Las matanzas de Paracuellos
Este episodio de violencia indiscriminada contra prisioneros del bando sublevado fue un duro golpe para la credibilidad de la República. La responsabilidad última de los asesinatos ha sido, y sigue siendo, objeto de enconado debate entre los historiadores.
“El 8 de noviembre de 1936 y en virtud de que no había quien evitara las sacas, se pronunció mi nombre como único hombre capaz de parar aquellas matanzas y me llevaron al Palacio de Justicia. Allí acepté el comprometidísimo encargo y el día 9 tomé posesión de inspector general de Prisiones. Aquel mismo día, sin el nombramiento oficial aún, evité una saca en la Modelo de más de 400 presos que habían de ser sacados para... no volver. Esto y otras cosas hice por espacio de los días 9 al 14, día este por la noche en que, después de tres horas de violenta discusión con el ministro de Justicia, dimití del cargo. Volvieron las sacas el 16 o 18 hasta el 4 de diciembre en el que me nombraron delegado especial de Prisiones con atribuciones de director general”. Estas palabras fueron escritas de su puño y letra por Melchor Rodríguez como defensa el día de la pantomima de juicio que lo condenó a muerte en 1939. Así había salvado la vida a los miles de presos que quedaron a su cargo, sus enemigos políticos. Si debían ser condenados, ya lo decidirían los tribunales de justicia.
Este anarquista, conocido como “el Decano” en las prisiones de Madrid ( por las veces que había estado preso), había cortado de raíz los maquiavélicos y terroríficos fusilamientos de Paracuellos de Jarama y Soto de Aldovea, jugándose su propia vida. Se cerraba así la página más oscura e injustificable de la República en guerra, un acto que ha sido utilizado torticeramente por cierto revisionismo para equiparar la represión en los dos bandos, algo ridículo si nos atenemos a las cifras reales. Los golpistas mataban sistemáticamente, como método de terror, y lo hicieron hasta lustros después; la República, después de los primeros meses de descontrol, atajó la represión y reinstauró –por desgracia, no en todos los casos– la ley. Pero es un hecho que unos 2.500 presos de las cárceles republicanas fueron asesinados en Paracuellos y malenterrados en fosas comunes improvisadas. Fue un duro golpe para la credibilidad de la República, y sirvió de excusa a los países europeos para mostrar su verdadera cara: el silencio ante el fascismo.
UN CONTEXTO DE CAOS Y PÁNICO
El 6 de noviembre de 1936, las tropas del general Varela, con sus temidos moros, acampan a unos pocos cientos de metros de la capital. La ciudad va a caer en días, quizá horas. El gobierno decide trasladarse a Valencia y dejar todo en manos del general Miaja y la Junta de de Defensa de Madrid ( JDM): es una resistencia numantina en la que nadie cree. Las bombas arden diariamente junto con las octavillas de ambos bandos arrojadas desde los aviones: los fascistas escriben “Madrid va a ser liberado, por cada prisionero asesinado en Madrid diez republicanos serán fusilados” y los republicanos responden “Nosotros no conocemos la huida ni el retroceso”. Mientras, los anarquistas gritan aquello de “Por fin un Madrid sin gobierno”. La ciudad no da abasto, se llena de refugiados que han llegado de todos los puntos cardinales.
Después de los primeros meses de descontrol, la República atajó la represión y reinstauró la ley
REPRESIÓN DESCONTROLADA
La represión de elementos descontrolados en la retaguardia deja decenas de cuerpos en los cementerios, la Ciudad Universitaria, la pradera de San Isidro o la Casa de Campo. El 22 de agosto, varios milicianos entran en la cárcel Modelo y fusilan a unas 30 personas; entre ellas, Fernando Primo de Rivera, Melquíades Álvarez o José María Albiñana, destacados militantes derechistas. Julián Zugazagoitia escribirá al día siguiente: “Nos declaramos enemigos de toda acción de violencia, la conducta de los rebeldes no
puede servirnos de ejemplo ni disculpa. ¿Acaso no estamos en el deber de probar que somos distintos?”.
Entre el 3 de octubre y el 1 de noviembre, se asesinó a otros 47 presos de la cárcel de Ventas que habían sacado con destino Chinchilla, entre ellos Ramiro de Maeztu o Ramiro Ledesma Ramos. La mayoría de los que defendían a la República eran garantistas e intentaron controlar las represalias populares: así, Melchor Rodríguez y Los Libertos, de la FAI, que desde los primeros días se dedicaron a proteger la vida de los que, apenas unas semanas antes, habían sido sus enemigos. Defendían la legalidad de los tribunales y que cesara el descontrol en las calles. Para colmo, Mola – o Varela, según otras fuentes– propagó el temor a una quinta columna formada por los falangistas que habían quedado atrapados en el Madrid revolucionario. Los madrileños morían bajo las bombas y tenían miedo, pero no iban a rendirse; para dejar cons- tancia de ello, utilizaban la frase de Verdún: “¡No pasarán!” ( On ne passe pas!), y muchos dirigieron su ira hacia los más desprotegidos, los presos.
