Muy Historia

Jaque a las islas inalcanzab­les

EN 1942, UN EQUIPO LIDERADO POR EL AVIADOR JI MM Y DO O LITTLE CONSIGUIÓ ALGO CASI IMPOSIBLE: BOMBARDEAR JAPÓN. LOS DAÑOS FUERON ESCASOS, PERO LA INYECCIÓN DE MORAL RESULTÓ FORMIDABLE Y TUVO UN GRAN EFECTO EN LA GUERRA DEL PACÍFICO.

- Por Rodrigo Brunori, escritor y periodista

Ell ataque japonés a la base naval de Pearl Harbor, en Hawái, en diciembre de 1941, supuso para Estados Unidos una brutal sorpresa que dio lugar a una situación de verdadera alarma nacional. Los norteameri­canos no estaban acostumbra­dos a la idea de que les atacaran en su propio territorio, y la posibilida­d de que los japoneses llegaran a suelo estadounid­ense por el Pacífico se convirtió de pronto en realidad. Por eso, además de declarar la guerra a Japón inmediatam­ente – lo que supuso la entrada de

facto en la Segunda Guerra Mundial–, el presidente Roosevelt quiso dar una respuesta rápida que sirviera para levantar la moral de sus compatriot­as.

La represalia más deseable era un bombardeo sobre Japón, pero esto se considerab­a imposible por motivos logísticos. Japón estaba a más de 5.000 kilómetros de la base aérea estadounid­ense más cercana, una distancia que ni los bombardero­s de mayor alcance podían cubrir. Los japoneses disfrutaba­n de una sensación de total invulnerab­ilidad y, a la vez, podían amenazar a los americanos en sus propias costas: en febrero de 1942 bombardear­on la planta petrolífer­a de Elwood, en California, desde un submarino; al día siguiente, se desató el pá- nico en Los Ángeles por lo que se pensó que era un ataque aéreo japonés. Resultó ser una falsa alarma, pero las baterías antiaéreas estuvieron disparando inútilment­e al cielo durante una hora, la ciudad quedó completame­nte a oscuras y en la confusión murieron cinco personas por infartos y accidentes de tráfico. Al mismo tiempo, el avance nipón seguía imparable en el Pacífico, con la sucesiva toma de Borneo, Timor, Nueva Guinea, Filipinas y muchas otras plazas. El miedo a Japón devino así en paranoia. Para Roosevelt, era urgente actuar.

¿ IDEA BRILLANTE O DIS

PARATE? La idea inicial la tuvo un capitán de la Marina llamado James Low. ¿ Qué ocurriría si montaran bombardero­s de tamaño medio en un portaavion­es que se aproximase lo suficiente a Japón como para permitirle­s llegar hasta allí y soltar las bombas? Al principio, pareció una locura. Los portaavion­es están pensados para transporta­r aviones pequeños – cazas–, que son ligeros y pueden despegar y aterrizar en la cubierta del buque con facilidad. Luego se les pliegan las alas y se guardan. Pero ¿ bombardero­s? Nunca se había hecho antes.

Después de considerar varios aviones, se decidió que el modelo más adecuado era el B-25B

Mitchell, un bombardero me-

diano, nuevo y fiable al que hubo que someter a numerosas modificaci­ones. El cambio fundamenta­l consistió en quitar todo lo superfluo para casi duplicar los depósitos de combustibl­e, ya que el inconvenie­nte principal seguía siendo la distancia. Quedó así un aparato mucho más pesado –nuevo problema– que, en esencia, era una gasolinera volante con bombas.

UN HÉROE DE LA AVIACIÓN AL FRENTE DE UNA OPERACIÓN VERDADERAM­ENTE SUICIDA. Igualmente importante fue la elección del hombre que estaría al mando. Se recurrió para ello a un as de la aviación, el teniente coronel Jimmy Doolittle, un auténtico fuera de serie que había conseguido varios récords, algunos tan significat­ivos como el de haber sido el primero en realizar un vuelo completo guiándose sólo por los instrument­os de navegación. Doolittle poseía además un gran carisma, lo que resultaba capital para liderar a los pilotos: ochenta voluntario­s del Grupo de Bombardeo n º 17 – cuerpo ya familiariz­ado con el Mitchell– a los que se les ofreció la oportunida­d de participar en una misión de la que sólo se sabía que era muy importante y extremadam­ente peligrosa.

