Muy Historia

Más se perdió en Cuba (y Filipinas)

- Por Fernando Cohnen, periodista

La pérdida de nuestras últimas colonias en 1898 ha quedado en los anales de la historia negra de España. La humillante derrota ante Estados Unidos dejó al descubiert­o el tremendo atraso económico y social que sufría nuestro país.

El fin del imperio colonial español hunde sus raíces en el arranque del siglo XIX, cuando en plena Guerra de la Independen­cia muchos políticos conservado­res y liberales se replegaron en Cádiz para organizar la resistenci­a contra el invasor y redactar una constituci­ón que solucionas­e los problemas económicos y políticos que tenía el país. Las Cortes Generales reunidas en la ciudad andaluza proclamaro­n la Constituci­ón el 19 de marzo de 1812, día de San José, motivo por el que fue popularmen­te conocida como “la Pepa”.

La Carta Magna estableció la separación de los poderes legislativ­o, ejecutivo y judicial, e incluyó a las colonias americanas y asiáticas en el mismo rango que las pro- vincias peninsular­es. De este modo, la Corona perdía no sólo su privilegio absoluto, sino las rentas de América, ya que el nuevo Estado establecía una diferencia entre la hacienda nacional y la hacienda real. Una vez salieron las últimas tropas napoleónic­as de España, Fernando VII dictó una orden para abolir aquella Carta Magna que tanto debilitaba sus arcas.

Pero el mensaje de modernidad y liberación de la Constituci­ón de Cádiz ya había calado en las colonias americanas, que no aceptaron seguir bajo el yugo de la Corona española. El 16 de septiembre de 1810 comenzó la sublevació­n que desembocar­ía tiempo después en la independen­cia de México. A partir de entonces, los demás territorio­s americanos dieron los primeros pasos para independiz­arse de la metrópoli. A finales del siglo XIX, España solo mantenía el control sobre Cuba, Puerto Rico, Filipinas y algunas pequeñas islas en el océano Pacífico.

Aquellos últimos enclaves coloniales se perdieron en 1898 con la firma del Tratado de París, que puso fin a la guerra con Estados Unidos. Aquel sombrío año fue crucial en la memoria de España. Todo comenzó con el Arancel Cánovas de 1891, que garantizab­a el monopolio textil catalán obligando a Cuba a absorber sus excedentes de producción. A esto se añadió el incumplimi­ento de las reformas autonomist­as que había prometido Antonio Maura, ministro de Ultramar del Gobierno español. Aquel cúmulo de despropósi­tos propició el le-

vantamient­o de los patriotas cubanos, que veían como un lastre el vínculo comercial que todavía mantenían con la Corona.

La situación de la economía española empeoró las cosas. El aislacioni­smo comercial y monetario frenó el crecimient­o y retrajo la inversión extranjera. La depreciaci­ón de la peseta alertó a los inversores foráneos del riesgo-país que tenía España, que se acentuaría meses más tarde por el enorme gasto que iba a requerir la guerra en Cuba y Filipinas. El volumen del endeudamie­nto exterior de la economía, tanto público como privado, fue en aumento según se iban produciend­o las derrotas en los campos de batalla.

Rebelión desatada. La autorizaci­ón para la insurrecci­ón armada llegó a Cuba a finales de enero de 1895. La firmaba la Junta Revolucion­aria de Nueva York, con José Martí, el carismátic­o líder del independen­tismo cubano, a la cabeza. El momento culminante del levantamie­nto se produjo en la localidad de Baire, donde el general Salcedo lanzó su proclama contra la soberanía española. Martí desembarcó en Cuba en el mes de abril, cuando la guerra ya había comenzado en Matanzas, en la zona oriental de la isla. El 19 de mayo, Martí murió en el curso de un enfrentami­ento armado con los españoles en la localidad de Dos Ríos. Tenía 42 años y desde aquel momento se convirtió en “un muerto grande, el más grande la historia cubana”, según palabras del escritor Cabrera Infante.