MUERTE, CHINCHILLA O LIBERTAD
En el acta de la CNT del 8 de noviembre de 1936, podemos ver la aceptación de las disposiciones tomadas por la Consejería de Orden Público –con su delegado comunista, Segundo Serrano Poncela, a las órdenes del consejero Santiago Carrillo– para el tratamiento de los encarcelados. Ante el temor de que falangistas o militares de rango engrosasen las filas de los sublevados, se acordó dividir a los presos en tres grupos: los primeros, los fascistas y elementos peligrosos, serían ejecutados en la propia prisión; los segundos, considerados de menor peligrosidad, serían evacuados a Chinchilla con total seguridad, y a los terceros se los pondría en libertad con la mayor publicidad para demostrar el humanitarismo
Se propagó el miedo a una quinta columna formada por los falangistas atrapados en Madrid
ante las embajadas y cuerpo diplomático. Pero lo cierto es que la dirección de la CNT parecía no saber que la Dirección General de Seguridad (DGS) tenía otros planes y que “Chinchilla” significaba, en realidad, las ametralladoras de Paracuellos de Jarama. Tampoco se cumplió aquella clasificación de tres rangos, ya que en los traslados se entremezclaron nombres de poca importancia política o militar. Fue en esa reunión donde Melchor Rodríguez tuvo conocimiento de los planes de la DGS, y esa misma noche se puso a mover los hilos que tenía a su alcance para salvar a todos los presos del primer epígrafe que fuera posible.
PARACUELLOS: UN CONVOY QUE NADIE VEÍA
Desde el 7 de noviembre hasta el 4 de diciembre de 1936, se realizaron 23 sacas –traslados– de presos de varias cárceles madrileñas hacia Paracuellos de Jarama, donde se les asesinó y tiró en fosas comunes. Otros tuvieron más suerte y consiguieron llegar a sus destinos, lo que indica que solo algunos dentro de la DGS conocían los planes de ejecución. Se nombraba a los presos por megafonía en la propia cárcel, con las listas selladas por la DGS (algunos se salvaron porque su nombre no estaba bien escrito); les robaban las pertenencias, les ataban las manos y luego eran ordenados de dos en dos. A continuación, se los metía en camiones privados y autobuses – de dos pisos, “los londinenses”, o normales de la Empresa Mixta de Transportes, dependiente del Ayuntamiento– cuyo destino era supuestamente la cárcel de Chinchilla, en Albacete. Los elegidos eran militares de alto rango u oficiales, falangistas, afiliados a organizaciones o partidos de derechas y un largo etcétera (monárquicos, católicos, sacerdotes, intelectuales...). Tres policías de la DGS, Andrés Sáinz de Pedro ( cárcel de San Antón), Andrés de Urresola ( Porlier) y Álvaro Marasa Barasa (Ventas), así como el que les facilitaba las listas de presos, Lino Delgado Sáiz, eran miembros del PCE. Fue el propio partido quien los avaló para entrar en la DGS, comandada por Santiago Carrillo, al que había colocado el general Miaja, encargado de la JDM.
Los autobuses debían sortear a las “milicias de etapa”, casi todas de organizaciones obreras, que controlaban las carreteras de acceso a Madrid y ahora obedecían las órdenes de la JDM. Muchos de los transportes no llegaron a su destino. Los presos fueron llevados a una zona junto al río Henares y se les fusiló con armas automáticas. Cuenta Ian Gibson que el alcalde de Paracuellos, Eusebio Aresté, fue a Madrid el mismo día 7 de noviembre a pedir explicaciones a la DGS y le comentaron que no removiera mucho el tema, si no quería acabar también en una de aquellas fosas... Fosas,
por cierto, que tuvieron que ser abiertas por trabajadores de Torrejón con los cadáveres in situ, hecho por el que alguno de los peones se negó entre vómitos a seguir cavando.
Este crimen fue dirigido por agentes rusos y por elementos cercanos o afiliados al PCE y, si no con la connivencia, contó al menos con la pasividad de las autoridades de la JDM, que realmente se encontraba desbordaba con la defensa imposible de la capital. Asimismo, tuvo el conocimiento y la colaboración de miembros de la UGT y la CNT (no se puede confirmar lo mismo de las organizaciones en sí). El anarquista Melchor Rodríguez detuvo las sacas y devolvió el orden a las cárceles. Lo hizo solo, pero fue apoyado por miembros del cuerpo diplomático: Luis Zubillaga, secretario del Cuerpo de Abogados, Mariano Gómez, del Tribunal Supremo, y Juan Batista, secretario de Melchor y antiguo jefe de servicio de la Modelo. Rodríguez contuvo la muerte y la sinrazón desde el día 9 al 14 de noviembre, día en el que dimitió por presiones y amenazas de muerte de su propio bando. En su segundo mandato, del 4 de diciembre en adelante, prohibió la salida de presos entre las 7 de la tarde y las 8 de la mañana e intentó mejorar sus condiciones. Incluso, como ocurriría en el intento de linchamiento en la cárcel de Alcalá de Henares el 8 de diciembre, se jugó su propia vida para salvar de la turba a los 1.532 reclusos, todos enemigos ideológicos suyos. A partir de aquel momento, los agradecidos presos lo llamarían “el Ángel Rojo”.
