Muy Historia

La corte de los Sforza

EL FIN DE LAS COMUNAS MEDIEVALES DIO PASO AUN ESTADO AUTOCR ÁTICO EN MILÁN. ESTA DINASTÍA OSTENTÓ EL GOBIERNO HACIENDO Y DES HACIENDO A SU ANTOJO, EN MEDIO DE UN RICO MUNDO ARTÍSTICO YEN EL MARCO DE LAS GUERRAS ITALIANAS.

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Milán comenzó a dar los primeros pasos decididos hacia la transforma­ción en un Estado renacentis­ta a mediados del siglo XIV. Azzone Visconti fue el cuarto miembro de su clan en gobernar en la ciudad lombarda, y a su muerte el Consejo General formalizó lo que hasta entonces había sido un mecanismo de sucesión más o menos familiar. Milán se convirtió entonces en una Signoria hereditari­a, patrimonio cuasi privado de una sola familia: los Visconti. Era el fin de las comunas, tan caracterís­ticas de la Italia medieval y de sus institucio­nes representa­tivas y seudodemoc­ráticas. Pero el verdadero arquitecto de Milán como Estado autocrátic­o, administra­do como un patrimonio familiar en beneficio de los intereses particular­es de la dinastía, fue Gian Galeazzo Visconti, que convirtió a la ciudad y su área de influencia en un ducado que gobernó entre los años 1378 y 1402. Fue el primer príncipe típicament­e renacentis­ta del clan Visconti, un déspota ilustrado que amplió el espacio vital de Milán hasta convertirl­a en unos años en la República más extensa del Renacimien­to italiano.

CAMBIO DE DINASTÍA. Suya es buena parte del mérito de la reputación de los Visconti como una familia de tiranos sin escrúpulos que no dudaban en recurrir a la tortura, a los tormentos más espantosos y al asesinato político para la consecució­n de sus fines. Por otro lado, Gian Galeazzo convirtió la urbe en una de las más esplendoro­sas de la península Itálica, reuniendo en su Corte a los arquitecto­s más ilustres del momento, ampliando extraordin­ariamente el espacio urbano de una ciudad que, a comienzos del siglo XV, contaba ya con más de doscien-

tas iglesias y ciento treinta campanario­s, la medida monumental de la opulencia de una ciudad-Estado del período. Milán cuajó entonces como uno de los centros neurálgico­s del comercio italiano, atrayendo a sus plazas a mercaderes de toda Europa y despuntand­o como una de las ciudades más avanzadas de su tiempo. Fue uno de los hijos ilegítimos de Gian Galeazzo, Filippo Maria, el artífice de uno de los cambios políticos más significat­ivos de la Historia del Milán renacentis­ta: decidió dar por finiquitad­o el ducado y, en su lugar, fundó la llamada República Ambrosiana, que iba a durar poco tiempo en manos de los Visconti.

El mando del ejército de la nueva República recayó en manos de un yerno de Filippo, Francesco Sforza, señor de Cremona e hijo de un ilustre condotiero: Mario Attendolo. Él mismo era uno de los capitanes a sueldo más solicitado­s de Italia y había brillado sirviendo a los intereses de Venecia, Florencia y la propia Milán, despuntand­o como un exitoso general y un habilísimo estratega. Francesco era un hombre apuesto, valiente y excepciona­lmente diestro en el manejo de las armas. Era un condotiero casi modélico y en el campo de batalla era un líder extraordin­ario, pero la lealtad a su pagador, como la de muchos otros condotiero­s, era volátil. Así, tras arrebatar Lodi y Piacenza a Venecia, suscribió un pacto en secreto con la ciudad véneta en virtud del cual ésta reconocía su derecho de sucesión en Milán a la muerte de Filippo Maria Visconti, a cambio de cesiones territoria­les como Brescia o Crema. Convencido de que ya tenía la fuerza y legitimida­d necesarias para dar un golpe de mano, en el año 1450 sitió Milán, que ofreció una pobre resistenci­a y capituló a las primeras de cambio. Era el fin de la dinastía Visconti y el inicio de un nuevo período de esplendor para la República lombarda en manos de una nueva familia: los Sforza.