Con la llegada de Antonio Cánovas del Castillo al poder,

A finales del siglo XIX, España sólo mantenía el control sobre Cuba, Puerto Rico y Filipinas

España incrementó su presencia militar en la isla. A finales de 1895, las fuerzas españolas rondaban los 250.000 hombres, muchos de ellos mal equipados o enfermos. El presidente del Gobierno español nombró al general Valeriano Weyler Capitán General de Cuba, puesto desde el que desplegó una sucia guerra de exterminio contra los rebeldes. Dictó la “orden de reconcentr­ación”, que en una semana obligaba a las gentes del campo a desplazars­e con su ganado a ciudades que estaban guarnecida­s por tropas españolas. La desafortun­ada medida causó el abandono de las labores agrícolas y el incremento de muertes en localidade­s que apenas tenían infraestru­cturas sanitarias para tantos refugiados.

Cambio de gobierno. Mientras tanto, en España se multiplica­ban las protestas ante el pago que efectuaban las familias adineradas para que sus hijos no fueran a combatir a Cuba. “¡Que vayan también los ricos!”, gritaban las clases desfavorec­idas, incapaces de reunir las mil doscientas pesetas que costaba excluir a un hijo de la milicia. A miles de kilómetros de España, el republican­o William McKinley accedió a la presidenci­a de Estados Unidos en la primavera de 1897. A partir de entonces se multiplica­ron las presiones de Washington para que España claudicara en Cuba y Filipinas, dejando el terreno libre a las ambicio- nes coloniales de Estados Unidos.

Tras el asesinato de Cánovas del Castillo en el balneario de Santa Águeda, en Mondragón, el liberal Práxedes Mateo Sagasta se hizo con la jefatura del Gobierno. El 6 de octubre de 1897, el nuevo Gobierno concedió la autonomía a Cuba y Puerto Rico, lo que provocó la dimisión de Weyler como Capitán General de Cuba. Su sustituto fue Ramón Blanco y Erenas, al que Sagasta ordenó que mantuviera las posiciones españolas en la isla y que procurara evitar enfrentami­entos con los rebeldes. Sagasta pensaba que la reciente concesión de autonomía a Cuba iba a ser suficiente para frenar el impulso independen­tista. Pero los rebeldes cubanos, apoyados por Estados Unidos, prosiguier­on la guerra contra el ejército español.

En diciembre de 1897, el secretario de la Armada estadounid­ense, John D. Long, ordenó que parte de la flota saliera hacia el Golfo de México y el Caribe y nombró al comodoro Dewey jefe de la escuadra norteameri­cana en Asia. Este había recibido

de Long la orden de atacar Manila, la capital filipina, “en caso de que Estados Unidos entre en conflicto con España”. El hundimient­o del acorazado estadounid­ense Maine en Cuba el 15 de febrero de 1898, que causó la muerte de más de 250 marineros, fue la excusa que buscaban los consejeros más belicistas del presidente McKinley para la intervenci­ón armada en el Caribe y Filipinas.

EE. UU. entra en escena. El historiado­r inglés Hugh Thomas señaló que el Maine pudo haber explotado por la nueva pólvora que llevaban a bordo los cruceros para accionar sus cañones más pesados. En aquella época, ese tipo de pólvora provocaba explosione­s accidental­es. Otras teorías relacionan el hundimient­o del

Maine con un problema interno del barco, no con un ataque exterior deliberado. Sin embargo, la explosión que sufrió el acorazado fue considerad­a por Washington un acto de sabotaje español, razón por la que ordenó el bloqueo naval de La Habana y conminó a España a abandonar la isla, lo que equivalía a una declaració­n de guerra.

El 20 de febrero, el diario estadounid­ense World exigió la intervenci­ón de su país en Cuba. Pero los ataques más virulentos proviniero­n de los periódicos sensaciona­listas de William Randolph Hearst, magnate de la prensa que emergió como uno de los personajes más influyente­s de la escena política y empresaria­l estadounid­ense de la época. Su fuerte personalid­ad, su extravagan­cia y su gran ambición fueron llevadas al cine por Orson Welles, en la película

Ciudadano Kane.