LA MISTERIOSA LISTA 208
Según afirma Jesús Salgado, Georges Henny, delegado de Cruz Roja en Madrid, copió una lista que le facilitó Jacinto Ramos, director de la Modelo. En ella se lee: “Relación de los reclusos conducidos fuera de esta prisión (Cárcel Modelo) durante los días 6, 7 y 8 de noviembre de 1936”, con el membrete de la Cruz Roja de Ginebra; debajo figuran 974 nombres. Aquí comienza la aventura: Henny tenía la intención de llevar esa lista, junto con otros documentos y fotografías de la represión de retaguardia, a la Sociedad de Naciones, pero el avión en el que viajaba fue atacado el 8 de diciembre por cazas rusos. En un
Los presos eran militares de alto rango u oficiales, falangistas y un largo etcétera entre monárquicos, sacerdotes o intelectuales
principio, las autoridades republicanas dirían que el ataque había venido de la aviación fascista, pero días después se demostró que habían sido dos cazas rusos I-15. El piloto consiguió aterrizar cerca de Pastrana. Henny, herido, hubo de permanecer varias semanas en cama; peor suerte tuvo el periodista francés Louis Delaprée, que murió a causa de las heridas. Todo apunta a que fue el agente ruso Orlov –el asesino de Andreu Nin– quien orquestó el atentado. Es cierto, por otro lado, que ni Henny (colaborador de Felix Schlayer, cónsul de Noruega filonazi) ni muchos otros diplomáticos movieron un dedo para denunciar las constantes e inhumanas matanzas del bando golpista. El Alcázar, periódico de consabido carácter franquista, se hacía eco el 7 de noviembre de 1982 de una supuesta anécdota. Carrillo, ya secretario general del PCE, volaba de Barcelona a Madrid. Cuando faltaban 15 minutos para aterrizar, se escuchó: “Les habla el comandante; les invito a que observen por la parte derecha del avión el histórico lugar de Paracuellos de Jarama, donde fueron fusiladas durante nuestra Guerra Civil siete mil personas inocentes. El que les habla es hijo de una de ellas. El que mandaba el pelotón de ejecución es uno de sus compañeros de vuelo, don Santiago Carrillo Solares, sentado en la butaca 27B”.
Paracuellos no era la metodología de los anarquistas ni de los socialistas: era un modusoperandi más propio de los soviéticos
LA RESPONSABILIDAD DE CARRILLO
No sabemos si la anécdota es verídica o pertenece al cuento derechista contra el personaje, pero está claro que, si no firmó directamente las órdenes de Paracuellos, se puede afirmar sin duda que estuvo al corriente de todo el proceso. Serrano Poncela no habría rubricado las listas de la DGS sin
el control de su superior, que, además, no jugaba solo. En marzo del 36, Carrillo había traído de su visita a Moscú buenas noticias para unificar a las Juventudes Socialistas y Comunistas ( JSU), así como alguna que otra amistad secreta del NKVD. Era él quien estaba en contacto con los agentes que controlaban las armas y la política de Rusia, como el italiano Vittorio Vidali, que había mostrado públicamente sus ganas de aniquilar a toda la derecha de Madrid (Hemingway decía que Vidali tenía la piel de los dedos quemada de tanto disparar en los interrogatorios). Los rusos, como Berzin, Gorev o Koltsov, actuaban en la sombra pero en estrecho contacto con el líder de las JSU, Santiago Carrillo, que con solo 21 años asistía a reuniones al más alto nivel que no correspondían a sus supuestas atribuciones. Además, Paracuellos no era la metodología de los anarquistas ni de los socialistas: era un modus operandi soviético.
MÁS ALLÁ DE LA IDEOLOGÍA
Este capítulo triste de nuestra historia reciente nos debe hacer reflexionar. Por un momento, no pensemos en si simpatizamos con uno u otro bando; simplemente, cerremos los ojos e intentemos oler el miedo de aquellos desprotegidos presos que observaban temblorosos, maniatados de dos en dos, en fila, cómo acribillaban a sus familiares, compañeros o amigos, esperando el turno de su propia muerte. Como dijo Melchor Rodríguez: “Se puede morir por las ideas, nunca matar por ellas”.