El Oro de Moscú
Para algunos, el envío de las reservas del Banco de España a la URSS fue la única opción viable ante el avance de los sublevados y la no intervención de las democracias occidentales, mientras que para otros se trató de un gigantesco fraude. Hoy, el debate continúa sobre la mesa.
Para algunos fue simplemente uno de los mayores fraudes financieros de la historia, un expolio irresponsable que condenó a la economía española a recomponerse desde el fondo de un agujero negro. Para otros, sin embargo, fue el empeño inevitable de un gobierno legítimo para poner a salvo la riqueza de un país in extremis y a la desesperada, evitando que cayera en manos del enemigo. El destino y administración de las divisas obtenidas por la venta del llamado Oro de Moscú da forma a uno de los mitos más característicos de la España de la Guerra Civil y la posguerra. Ocho décadas después, el debate sigue vivo y coleando, oportunamente instrumentalizado por historiadores de uno y otro signo ideológico. Para la derecha, la gestión de las reservas del Banco de España por parte de los sucesivos gobiernos republicanos es la evidencia más nítida de la perfidia del régimen desmantelado por Franco y los sublevados; para la izquierda, poco más que la reacción lógica e inapelable de un gobierno acorralado en su vano empeño por sobrevivir a un golpe de Estado. Sea como fuera, se trató de un botín grandioso dilapidado en tiempo récord y en circunstancias cuando menos oscuras. No en vano, al comienzo de la Guerra Civil la reserva de oro custodiada en los sótanos del Banco de España era la cuarta del mundo.
MADRID, REFUGIO DE LA RIQUEZA
La neutralidad española durante la Primera Guerra Mundial ( 1914- 1918) había convertido a España en un socio comercial privilegiado de todos los países beligerantes. Madrid era un refugio seguro y, gracias a ello, la banca llegó a acumular hasta setecientas toneladas en monedas por valor, al cambio actual, de unos astronómicos ochocientos mil millones de euros. La titularidad de
este “tesoro”, no obstante, no correspondía al gobierno de la República. Su propietario era el propio Banco de España, por entonces una sociedad privada en manos de accionistas, por más que semejante riqueza fuera consecuencia de sucesivos superávits acumulados por los diferentes gobiernos nacionales en aprovechamiento de la coyuntura de una época de bonanza. Con el estallido de la guerra, la protección de estos ingentes recursos se convirtió en uno de los mayores quebraderos de cabeza del gobierno presidido por José Giral. El avance hacia Madrid de los sublevados parecía imparable, y Giral necesitaba urgentemente divisas para poder financiar una respuesta bélica a la altura de las circunstancias.
EL BANCO DE ESPAÑA, BAJO CONTROL
Así, el 4 de agosto de 1936, el gobierno firmó un decreto que permitía la intervención directa en la cúpula del Banco de España y destituyó a toda la plana mayor, mayoritariamente simpatizante con la causa de los sublevados, que fue reemplazada por otra formada por consejeros y ejecutivos afines al gobierno. Era el primer paso para hacerse con el control de la única arma que podía inclinar la balanza de la guerra en favor de los republicanos. Tanto es así, que la intervención del Banco de España fue diseñada en el seno del Consejo de Ministros convocado al día siguiente de la sublevación franquista. No había tiempo que perder. El oro del Banco de España era el factor que podía decantar el resultado de la contienda hacia uno u otro lado. La batalla por el control de las finanzas era tan cruenta como la que se desarrollaba en el frente. Franco, naturalmente, no se quedó de bra-
El oro del Banco de España era el factor que podía decantar el resultado de la contienda hacia uno u otro lado
zos cruzados y, en el empeño de estigmatizar las instituciones que, tras el levantamiento, quedaban bajo control republicano, contraatacó creando un segundo Banco de España, con sede en Burgos, que administraba las reservas de las delegaciones de la institución ubicadas en territorio sublevado. Se trataba de un pulso de legitimidades en clave interna, pero también en busca de proyección internacional.