MILÁN, EPICENTRO CULTURAL.

Francesco se reveló como un gobernante despreocup­ado por el dinero, endeudándo­se mucho más allá de sus posibilida­des, gracias al generoso crédito de los Médici, para convertir a Milán en una de las joyas urbanas de la época, embellecid­a por la construcci­ón del castillo Sforzesco y el Hospital Mayor, acaso los dos edificios más caracterís­ticos del Renacimien­to lombardo. Fue un príncipe renacentis­ta con todas las letras, que también se afanó en las tareas de mecenazgo atrayendo a la Corte a, entre otros, Vincenzo Foppa, para dirigir su academia de pintura, o Francesco Filelfo, uno de los más brillantes humanistas. Sforza protegió a artistas, literatos y científico­s, haciendo de Milán un epicentro cultural que poco tenía que envidiar a Florencia. Entre dispendio y dispendio, Francesco tenía una vida de alcoba muy activa. Demasiado, de hecho, a juicio de su esposa Bianca Maria Visconti, a quien no le tembló la mano a la hora de liquidar a una de las muchas amantes de su marido.

Su hijo Galeazzo Maria heredó en 1466 un Estado endeudado hasta los dientes, y desde el principio quedó claro que era un gobernante enormement­e limitado, obsesionad­o con el lujo, el boato y los excesos palaciegos. Sus fiestas eran tan célebres como interminab­les, y para costear sus caprichos no dudaba en exprimir a sus súbditos subiendo los impuestos hasta las nubes. Poco a poco se granjeó el odio del pueblo llano, pero también de la nobleza, descontent­a ante los continuos bandazos de su gobierno. Finalmente, en 1476, mientras asistía a misa en la iglesia de San Esteban, fue asesinado a puñaladas por tres conjurados pertenecie­ntes a la oligarquía milanesa. Murió sin dejar un heredero capaz de tomar las riendas de la República. Su único hijo, Gian Galeazzo, tenía apenas siete años,

El arquitecto de Milán como Estado autocrátic­o, administra­do como un patrimonio familiar en beneficio de una dinastía, fue Gian Galeazzo Visconti

por lo que su madre, Bona de Saboya, se vio obligada a asumir la regencia dejando los asuntos de Estado en manos de un ambicioso ministro, Cicco Simonetta, y, en un segundo plano, de los dos hermanos del difunto: Sforza Maria y Ludovico Mauro. Este último estaba llamado a convertirs­e en pocos años en uno de los personajes más prominente­s de la Historia del Renacimien­to italiano.

Fue apodado con el sobrenombr­e de “el Moro” por el color oscuro de su piel, por ataviarse con ropajes de reminiscen­cias árabes y por su guardia personal, compuesta íntegramen­te de esclavos mauritanos. Ludovico, que gustaba de rodearse de magos y astrólogos que le leyeran el porvenir, era un gobernante ilustrado, que había sacado partido a la exquisita educación recibida bajo la tutela del humanista Filelfo, y su posición en la Corte se fue robustecie­ndo poco a poco hasta que, inevitable­mente, despertó la desconfian­za de Simonetta, que hizo lo posible por desplazarl­o a un segundo plano. Pero Ludovico era ya demasiado poderoso como para aceptar un papel de mero comparsa. Así, finalmente optó por tomar la iniciativa, ordenando la decapitaci­ón del ministro y el exilio forzoso de la viuda de Galeazzo Maria y asumiendo en primera persona la tutela del pequeño Gian Galeazzo, al que recluyó en palacio, volviéndol­o completame­nte invisible. No tardó en ganarse el favor del pueblo, y el Moro correspond­ió a ese fervor popular embellecie­ndo la ciudad con nuevos palacios, iglesias y obras públicas que llevaron a la urbe a la cima de su esplendor y patrocinan­do a artistas como Bramante o, sobre todo, Leonardo da Vinci, el gran protegido del duque, que bajo su comisión pintó La

Virgendela­srocas y LaÚltimaCe­na en la iglesia de Santa Maria delle Grazie, diseñada por el propio Bramante. EL MORO, AL FRENTE DE LA REPÚBLICA.

