Más se perdió en Cuba (y Filipinas)
La pérdida de nuestras últimas colonias en 1898 ha quedado en los anales de la historia negra de España. La humillante derrota ante Estados Unidos dejó al descubierto el tremendo atraso económico y social que sufría nuestro país.
El fin del imperio colonial español hunde sus raíces en el arranque del siglo XIX, cuando en plena Guerra de la Independencia muchos políticos conservadores y liberales se replegaron en Cádiz para organizar la resistencia contra el invasor y redactar una constitución que solucionase los problemas económicos y políticos que tenía el país. Las Cortes Generales reunidas en la ciudad andaluza proclamaron la Constitución el 19 de marzo de 1812, día de San José, motivo por el que fue popularmente conocida como “la Pepa”.
La Carta Magna estableció la separación de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, e incluyó a las colonias americanas y asiáticas en el mismo rango que las pro- vincias peninsulares. De este modo, la Corona perdía no sólo su privilegio absoluto, sino las rentas de América, ya que el nuevo Estado establecía una diferencia entre la hacienda nacional y la hacienda real. Una vez salieron las últimas tropas napoleónicas de España, Fernando VII dictó una orden para abolir aquella Carta Magna que tanto debilitaba sus arcas.
Pero el mensaje de modernidad y liberación de la Constitución de Cádiz ya había calado en las colonias americanas, que no aceptaron seguir bajo el yugo de la Corona española. El 16 de septiembre de 1810 comenzó la sublevación que desembocaría tiempo después en la independencia de México. A partir de entonces, los demás territorios americanos dieron los primeros pasos para independizarse de la metrópoli. A finales del siglo XIX, España solo mantenía el control sobre Cuba, Puerto Rico, Filipinas y algunas pequeñas islas en el océano Pacífico.
Aquellos últimos enclaves coloniales se perdieron en 1898 con la firma del Tratado de París, que puso fin a la guerra con Estados Unidos. Aquel sombrío año fue crucial en la memoria de España. Todo comenzó con el Arancel Cánovas de 1891, que garantizaba el monopolio textil catalán obligando a Cuba a absorber sus excedentes de producción. A esto se añadió el incumplimiento de las reformas autonomistas que había prometido Antonio Maura, ministro de Ultramar del Gobierno español. Aquel cúmulo de despropósitos propició el le-
vantamiento de los patriotas cubanos, que veían como un lastre el vínculo comercial que todavía mantenían con la Corona.
La situación de la economía española empeoró las cosas. El aislacionismo comercial y monetario frenó el crecimiento y retrajo la inversión extranjera. La depreciación de la peseta alertó a los inversores foráneos del riesgo-país que tenía España, que se acentuaría meses más tarde por el enorme gasto que iba a requerir la guerra en Cuba y Filipinas. El volumen del endeudamiento exterior de la economía, tanto público como privado, fue en aumento según se iban produciendo las derrotas en los campos de batalla.
Rebelión desatada. La autorización para la insurrección armada llegó a Cuba a finales de enero de 1895. La firmaba la Junta Revolucionaria de Nueva York, con José Martí, el carismático líder del independentismo cubano, a la cabeza. El momento culminante del levantamiento se produjo en la localidad de Baire, donde el general Salcedo lanzó su proclama contra la soberanía española. Martí desembarcó en Cuba en el mes de abril, cuando la guerra ya había comenzado en Matanzas, en la zona oriental de la isla. El 19 de mayo, Martí murió en el curso de un enfrentamiento armado con los españoles en la localidad de Dos Ríos. Tenía 42 años y desde aquel momento se convirtió en “un muerto grande, el más grande la historia cubana”, según palabras del escritor Cabrera Infante.
Con la llegada de Antonio Cánovas del Castillo al poder,
A finales del siglo XIX, España sólo mantenía el control sobre Cuba, Puerto Rico y Filipinas
España incrementó su presencia militar en la isla. A finales de 1895, las fuerzas españolas rondaban los 250.000 hombres, muchos de ellos mal equipados o enfermos. El presidente del Gobierno español nombró al general Valeriano Weyler Capitán General de Cuba, puesto desde el que desplegó una sucia guerra de exterminio contra los rebeldes. Dictó la “orden de reconcentración”, que en una semana obligaba a las gentes del campo a desplazarse con su ganado a ciudades que estaban guarnecidas por tropas españolas. La desafortunada medida causó el abandono de las labores agrícolas y el incremento de muertes en localidades que apenas tenían infraestructuras sanitarias para tantos refugiados.