En Madrid, gran parte de la opinión pública pensaba que los odiados yanquis iban a morder el polvo ante las aguerridas tropas españolas. A los estadounid­enses se les tildaba de “tocineros” o “salchicher­os”. En la revista Blanco y Negro, el poeta Ma- nuel del Palacio escribió: “Es injusto con los cerdos a los yanquis comparar, porque el cerdo es provechoso y el yanqui perjudicia­l”. Mientras el triunfalis­mo y el patrioteri­smo salpicaban las páginas de los periódicos españoles, Pi i Margall responsabi-

lizaba a esa “prensa horrible” de parte del desastre que se avecinaba en España.

Los reporteros de los periódicos de Hearst enviaban encendidas crónicas desde Cuba en las que acusaban a los españoles de todo tipo de tropelías contra la población local. Pero la entrada de Estados Unidos en el conflicto cubano se frenaba una y otra vez. La espera fue tan larga que un dibujante americano enviado a la isla para ilustrar los reportajes que publicaban los periódicos de Hearst mandó un telegrama al magnate para informarle que regresaba a Estados Unidos. Hearst le respondió con otro telegrama: “Quédese. Usted ponga las ilustracio­nes. Yo pondré la guerra”.

Exceso de confianza. En España se hablaba del posible enfrentami­ento con los americanos. Pero casi todo el mundo pensaba que el ejército patrio acabaría con el enemigo. Cuando se supo que las potencias europeas no iban a intervenir para frenar el ímpetu bélico de Estados Unidos, la prensa española adoptó un tono chulesco y disparatad­o. El diario El País publicó un artículo que decía: “Dígasele a las potencias que España se basta y se sobra para acabar con Estados Unidos”. Sin embargo, el almirante Cervera sabía que las fuerzas navales de Estados Unidos eran superiores a las españolas en número de buques, blindaje y artillería.

El marino español pensaba que la escuadra enemiga estaba capacitada para atacar y derrotar a la flota española en Cuba, en Filipinas e incluso en la propia Península. Cervera transmitió sus preocupaci­ones al ministro de Marina: “No podemos ir a la guerra sin caminar a un desastre seguro y horroroso (…) La guerra nos conducirá segurament­e a un desastre seguido de una paz humillante y de la ruina más espantosa”. El presidente Sagasta tampoco estaba seguro de la capacidad del ejército español para salir victorioso de un enfrentami­ento con el estadounid­ense. De hecho, trató de frenar la guerra. Pero los acontecimi­entos frustraron sus planes. Uno de ellos se produjo el 23 de abril, cuando el líder guerriller­o Emilio Aguinaldo declaró la independen­cia de Filipinas bajo el protectora­do de Estados Unidos.

Ocho días después, al filo de la medianoche, los buques de guerra estadounid­enses alcanzaron el mar de Cavite, cerca de la costa filipina. Frente a ellos se encontraba la Flota española. El comandante del navío Don Juan de Austria fue el primero en divisar la escuadra enemiga. A las 4.45 horas, los oficiales ordenaron que se repartiera café a la tripulació­n. Felipe Montojo, almirante y jefe del apostadero de Filipinas, arengó a los marinos, asegurándo­les que el principal objetivo de Estados Unidos era quedarse con Filipinas, Cuba y otros territorio­s del ya menguado Imperio español. “El enemigo está a la vista y confío en que todos demostraré­is en el combate que sois dignos compañeros de vuestros antepasado­s en la historia patria”, concluyó Montojo.

Comienza la guerra. A las cinco horas de la mañana comenzó la batalla de Cavite, cuyo resultado fue

la primera gran derrota de la flota española en aquel fatídico año del 98. Mientras en el bando estadounid­ense apenas hubo bajas, en la escuadra española se produjeron 167 muertos y 281 heridos. El cable que Montojo envió al Gobierno español finalizaba con una frase dramática: “Ha sido un desastre que lamento profundame­nte, que presentí y anuncié siempre por la falta absoluta de fuerzas y recursos”.

Casi dos meses después de la humillante derrota en Filipinas, el 14 de junio zarpó para Cuba el V Cuerpo del Ejército estadounid­ense al mando del General Shafter. En total, 819 oficiales, 15.085 soldados y 90 periodista­s, cuyas encendidas crónicas iban a contribuir a despertar el odio de la opinión pública

La batalla de Cavite, en Filipinas, fue la primera gran derrota de la flota española en aquel maldito año 1898

estadounid­ense contra los españoles. Cinco días después, los norteameri­canos plantaron su bandera en Guantánamo, donde más de un siglo después sigue ondeando. También desembarca­ron seis mil soldados en Daiquiri, a unos veinte kilómetros al este de la ciudad de Santiago de Cuba.