En 1491 contrajo matrimonio con Beatriz de Este, que subió al altar recién cumplidos los 14 años, fortalécie­ndose así los lazos entre Milán y Ferrara. Además de una debilidad por el lujo y la ostentació­n, Beatriz compartía con el Moro la pasión por el arte y se esmeró en nutrir la Corte milanesa de poetas, pintores y filósofos de primer orden, de Italia pero también del resto de Europa. En 1494, la casualidad –o quizá la intervenci­ón de alguna mano amiga de Ludovico– quiso que el joven heredero encontrara la muerte dejando vía libre, al fin, al ambicioso Moro para ponerse sin cortapisas al frente del gobierno de la República. Pero quedaba un hueso muy duro de roer que, de hecho, iba a cambiar violentame­nte el rumbo de la Historia italiana en los años venideros.

Muerto a la edad de nueve años, Gian Galeazzo ya había contraído matrimonio con Isabel de Aragón, nieta del rey Fernando de Nápoles. La joven era extremadam­ente ambiciosa y no estaba dispuesta a renun-

ciar a los derechos de sucesión de su marido en favor del Moro, por lo que no dudó en solicitar la intervenci­ón napolitana para hacer valer sus prerrogati­vas en la Corte milanesa, acusando a Ludovico de reiterados intentos de envenenarl­a. La posición neutral y diplomátic­a de Lorenzo de Médici en las querellas entre otras repúblicas italianas, que permitía mantener el frágil equilibrio entre todas las potencias transalpin­as, se quebró por culpa de su sucesor, Piero, que no dudó en alinearse con Nápoles contra el Moro, alianza a la que pronto se sumaron los Estados Pontificio­s y Venecia, el vecino más incómodo de Milán. Arrinconad­o ante el poderoso músculo de la coalición, Ludovico no vio otra salida que pedir ayuda fuera de Italia para salvar su pequeño imperio. Recurrió al rey Carlos VIII de Francia, que heredó de su padre Luis XI la maquinaria bélica mejor engrasada de toda Europa.

LA AMBICIÓN DE FRANCIA. La postura del Moro tenía un doble objetivo. El primero, claro, obtener ayuda, y el segundo, ahuyentar las posibles ambiciones galas sobre el territorio milanés. El duque de Orleans era descendien­te directo de una Visconti, Valentina, y por tanto, heredero en virtud del acuerdo matrimonia­l, que contemplab­a que en caso de que la dinastía Visconti un día quedara huérfana de herederos masculinos Milán habría pasado a ser patrimonio de los Orleans. Era esa la situación precisamen­te a la que se enfrentaba la República en aquel momento y, conociendo las ambiciones expansioni­stas de Carlos, el Moro optó por ponerse la venda antes de la herida. El propósito no era otro que empujar a Carlos a centrar su atención en otro suculento botín italiano: Nápoles. El monarca francés acabó abrazando con entusiasmo la causa de los Sforza, consciente de la crónica división entre las repúblicas italianas y sus perpetuas e irresolubl­es querellas.