Cambio de gobierno. Mientras tanto, en España se multiplicaban las protestas ante el pago que efectuaban las familias adineradas para que sus hijos no fueran a combatir a Cuba. “¡Que vayan también los ricos!”, gritaban las clases desfavorecidas, incapaces de reunir las mil doscientas pesetas que costaba excluir a un hijo de la milicia. A miles de kilómetros de España, el republicano William McKinley accedió a la presidencia de Estados Unidos en la primavera de 1897. A partir de entonces se multiplicaron las presiones de Washington para que España claudicara en Cuba y Filipinas, dejando el terreno libre a las ambicio- nes coloniales de Estados Unidos.
Tras el asesinato de Cánovas del Castillo en el balneario de Santa Águeda, en Mondragón, el liberal Práxedes Mateo Sagasta se hizo con la jefatura del Gobierno. El 6 de octubre de 1897, el nuevo Gobierno concedió la autonomía a Cuba y Puerto Rico, lo que provocó la dimisión de Weyler como Capitán General de Cuba. Su sustituto fue Ramón Blanco y Erenas, al que Sagasta ordenó que mantuviera las posiciones españolas en la isla y que procurara evitar enfrentamientos con los rebeldes. Sagasta pensaba que la reciente concesión de autonomía a Cuba iba a ser suficiente para frenar el impulso independentista. Pero los rebeldes cubanos, apoyados por Estados Unidos, prosiguieron la guerra contra el ejército español.
En diciembre de 1897, el secretario de la Armada estadounidense, John D. Long, ordenó que parte de la flota saliera hacia el Golfo de México y el Caribe y nombró al comodoro Dewey jefe de la escuadra norteamericana en Asia. Este había recibido
de Long la orden de atacar Manila, la capital filipina, “en caso de que Estados Unidos entre en conflicto con España”. El hundimiento del acorazado estadounidense Maine en Cuba el 15 de febrero de 1898, que causó la muerte de más de 250 marineros, fue la excusa que buscaban los consejeros más belicistas del presidente McKinley para la intervención armada en el Caribe y Filipinas.
EE. UU. entra en escena. El historiador inglés Hugh Thomas señaló que el Maine pudo haber explotado por la nueva pólvora que llevaban a bordo los cruceros para accionar sus cañones más pesados. En aquella época, ese tipo de pólvora provocaba explosiones accidentales. Otras teorías relacionan el hundimiento del
Maine con un problema interno del barco, no con un ataque exterior deliberado. Sin embargo, la explosión que sufrió el acorazado fue considerada por Washington un acto de sabotaje español, razón por la que ordenó el bloqueo naval de La Habana y conminó a España a abandonar la isla, lo que equivalía a una declaración de guerra.
El 20 de febrero, el diario estadounidense World exigió la intervención de su país en Cuba. Pero los ataques más virulentos provinieron de los periódicos sensacionalistas de William Randolph Hearst, magnate de la prensa que emergió como uno de los personajes más influyentes de la escena política y empresarial estadounidense de la época. Su fuerte personalidad, su extravagancia y su gran ambición fueron llevadas al cine por Orson Welles, en la película
Ciudadano Kane.
En Madrid, gran parte de la opinión pública pensaba que los odiados yanquis iban a morder el polvo ante las aguerridas tropas españolas. A los estadounidenses se les tildaba de “tocineros” o “salchicheros”. En la revista Blanco y Negro, el poeta Ma- nuel del Palacio escribió: “Es injusto con los cerdos a los yanquis comparar, porque el cerdo es provechoso y el yanqui perjudicial”. Mientras el triunfalismo y el patrioterismo salpicaban las páginas de los periódicos españoles, Pi i Margall responsabi-
lizaba a esa “prensa horrible” de parte del desastre que se avecinaba en España.