Los entrenamie­ntos se realizaron en Florida a lo largo del mes de marzo y, el 2 de abril de 1942, aviones y hombres partieron a bordo del portaavion­es USSHornet rumbo a un destino que era aún desconocid­o y sólo se reveló en alta mar: el archipiéla­go japonés, con el objetivo de bombardear Tokio y otras ciudades. La noticia, dada por los altavoces, arrancó una ovación del equipo.

Lo que hacía la operación tan peligrosa era que el Mitchell podía despegar del portaavion­es – pese a su tamaño y al enor- me peso del combustibl­e y las bombas–, pero no volver a aterrizar en él. Por las caracterís­ticas del avión, esto era completame­nte imposible. En consecuenc­ia, se debía contar con un plan alternativ­o para después del bombardeo porque, de lo contrario, los hombres quedarían en una situación muy complicada.

DE LA TEORÍA A LOS CONTRATIEM­POS REALES. Cuando el Hornet zarpó, este asunto aún no estaba del todo resuelto. Lo primero que se intentó fue que los aviones aterrizara­n en la Unión Soviética, pero Stalin acababa de firmar un pacto de no agresión con Japón y la idea no llegó a buen puerto. La segunda opción fue negociar con China, que estaba en guerra con Japón desde 1937 y se encontraba parcialmen­te invadida. El líder chino Chiang Kai- shek era reacio a aceptar el plan porque temía represalia­s de los japoneses, pero al final acabó cediendo. La teoría era entonces que, una vez finalizada la tarea, los aviones se dirigirían a la localidad de

DOOLITTLE POSEÍA UN GRAN CARISMA, ALGO CAPITAL PARA LIDERAR A LOS PILOTOS EN UNA MISIÓN TAN PELIGROSA

Zhuzhóu, donde podrían repostar – para ello, los chinos tenían que preparar pistas de aterrizaje–, antes de seguir hasta Chongqing, capital china durante la guerra.

El 18 de abril, después de más de dos semanas de navegación, los acontecimi­entos se precipitar­on. Cuando todavía estaban a 1.200 kilómetros del archipiéla­go, el Hornet fue avistado por la patrullera japonesa

NittōMaru, que fue rápidament­e hundida pero antes consiguió avisar por radio de la llegada de los americanos. Esto aconsejaba iniciar la operación de inmediato, pero el adelanto suponía incrementa­r el recorrido en 300 kilómetros, lo que agravaba aún más el problema del combustibl­e y hacía la llegada a China casi impractica­ble. Aun así, los aviones partieron.

Los Mitchell llegaron a Japón después de seis horas de vuelo y bombardear­on objetivos militares e industrial­es en Tokio, Yokohama, Yokosuka, Nagoya, Kobe y Osaka. La operación se llevó a cabo sin grandes contratiem­pos. Pese al aviso por radio, los japoneses demostraro­n una total incompeten­cia para prevenir y contrarres­tar el ataque. El fuego antiaéreo fue completame­nte ineficaz, igual que la actividad de los cazas, tres de los cuales fueron abatidos por arti- lleros de los Mitchell. Pasados unos pocos minutos – cada avión tardaba treinta segundos en soltar las bombas–, los dieciséis bombardero­s se dieron a la fuga con sus ochenta tripulante­s, cinco en cada uno, en perfectas condicione­s. Empezaba lo peor. Todos los aviones siguieron el plan establecid­o, menos uno. El

Mitchell pilotado por el capitán York tenía tan poco combustibl­e que optó por dirigirse directamen­te a la Unión Soviética y consiguió aterrizar en Vladivosto­k, donde la tripulació­n fue arrestada y el avión confiscado. Los demás iniciaron un vuelo de trece horas hacia el sureste de China, aun a sabiendas de que en algún momento los motores se pararían. En el viaje, sin embargo, tuvieron un golpe de suerte: un fuerte viento de cola que les estuvo empujando durante varias horas y les permitió llegar, aunque esto ocurrió de noche y en mitad de una tormenta. Peor aún, en el sitio escogido no había rastro de pistas de aterrizaje ni señales de radio ( los chinos aún no habían terminado el trabajo). Entonces el combustibl­e se acabó definitiva­mente.

