El año de los cuatro emperadores
Los caprichos y arbitrariedades de Nerón dilapidaron en pocos años la indiscutida autoridad de los príncipes de la dinastía Julio-Claudia. Completamente insensible a las necesidades de las provincias y sordo ante las demandas de las legiones fronterizas, el megalómano sucesor de Claudio agotó la paciencia de muchos. Entre los descontentos estaba Julio Vindex, legado de la Lugdunense, que, decidido a contestar sin rodeos la autoridad del Emperador, encendió la mecha de la rebelión en las provincias del norte. Vindex encontró en la figura de Servio Sulpicio Galba, gobernador de Hispania Citerior, el candidato ideal al trono. Con la inestimable ayuda del legado de la Lusitania, Salvio Otón, Galba sedujo al Senado y a la Guardia Pretoriana, sellando el destino de Nerón, que se quitó la vida el 9 de junio del año 68 a. C. La muerte del último Julio-Claudio era sólo el prólogo de la tormenta que estaba a punto de desenca- denarse. El flamante Emperador se mostró incapaz de embridar a los ejércitos acantonados en el Rhin, que desafiaron abiertamente la legitimidad del nuevo monarca, proclamando emperador al legado de la Germania Inferior, Aulo Vitelio. Mientras, en Roma, los desencuentros entre Galba y Otón, viejos cómplices y aliados, eran cada vez más frecuentes. La irresistible ascensión de las provincias. Erigiéndose en campeón de los agraviados partidarios de Nerón, y con la complicidad de los pretorianos, el segundo orquestó el asesinato de su viejo amigo. En enero de 69 a. C., el llamado año de los cuatro emperadores, Otón fue proclamado jefe del Imperio y, por ello, ese mismo día estalló la guerra civil entre el nuevo líder y el usurpador Vitelio. El clímax de este duelo de emperadores-generales se produjo en Bedriacum, donde Otón encontró la muerte a manos de un Vitelio que, acto seguido, procedió a ocupar la ciudad eterna. Frente a la firme oposición de las legiones del Danubio y las provincias orientales, que tenían en el pujante Vespasiano a su particular candidato al principado, trató sin éxito de afianzar en Roma un poder extraordinariamente frágil. A finales de año, el ejército del Danubio, en nombre de Vespasiano, marchaba sobre Italia con la firme intención de derrocar al efímero Emperador. Sin apenas oposición, las legiones danubianas llegaron a Roma y, a los pocos días, Vitelio murió asesinado. Ante semejante tesitura, el Senado no tuvo más alternativa que reconocer a Vespasiano como nuevo emperador. Era el primer acto en la historia de la dinastía Flavia y la constatación definitiva de que Roma estaba mudando de piel. La tradicional alianza entre príncipe y Senado para monopolizar el poder se había quedado obsoleta. Los ejércitos provinciales dejaban de ser un actor secundario para asumir un rol principal al que ya nunca renunciarían.