Los reporteros de los periódicos de Hearst enviaban encendidas crónicas desde Cuba en las que acusaban a los españoles de todo tipo de tropelías contra la población local. Pero la entrada de Estados Unidos en el conflicto cubano se frenaba una y otra vez. La espera fue tan larga que un dibujante americano enviado a la isla para ilustrar los reportajes que publicaban los periódicos de Hearst mandó un telegrama al magnate para informarle que regresaba a Estados Unidos. Hearst le respondió con otro telegrama: “Quédese. Usted ponga las ilustraciones. Yo pondré la guerra”.
Exceso de confianza. En España se hablaba del posible enfrentamiento con los americanos. Pero casi todo el mundo pensaba que el ejército patrio acabaría con el enemigo. Cuando se supo que las potencias europeas no iban a intervenir para frenar el ímpetu bélico de Estados Unidos, la prensa española adoptó un tono chulesco y disparatado. El diario El País publicó un artículo que decía: “Dígasele a las potencias que España se basta y se sobra para acabar con Estados Unidos”. Sin embargo, el almirante Cervera sabía que las fuerzas navales de Estados Unidos eran superiores a las españolas en número de buques, blindaje y artillería.
El marino español pensaba que la escuadra enemiga estaba capacitada para atacar y derrotar a la flota española en Cuba, en Filipinas e incluso en la propia Península. Cervera transmitió sus preocupaciones al ministro de Marina: “No podemos ir a la guerra sin caminar a un desastre seguro y horroroso (…) La guerra nos conducirá seguramente a un desastre seguido de una paz humillante y de la ruina más espantosa”. El presidente Sagasta tampoco estaba seguro de la capacidad del ejército español para salir victorioso de un enfrentamiento con el estadounidense. De hecho, trató de frenar la guerra. Pero los acontecimientos frustraron sus planes. Uno de ellos se produjo el 23 de abril, cuando el líder guerrillero Emilio Aguinaldo declaró la independencia de Filipinas bajo el protectorado de Estados Unidos.
Ocho días después, al filo de la medianoche, los buques de guerra estadounidenses alcanzaron el mar de Cavite, cerca de la costa filipina. Frente a ellos se encontraba la Flota española. El comandante del navío Don Juan de Austria fue el primero en divisar la escuadra enemiga. A las 4.45 horas, los oficiales ordenaron que se repartiera café a la tripulación. Felipe Montojo, almirante y jefe del apostadero de Filipinas, arengó a los marinos, asegurándoles que el principal objetivo de Estados Unidos era quedarse con Filipinas, Cuba y otros territorios del ya menguado Imperio español. “El enemigo está a la vista y confío en que todos demostraréis en el combate que sois dignos compañeros de vuestros antepasados en la historia patria”, concluyó Montojo.
Comienza la guerra. A las cinco horas de la mañana comenzó la batalla de Cavite, cuyo resultado fue
la primera gran derrota de la flota española en aquel fatídico año del 98. Mientras en el bando estadounidense apenas hubo bajas, en la escuadra española se produjeron 167 muertos y 281 heridos. El cable que Montojo envió al Gobierno español finalizaba con una frase dramática: “Ha sido un desastre que lamento profundamente, que presentí y anuncié siempre por la falta absoluta de fuerzas y recursos”.
Casi dos meses después de la humillante derrota en Filipinas, el 14 de junio zarpó para Cuba el V Cuerpo del Ejército estadounidense al mando del General Shafter. En total, 819 oficiales, 15.085 soldados y 90 periodistas, cuyas encendidas crónicas iban a contribuir a despertar el odio de la opinión pública
La batalla de Cavite, en Filipinas, fue la primera gran derrota de la flota española en aquel maldito año 1898
estadounidense contra los españoles. Cinco días después, los norteamericanos plantaron su bandera en Guantánamo, donde más de un siglo después sigue ondeando. También desembarcaron seis mil soldados en Daiquiri, a unos veinte kilómetros al este de la ciudad de Santiago de Cuba.
Desastre militar. El 1 de julio, a las seis y media de la mañana, miles de soldados estadounidenses abrieron fuego contra la posición española de El Caney, defendida por dos míseros cañones y unos seiscientos hombres mal equipados. Vara del Rey, coronel jefe de la plaza, los dirigió desde una camilla con las piernas destrozadas por un proyectil de artillería. Los soldados españoles lucharon con determinación y valor, pero al atardecer fueron vencidos por los estadounidenses.