El gran botín, sin embargo, estaba en Madrid y Franco no podía hacer nada para evitar que esas toneladas de oro cimentaran la capacidad de resistencia del régimen que intentaba desmantelar. El gobierno de Giral reaccionó diseñando un plan para poner a salvo el oro sacándolo de Espa- ña, en dirección a uno de los pocos países que habían manifestado explícitamente sus simpatías hacia el régimen republicano: la Francia de Léon Blum ( 1872- 1950). En realidad, era una simpatía de “baja intensidad”. A finales de agosto de 1936, veintisiete estados europeos auspiciaron un Pacto de No Intervención con el que se lavaban formalmente las manos ante el conflicto que acababa de desatarse en España.
UN PACTO DE CUMPLIMIENTO DESIGUAL
Francia y un Reino Unido temeroso del desencadenamiento de una revolución a la soviética en el sur de Europa también suscribieron el acuer-
El gran botín estaba en Madrid y Franco no podía hacer nada para evitar que ese oro cimentara a la República
do, que incluía la prohibición de vender armas a ninguno de los dos bandos en pugna. No obstante, Alemania e Italia comenzaron a vulnerarlo a las primeras de cambio prestando ayuda directa a los sublevados, a los que proporcionaron aviones y material bélico de primera calidad. Esto colocaba al general Francisco Franco en clara ventaja frente a una República que no encontraba fisuras a las que agarrarse en el Pacto y que buscaba socios y aliados a la desesperada y sin demasiado éxito. Fue una suerte, de hecho, que Francia accediera a prestar al menos una ayuda parcial y condicional. La única esperanza del gobierno republicano era exprimir el oro del Banco de España para comprar armamento, siempre que encontrara una contraparte dispuesta a vendérselo.
ALIVIO MOMENTÁNEO PARA LA REPÚBLICA
Francia, en medio de una aguda crisis económica, accedió a comprar una cuarta parte del
oro intervenido, por convicción y complicidad ideológica pero, sobre todo, para satisfacer sus propias necesidades económicas. Así, el 13 de septiembre, a iniciativa del ministro Juan Negrín, el Ministerio de Hacienda firmó un decreto mediante el cual se autorizaba el traslado del 27,4% del oro del Banco de España –193 toneladas–, firmado por un Manuel Azaña que, posteriormente, no dudaría en desmarcarse de la gestión del “tesoro” asegurando haber desconocido cuál era el destino final de las reservas. La compra francesa alivió las maltrechas arcas de la España republicana, que obtuvo cincuenta millones de francos que permitieron costear por un tiempo el ingente esfuerzo bélico. Las cajas con las monedas volaron hasta marzo de 1937 en aviones regulares desde Barajas a París y Toulouse, transportando así lo que se conoce como el Oro de París. Pero los beneficios obtenidos por esa venta no bastaban por sí mismos para solventar los problemas más acuciantes del bando republicano.
LAS TROPAS FRANQUISTAS SE ACERCAN
El Pacto de No Intervención era un muro infranqueable ( salvo para los sublevados y sus aliados germano- italianos), y encontrar suministradores de armas, misión casi imposible. Al gobierno republicano no le quedó más alternativa que recurrir al mercado negro, pero
se trataba solo de un parche. Largo Caballero necesitaba una solución más estable o la guerra estaba irremediablemente perdida. Fue el ministro de Hacienda, Juan Negrín, el cerebro detrás de una operación con la que, pese a todas las tergiversaciones posteriores, el gobierno en pleno estaba de acuerdo. La proximidad de las tropas franquistas obligaba a tomar una decisión inmediata con respecto a las reservas del Banco de España. Así, con nocturnidad y en absoluto secreto, se dio orden de embalar monedas y lingotes para, posteriormente, por tren y bajo la protección de la Brigada Motorizada del PSOE, trasladar las cajas a los Polvorines de Algameca, en Cartagena. El oro tenía que salir de España y Negrín tenía un plan, probablemente el único posible. Las gestiones de Largo Caballero lograron convencer al embajador de la Unión Soviética en Madrid para que su país aceptara recibir en depósito las reservas auríferas, que serían custodiadas en Moscú pero estarían a absoluta disposición del gobierno republicano, que ordenaría según su conveniencia su venta y conversión en divisas para costear la guerra a través, fundamentalmente, de la red bancaria rusa, que tenía delegaciones por toda Europa.