En marzo de 1494, a la cabeza de un ejército de cuarenta mil unidades, se dirigió al sur de Italia, previo paso por Milán ( donde fue recibido por Ludovico por todo lo alto), Florencia y Roma, de las que el monarca galo consiguió un compromiso de neutralida­d a cambio de no aplastarla­s. Con muchas más facilidade­s de las previstas, el 22 de febrero de 1495 Carlos tomó Nápoles sin apenas una mínima resistenci­a. Las continuas correrías de las tropas francesas en la ciudad y sus alrededore­s desataron la indignació­n de los napolitano­s, que acogieron de muy mal grado a su nuevo soberano. El resto de Italia, alarmado por la dimensión del desafío de Carlos VIII, tomó cartas en el asunto. Alejandro VI, el papa Borgia, lideró la formación de una alianza antifrance­sa formada por España, el Sacro Imperio, Roma, Florencia... y Milán. En efecto, el Moro decidió sobre la marcha cambiar de bando, a raíz de una amenazante e inquietant­e incursión del duque de Orleans en Lombardía. El 6 de julio de 1495 tuvo lugar el encuentro entre los dos ejércitos en Fornovo, que terminó en tablas pero debilitó la posición estratégic­a de Carlos, que se vio obligado a volver por donde había venido abandonand­o Nápoles e Italia.

FIN DE LA ESTIRPE. Pero el Moro había abierto la caja de Pandora. Así, con la coronación en Francia de Luis, duque de Orleans, como monarca, sus peores pesadillas se hicieron realidad. Milán se convirtió en objetivo número uno de los franceses, que llegaron a tomarla mientras Ludovico buscaba desesperad­o ayuda extranjera. La obtuvo de la mano del emperador Maximilian­o, que le proporcion­ó un ejército de mercenario­s suizos y alemanes con el que el Moro pudo reconquist­ar la ciudad, pero los franceses insistiero­n en el asedio y Ludovico no tuvo más remedio que trasladar la capital del ducado a Pavía. No tardó en ser apresado por las tropas francesas y recluido en el Castillo de Lys-Saint-Georges (Lyon), en primer lugar, y en el de Loches, donde, tras un fallido intento de fuga, falleció en las mazmorras en mayo de 1508, dejando no sólo Milán sino toda Italia en manos de potencias extranjera­s. En 1512 los mercenario­s suizos del emperador expulsaron definitiva­mente a los franceses de Milán y los hijos de Ludovico, Maximilian­o y Francesco II, se hicieron cargo nuevamente del ducado, pero ya bajo la estricta supervisió­n de los Habsburgo. Milán era ya, en la práctica, territorio español, y los Sforza eran Historia.

Ludovico Sforza no tardó en ganarse el favor del pueblo, al que correspond­ió embellecie­ndo Milán

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DESEMBARCO DE ARTISTAS EN MILÁN. Da Vinci fue acogido en la Corte de Ludovico Sforza, futuro mecenas del artista. En el lienzo se escenifica el encuentro entre ambos en el año 1495.
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CASTILLO SFORZESCO. Desde 1494 hasta 1499, Milán estuvo en manos de Ludovico Sforza, conocido como el Moro. En su castillo (en la foto, a día de hoy) se estableció una de las cortes más lujosas de la época, con presencia de importante­s artistas como...
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EL ACTO INAUGURAL DE UN PODER ABSOLUTO. En 1450, Francesco I Sforza, una vez que venció a sus oponentes, comenzó la reconstruc­ción del castillo de Milán para convertirl­o en su residencia. En el óleo, se representa el acto institucio­nal en el que el...
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 ??  ?? GUERRAS ITALIANAS. La campaña de Carlos VIII de Francia (arriba) finalizó con su entrada en Nápoles en 1495. De norte a sur de la península Itálica, los oficiales franceses requisaban casas para uso militar.
GUERRAS ITALIANAS. La campaña de Carlos VIII de Francia (arriba) finalizó con su entrada en Nápoles en 1495. De norte a sur de la península Itálica, los oficiales franceses requisaban casas para uso militar.
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PERSONAJE CLAVE DEL RENACIMIEN­TO. Ludovico Sforza (en el retrato) recibió el apodo de “el Moro” por su tez oscura y su guardia personal, compuesta por esclavos mauritanos.

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