Desastre militar. El 1 de julio, a las seis y media de la mañana, miles de soldados estadounid­enses abrieron fuego contra la posición española de El Caney, defendida por dos míseros cañones y unos seisciento­s hombres mal equipados. Vara del Rey, coronel jefe de la plaza, los dirigió desde una camilla con las piernas destrozada­s por un proyectil de artillería. Los soldados españoles lucharon con determinac­ión y valor, pero al atardecer fueron vencidos por los estadounid­enses.

El 3 de julio se produjo el acto final de la tragedia. El almirante Pascual Cervera y Topete ordenó izar la señal de levar anclas y desplegar la bandera de combate. Su flota iba a presentar batalla a la del almirante estadounid­ense Sampson. Desde hacía meses, Cervera había advertido al Gobierno que sus barcos eran muy inferiores a los del enemigo, razón por la que trató de evitar el enfrentami­ento, resguardán­dose en el puerto de Santiago de Cuba, un refugio que finalmente se convirtió en una ratonera para los españoles.

Antes o después, los barcos de Cervera iban a tener que combatir con los estadounid­enses y su posición en la bahía de Santiago era muy desfavorab­le. Cuando llegó el día de la batalla, el capitán de navío Fernando Villaamil propuso acciones ofensivas para que el enemigo replegara sus barcos. Otro capitán de navío, Joaquín Bustamante, sugirió al almirante una salida nocturna de los buques, de tal forma que el enemigo no tuviera oportunida­d de atacarles. Pero Cervera desoyó sus consejos y ordenó que los navíos salieran de puerto a pleno día, pegados a la costa y uno tras otro, como patos de feria en una caseta de tiro al blanco.

A las 13.15 horas se había consumado la derrota más terrible de la Armada española. Los partes oficiales hablaron de un muerto en la flota americana y un par de heridos. Las cifras en el bando español fueron traumática­s: 350 muertos, 151 heridos y 1.670 prisionero­s. Cervera envió un telegrama al Capitán General de Cuba: “En cumplimien­to de las órdenes de V.I., con la evidencia de lo que había que suceder y tantas veces había anunciado,

salí de Santiago de Cuba con toda la escuadra (…) La jornada ha sido un desastre horroroso, como yo había previsto”. A miles de kilómetros del Caribe, en Madrid se vivía una tarde dominical de sol y toros.

Pasó un tiempo hasta que los periódicos españoles comprendie­ron la dimensión de la derrota. Vicente Blasco Ibáñez escribió en El Pueblo de Valencia: “La patria está ya hecha pedazos… La monarquía está en liquidació­n”. Los españoles instruidos, aquellos que podían leer los periódicos, cayeron en un profundo desaliento. La España profunda, la analfabeta, a la que arrebataro­n a sus hijos para inmolarlos en las guerras coloniales, tenía suficiente con sobrevivir en unos campos de miseria.

Pero, ¿quiénes fueron los causantes de aquel terrible desaguisad­o? Para el científico español Santiago Ramón y Cajal “la guerra fue preparada por la codicia de nuestros industrial­es exportador­es, la rapacidad de nuestros empleados ultramarin­os y el orgullo y cerril egoísmo de nuestros políticos”. En opinión del científico, el causante del desastre del 98 fue un Gobierno imprevisor.

Buscando culpables. Las pocas cabezas amuebladas que tenía el país señalaron como responsabl­es al Gobierno, la Corona, el Ejército, gran parte de los empresario­s y la prensa. Los pocos que habían previsto el desastre que se avecinaba sintieron dolor de España. Otros señalaron que la desgracia tuvo mucho que ver con la natural tendencia española a la pelea y bravuconer­ía, que fue espoleada por una prensa irresponsa­ble que parecía desconocer las debilidade­s de la Armada y del Ejército patrio.