El 3 de julio se produjo el acto final de la tragedia. El almirante Pascual Cervera y Topete ordenó izar la señal de levar anclas y desplegar la bandera de combate. Su flota iba a presentar batalla a la del almirante estadounidense Sampson. Desde hacía meses, Cervera había advertido al Gobierno que sus barcos eran muy inferiores a los del enemigo, razón por la que trató de evitar el enfrentamiento, resguardándose en el puerto de Santiago de Cuba, un refugio que finalmente se convirtió en una ratonera para los españoles.
Antes o después, los barcos de Cervera iban a tener que combatir con los estadounidenses y su posición en la bahía de Santiago era muy desfavorable. Cuando llegó el día de la batalla, el capitán de navío Fernando Villaamil propuso acciones ofensivas para que el enemigo replegara sus barcos. Otro capitán de navío, Joaquín Bustamante, sugirió al almirante una salida nocturna de los buques, de tal forma que el enemigo no tuviera oportunidad de atacarles. Pero Cervera desoyó sus consejos y ordenó que los navíos salieran de puerto a pleno día, pegados a la costa y uno tras otro, como patos de feria en una caseta de tiro al blanco.
A las 13.15 horas se había consumado la derrota más terrible de la Armada española. Los partes oficiales hablaron de un muerto en la flota americana y un par de heridos. Las cifras en el bando español fueron traumáticas: 350 muertos, 151 heridos y 1.670 prisioneros. Cervera envió un telegrama al Capitán General de Cuba: “En cumplimiento de las órdenes de V.I., con la evidencia de lo que había que suceder y tantas veces había anunciado,
salí de Santiago de Cuba con toda la escuadra (…) La jornada ha sido un desastre horroroso, como yo había previsto”. A miles de kilómetros del Caribe, en Madrid se vivía una tarde dominical de sol y toros.
Pasó un tiempo hasta que los periódicos españoles comprendieron la dimensión de la derrota. Vicente Blasco Ibáñez escribió en El Pueblo de Valencia: “La patria está ya hecha pedazos… La monarquía está en liquidación”. Los españoles instruidos, aquellos que podían leer los periódicos, cayeron en un profundo desaliento. La España profunda, la analfabeta, a la que arrebataron a sus hijos para inmolarlos en las guerras coloniales, tenía suficiente con sobrevivir en unos campos de miseria.
Pero, ¿quiénes fueron los causantes de aquel terrible desaguisado? Para el científico español Santiago Ramón y Cajal “la guerra fue preparada por la codicia de nuestros industriales exportadores, la rapacidad de nuestros empleados ultramarinos y el orgullo y cerril egoísmo de nuestros políticos”. En opinión del científico, el causante del desastre del 98 fue un Gobierno imprevisor.
Buscando culpables. Las pocas cabezas amuebladas que tenía el país señalaron como responsables al Gobierno, la Corona, el Ejército, gran parte de los empresarios y la prensa. Los pocos que habían previsto el desastre que se avecinaba sintieron dolor de España. Otros señalaron que la desgracia tuvo mucho que ver con la natural tendencia española a la pelea y bravuconería, que fue espoleada por una prensa irresponsable que parecía desconocer las debilidades de la Armada y del Ejército patrio.
El 14 de julio, el Gobierno español publicó un Real Decreto que suspen- día las garantías constitucionales e instauraba la censura previa. Con aquella medida, Sagasta trató de acallar las voces críticas que desde los periódicos despotricaban contra los políticos. El 12 de agosto, el Capitán General de Puerto Rico, Manuel Macías, se rindió al general Nelson, jefe de las tropas americanas. Días después, se desveló el pliego de condiciones que ponía Washington para iniciar las negociaciones de paz.