OBJETIVO: SALIR CON VIDA. La suerte de los expedicion­arios fue muy diversa. La mayor parte de ellos saltaron en paracaídas –era la primera vez para todos, salvo para Jimmy Doolittle– y uno murió en el salto. Dos aviones cayeron al mar y dos hombres se ahogaron, aunque los demás consiguier­on alcanzar la costa. Uno de los Mitchell, al mando del piloto Ted Lawson, intentó un aterrizaje de emergencia en la playa y cuatro de los cinco tripulante­s quedaron gravemente heridos.

A partir de ese momento, se inició una huida de varias semanas por una zona en guerra, algunos solos, otros en pequeños grupos –tardaron días en encontrars­e– y con los japoneses siempre detrás de ellos, pisándoles los talones y bombardean­do los sitios por los que pasaban. Ocho hombres cayeron prisionero­s –tres fueron fusilados, otro murió en la cárcel y los cuatro restantes volvieron a Estados Unidos al acabar la guerra–. Los demás escaparon con la ayuda de campesinos y miembros de la Resistenci­a china. Ted Lawson, el herido más grave, consiguió llegar a un rudimentar­io hospital, donde uno de sus propios compañeros supervivie­ntes, el médico Thomas White – Doc White, incluido en la misión como artillero–, le amputó una pierna gangrenada y le salvó la vida ( Lawson escribiría luego el libro Treintaseg­undossobre­Tokio, llevado al cine). El grupo en el que se encontraba Jimmy Doolittle tuvo la suerte de toparse con un misionero americano, John Birch, que les hizo de guía y traductor.

Al final, todos los que habían sobrevivid­o y escapado a los japoneses consiguier­on llegar a la capital, Chongqing, desde donde pudieron volar de vuelta a Estados Unidos. Los cinco que habían aterrizado en la Unión Soviética quedaron allí retenidos, aunque fueron tratados correctame­nte. Al cabo de dos años, los trasladaro­n a una localidad cercana a Irán, de donde pudieron huir pagando a unos traficante­s para que les ayudaran a cruzar la frontera ( se supone que toda esta maniobra fue diseñada en realidad por el NKVD ruso para librarse de unos huéspedes incómodos).

De los ochenta hombres que participar­on en la operación, sesenta y nueve regresaron con vida, una proporción superior a la prevista. Jimmy Doolittle volvió a Estados Unidos apesadumbr­ado por haber perdido todos los aviones y convencido de que sería sometido a un consejo de guerra. En su lugar, fue tratado como un héroe y ascendido a general. Después de esa experienci­a, todos los miembros del equipo se mantuviero­n en estrecho contacto y formaron una especie de gran familia. De ellos, en la actualidad sólo queda con vida uno, Richard Cole, de 101 años.

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RIOS. Al mando del as de la aviación Jimmy Dooli le, protagoniz­aron esta peligrosa misión. A la izda., Dooli le (el segundo por la derecha) posa con varios de sus hombres en China.
OCHENTA VOLUNTA RIOS. Al mando del as de la aviación Jimmy Dooli le, protagoniz­aron esta peligrosa misión. A la izda., Dooli le (el segundo por la derecha) posa con varios de sus hombres en China.
 ??  ?? CHIANG KAI-SHEK. El militar y político chino, líder de los nacionalis­tas anticomuni­stas, aceptó finalmente ayudar a los americanos pese al temor a las represalia­s de Japón.
CHIANG KAI-SHEK. El militar y político chino, líder de los nacionalis­tas anticomuni­stas, aceptó finalmente ayudar a los americanos pese al temor a las represalia­s de Japón.

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