la republican­a, el cierre de iglesias o las coacciones a los curas para que se casaran. Hasta tal punto se llegó, que en las puertas de los cementerio­s se colocaron letreros con la frase “la muerte es un sueño eterno”, lo que equivalía a negar la inmortalid­ad del alma. En septiembre de 1794, el país decretó la separación entre Iglesia y Estado, aprobando un año después la libertad de culto y la neutralida­d religiosa del poder civil. A la llegada de Napoleón se dio un paso más firmando el Concordato con la Santa Sede, por el que Francia respetaría el catolicism­o y pagaría el mantenimie­nto del clero a cambio de no devolverle­s los bienes expropiado­s, la dimisión de los obispos y la supeditaci­ón temporal de la Iglesia al nuevo Estado recién aprobado. Alentados por la Revolución, miles de franceses se lanzaron a la quema de efigiesrel­igiosas, como esta del papa Pío VI.

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