Los escritores Miguel de Unamuno, Pío Baroja y Ramiro de Maeztu se unieron a una nueva corriente de pensamiento que, con el nombre de “Regeneracionismo”, intentaba buscar una solución ante lo que muchos ya denominaban “el problema de España”. Posteriormente, Unamuno y Baroja se distanciaron de aquella corriente que encabezaba Joaquín Costa, miembro de la Academia de Ciencias Morales y Políticas. El gran publicista del regeneracionismo fue Macías Picavea, un escritor cántabro que enumeró veintidós males patrios que ahogaban toda posibilidad de desarrollo en España. Entre aquellos males destacaban el caciquismo, el militarismo, el teocratismo y la vagancia.
Picavea clamó por la llegada de un hombre de hierro capaz de salvar a la patria de sus pecados. Aquel caudillo que demandaba el regeneracionismo fue el antecedente del hombre fuerte que buscarían tiempo después los prefascistas españoles. El republicano Nicolás Salmerón publicó un artículo en El Liberal en el que atacó a Cánovas del Castillo y a Sagasta por su mediocridad política y por enviar al matadero a más de 200.000 soldados: “Eran rebaño de muchachos anémicos sin instrucción”. Los que se salvaron regresaron a España enfermos, desorientados y sin una ocupación digna que les alejara de la pobreza.
La toma de Santiago de Cuba, la derrota de la flota española, la pérdida de Filipinas y de Puerto Rico y
la superioridad militar de las tropas estadounidenses apoyadas por las fuerzas cubanas y filipinas obligaron a los españoles a rendirse. El 10 de diciembre, los representantes de España y Estados Unidos suscribieron el Tratado de París, que para Madrid supuso la pérdida de Cuba, Puerto Rico, la isla de Guam y la mayor parte de Filipinas. En 1900, el Gobierno español vendió a Alemania los archipiélagos de las Marianas, las Carolinas y las Palaos.
Un país conmocionado. Los escritores integrados en la denominada “Generación del 98” reflejaron en sus libros la turbación y tristeza que supuso la pérdida de influencia de España, un país marcado por el atraso social y económico. El desastre fue total, pero no porque el país saliera derrotado, sino porque salía humillado, que no es exactamente lo mismo. Pero, junto al derrotismo, también hubo intelectuales que clamaron por la resurrección de la patria. “No somos trabajadores, ni somos científicos, no somos ricos y la conclusión no puede ser otra: hay que serlo”, escribió Leopoldo Alas, Clarín. Santiago Ramón y Cajal lo veía claro. “Hay que crear ciencia original (…) y desviar hacia la Instrucción Pública la mayor parte de ese presupuesto hoy infructuosamente gastado en Guerra y Marina”.
La muerte de más de 50.000 hombres y la llegada a la Península de los soldados supervivientes de las guerras coloniales de Cuba y Filipinas agudizaron la sensación de profundo malestar en la opinión pública. Aquellos soldados extenuados por la malaria, la disentería o la tuberculosis ilustraban la improvisación de los Gobiernos que presidieron Cánovas y Sagasta. Sin embargo, a pesar de la profunda crisis patriótica y económica, los republicanos no hicieron nada por acabar con la Monarquía y los militares tampoco intentaron ningún levantamiento. Los que sí reaccionaron fueron los nacionalismos periféricos, que comenzaron a desafiar al poder central.
Otro efecto del desastre fue la llegada de gran cantidad de dinero de las colonias. Los indianos ( españoles que habían hecho fortuna en Cuba y Filipinas) regresaron a España con sus capitales. Aquella inesperada inyección de dinero tuvo un peso importante en la economía del país. Los potentados que venían de las colonias se asentaron principalmente en Asturias, Cantabria, País Vasco, Canarias, Barcelona y Cádiz.
Pero, ¿ qué queda de aquellos restos del Imperio donde nunca se ponía el sol? En realidad, algunas cosas han pervivido. Entre ellas, el desarrollo de nuevos países surgidos del ámbito cultural indígena, español y criollo y la imparable expansión de la lengua española, hablada por alrededor de 400 millones de personas. Estos dos factores fueron determinantes para el surgimiento de Hispanoamérica, una región que es producto de muchos siglos de incorporación y asimilación de innumerables culturas. En la lejana Filipinas, buena parte de lo anterior quedó en nada. Allí apenas existe un vago recuerdo de la presencia española.
Más de 50.000 españoles murieron a consecuencia de estas guerras coloniales y muchos de los supervivientes volvieron enfermos, extenuados y sin futuro