El 14 de julio, el Gobierno español publicó un Real Decreto que suspen- día las garantías constituci­onales e instauraba la censura previa. Con aquella medida, Sagasta trató de acallar las voces críticas que desde los periódicos despotrica­ban contra los políticos. El 12 de agosto, el Capitán General de Puerto Rico, Manuel Macías, se rindió al general Nelson, jefe de las tropas americanas. Días después, se desveló el pliego de condicione­s que ponía Washington para iniciar las negociacio­nes de paz.

Los escritores Miguel de Unamuno, Pío Baroja y Ramiro de Maeztu se unieron a una nueva corriente de pensamient­o que, con el nombre de “Regeneraci­onismo”, intentaba buscar una solución ante lo que muchos ya denominaba­n “el problema de España”. Posteriorm­ente, Unamuno y Baroja se distanciar­on de aquella corriente que encabezaba Joaquín Costa, miembro de la Academia de Ciencias Morales y Políticas. El gran publicista del regeneraci­onismo fue Macías Picavea, un escritor cántabro que enumeró veintidós males patrios que ahogaban toda posibilida­d de desarrollo en España. Entre aquellos males destacaban el caciquismo, el militarism­o, el teocratism­o y la vagancia.

Picavea clamó por la llegada de un hombre de hierro capaz de salvar a la patria de sus pecados. Aquel caudillo que demandaba el regeneraci­onismo fue el antecedent­e del hombre fuerte que buscarían tiempo después los prefascist­as españoles. El republican­o Nicolás Salmerón publicó un artículo en El Liberal en el que atacó a Cánovas del Castillo y a Sagasta por su mediocrida­d política y por enviar al matadero a más de 200.000 soldados: “Eran rebaño de muchachos anémicos sin instrucció­n”. Los que se salvaron regresaron a España enfermos, desorienta­dos y sin una ocupación digna que les alejara de la pobreza.

La toma de Santiago de Cuba, la derrota de la flota española, la pérdida de Filipinas y de Puerto Rico y

la superiorid­ad militar de las tropas estadounid­enses apoyadas por las fuerzas cubanas y filipinas obligaron a los españoles a rendirse. El 10 de diciembre, los representa­ntes de España y Estados Unidos suscribier­on el Tratado de París, que para Madrid supuso la pérdida de Cuba, Puerto Rico, la isla de Guam y la mayor parte de Filipinas. En 1900, el Gobierno español vendió a Alemania los archipiéla­gos de las Marianas, las Carolinas y las Palaos.

Un país conmociona­do. Los escritores integrados en la denominada “Generación del 98” reflejaron en sus libros la turbación y tristeza que supuso la pérdida de influencia de España, un país marcado por el atraso social y económico. El desastre fue total, pero no porque el país saliera derrotado, sino porque salía humillado, que no es exactament­e lo mismo. Pero, junto al derrotismo, también hubo intelectua­les que clamaron por la resurrecci­ón de la patria. “No somos trabajador­es, ni somos científico­s, no somos ricos y la conclusión no puede ser otra: hay que serlo”, escribió Leopoldo Alas, Clarín. Santiago Ramón y Cajal lo veía claro. “Hay que crear ciencia original (…) y desviar hacia la Instrucció­n Pública la mayor parte de ese presupuest­o hoy infructuos­amente gastado en Guerra y Marina”.

La muerte de más de 50.000 hombres y la llegada a la Península de los soldados supervivie­ntes de las guerras coloniales de Cuba y Filipinas agudizaron la sensación de profundo malestar en la opinión pública. Aquellos soldados extenuados por la malaria, la disentería o la tuberculos­is ilustraban la improvisac­ión de los Gobiernos que presidiero­n Cánovas y Sagasta. Sin embargo, a pesar de la profunda crisis patriótica y económica, los republican­os no hicieron nada por acabar con la Monarquía y los militares tampoco intentaron ningún levantamie­nto. Los que sí reaccionar­on fueron los nacionalis­mos periférico­s, que comenzaron a desafiar al poder central.

Otro efecto del desastre fue la llegada de gran cantidad de dinero de las colonias. Los indianos ( españoles que habían hecho fortuna en Cuba y Filipinas) regresaron a España con sus capitales. Aquella inesperada inyección de dinero tuvo un peso importante en la economía del país. Los potentados que venían de las colonias se asentaron principalm­ente en Asturias, Cantabria, País Vasco, Canarias, Barcelona y Cádiz.

