EL OTRO SUPERVIVIENTE DEL COLLELL
Jesús Pascual Aguilar nació en la localidad aragonesa de Alcorisa, aunque sus antepasados eran de Molinos, donde le sorprendió la sublevación del 18 de julio. Aunque mostraba simpatía por la Falange, por entonces aún no había podido afiliarse. A finales de dicho mes, poco antes de que los republicanos regresaran a la población, se escondió en el monte y no volvió hasta estar seguro de que el comité que la gobernaba respetaría su vida. Eso sí, le prohibieron abandonar el pueblo y durante algún tiempo trabajó en lo que se le asignaba, limpiando calles o inventariando fincas, hasta que unos amigos falangistas consiguieron llevarlo hasta Barcelona. Fue allí donde se afilió a la Falange y empezó a trabajar en la quinta columna, llegando a formar parte del triunvirato al mando de Falange barcelonesa, junto con Carlos Carranceja y José López Pastor. Tras la detención de ambos, quedó como único dirigente. Perseguido y condenado a muerte en rebeldía, estuvo escondido hasta su detención, el 13 de agosto de 1938. Solo dos días antes, setenta y tres de sus compañeros habían sido fusilados en el castillo de Montjuïch.
El 30 de enero de 1939 se hallaba en el Mo- nasterio de Santa María del Collell y, al ver huir a Rafael Sánchez Mazas, decidió seguirlo. En su desesperada huida, ambos se separaron y no volverían a verse hasta meses después, cuando Mazas ya era ministro. Pascual encontró ropa y comida en la masía de la familia Corominas, y se escondía en el bosque por las noches. Eso hizo hasta el 8 de febrero, cuando se enteró de que las tropas de Franco estaban en el Collell.
Pascual explica en su libro Yo fui asesinado por los rojos que pudieron salvarse gracias a que ocupaban los mejores lugares del grupo de detenidos. Era imposible huir por detrás, pues estaban las ametralladoras; ni por la izquierda, lo que les habría llevado hasta la carretera donde estaban los soldados; ni por el frente, donde el terreno era inaccesible. La única salida posible era por la derecha, justamente donde ellos estaban. Bastaba con salvar los pocos metros que quedaban hasta el bosque y perderse en su espesura: “Sánchez Mazas tenía tres presos a su espalda. Yo, solo dos. Eran suficientes para resguardarnos unos instantes”. Esos instantes que habrían sido decisivos para que ambos conservaran sus vidas.