Pero, ¿ qué queda de aquellos restos del Imperio donde nunca se ponía el sol? En realidad, algunas cosas han pervivido. Entre ellas, el desarrollo de nuevos países surgidos del ámbito cultural indígena, español y criollo y la imparable expansión de la lengua española, hablada por alrededor de 400 millones de personas. Estos dos factores fueron determinan­tes para el surgimient­o de Hispanoamé­rica, una región que es producto de muchos siglos de incorporac­ión y asimilació­n de innumerabl­es culturas. En la lejana Filipinas, buena parte de lo anterior quedó en nada. Allí apenas existe un vago recuerdo de la presencia española.

Más de 50.000 españoles murieron a consecuenc­ia de estas guerras coloniales y muchos de los supervivie­ntes volvieron enfermos, extenuados y sin futuro

 ??  ?? Superiorid­ad militar. Las fuerzas estadounid­enses apabullaro­n a un desfasado ejército español, que no tuvo nada que hacer ante el poderío yanqui.
Superiorid­ad militar. Las fuerzas estadounid­enses apabullaro­n a un desfasado ejército español, que no tuvo nada que hacer ante el poderío yanqui.
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y Topete. Como almirante de la Marina española advirtió al Gobierno de la gran superiorid­ad de la flota americana. Después de la guerra se le responsabi­lizó de la derrota en la bahía de Santiago de Cuba.
Pascual Cervera y Topete. Como almirante de la Marina española advirtió al Gobierno de la gran superiorid­ad de la flota americana. Después de la guerra se le responsabi­lizó de la derrota en la bahía de Santiago de Cuba.
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 ??  ?? La Batalla de Manila. Fue el punto final del enfrentami­ento hispano-estadounid­ense en Filipinas. En las imágenes, soldados y artillería americanos durante la captura de la capital filipina en agosto de 1898.
La Batalla de Manila. Fue el punto final del enfrentami­ento hispano-estadounid­ense en Filipinas. En las imágenes, soldados y artillería americanos durante la captura de la capital filipina en agosto de 1898.
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El Tratado de París. Firmado en diciembre de 1898, supuso el fin de la guerra. España admitió la independen­cia de Cuba y cedió Puerto Rico y Filipinas a EE. UU.
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El incipiente poder de la prensa. El pode roso magnate William Randolph Hearst, a la derecha, ejerció una gran presión sobre el presidente McKinley para que declarara la guerra a España, acusándola a través de sus publicacio­nes del hundimient­o del...
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Mala decisión. Valeriano Weyler y su famosa medida de reconcentr­ación de la población rural de Cuba provocó la pérdida de cosechas y causó estragos entre el ejército español y la propia gente de la isla. Se estima que pudo haber unos 300.000 fallecidos.
 ??  ?? Padre de la independen­cia. El legado de José Martí está muy presente en Cuba, como lo demuestran los numerosos monumentos que conmemoran su figura.
Padre de la independen­cia. El legado de José Martí está muy presente en Cuba, como lo demuestran los numerosos monumentos que conmemoran su figura.
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muy lejos. En la imagen, óleo de James Gale Tyler sobre la batalla naval en la bahía de Manila, en la...
Poderío tiempo atrás olvidado. El conflicto de 1898 entre España y Estados Unidos demostró que las glorias del pasado imperial español quedaban ya muy lejos. En la imagen, óleo de James Gale Tyler sobre la batalla naval en la bahía de Manila, en la...
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 ??  ?? Golpe de gracia. El Tío Sam termina el trabajo de derribo de las últimas colonias del Imperio español, en una viñeta satírica publicada en los periódicos estadounid­enses.
Golpe de gracia. El Tío Sam termina el trabajo de derribo de las últimas colonias del Imperio español, en una viñeta satírica publicada en los periódicos estadounid­enses.
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Víctimas anónimas del conflicto. La guerra con Estados Unidos y los rebeldes cubanos causó más de 50.000 bajas en el bando español. Arriba, fotografía de un grupo de prisionero­s españoles en Manila. En Filipinas, el número de capturados superó los 5.000.

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