EL DINERO ABANDONA ESPAÑA
Stalin, reticente a implicarse directamente en la contienda, dio el visto bueno, de manera que, el 25 de octubre de 1936, el dinero abandonó Cartagena a bordo de cuatro buques rusos con destino al puerto de Odesa, en la Unión Soviética. Se trataba, nada menos, que de 510 toneladas de monedas y lingotes de oro. El objetivo de
Las gestiones de Largo Caballero lograron convencer al embajador de la Unión Soviética en Madrid para que su país aceptara recibir en depósito las reservas
Stalin era ofrecer una ayuda discreta que no soliviantara a Francia y Reino Unido, consciente de que la política de no intervención era inútil mientras Alemania e Italia siguieran prestando su inestimable apoyo a la causa franquista. Lo cierto es que la lejanía del destino del oro y la opacidad del régimen soviético dificultaron enormemente al gobierno republicano disponer libremente del dinero, pero la realidad es que Negrín no tenía otra alternativa a la vista. La República obtuvo con la operación un total de 469,8 millones de euros al cambio actual, de los cuales 131 se quedaron en la URSS en concepto de comisiones, transporte, custodia, etc.
EL TAN ANSIADO ARMAMENTO
En un negocio que, a todas luces, beneficiaba más a los soviéticos que a los republicanos, el gobierno español logró que Stalin accediera a suministrar el armamento necesario, con el cual los republicanos lograron mantener vivo durante unos meses el pulso de la guerra. Lo cierto es que, pese a todas las acusaciones lanzadas
por la propaganda del régimen franquista – y por los opositores a Negrín en el exilio republicano, que lo señalaron como responsable de haber dilapidado cualquier opción de victoria–, la URSS respetó escrupulosamente los acuerdos firmados entre ambas partes; eso sí, sin hacer una sola concesión al gobierno republicano y vendiendo su armamento a un precio muy elevado, consciente de que la República no tenía otro posible suministrador en el mercado internacional. Los documentos que componen el llamado Dossier Negrín, que vio la luz en 1956 y que recopilaba todos los informes de la operación, parecen confirmar que no hubo fraude, más allá del hecho de que la Unión Soviética aprovechara su posición de fuerza para imponer todas y cada una de sus condiciones.
Poco a poco, el oro se fue agotando, y los envíos soviéticos de armamento comenzaron a ralentizarse en los últimos meses de la guerra. En agosto de 1938, el gobierno soviético comunicó a Negrín que se había vendido la última onza de oro. El traslado y la gestión del Oro de Moscú fue una operación de alto secreto, y sus entresijos jamás serían conocidos por las potencias occidentales. Negrín buscó a la desesperada obtener un crédito soviético, pero sus intentos fueron en balde.
UN ASUNTO SIN ESCLARECER
Solo la venta de las reservas de plata, aún almacenadas en Cartagena, a Estados Unidos, que accedió de esta forma a tomar partido indirectamente por la causa republicana, permitió mantener en funcionamiento la maltrecha maquinaria bélica del bando republicano hasta el final de la guerra. Luego, en el exilio, Negrín se convirtió en cabeza de turco incluso dentro de las filas republicanas, que obviaron el hecho incontestable de que Largo Caballero, Indalecio Prieto y los demás hombres fuertes del régimen estuvieron siempre perfectamente al corriente de las operaciones, de las que fueron cómplices desde el primer momento. La entrega a Franco del DossierNegrín en 1956 no ayudó a esclarecer lo sucedido. El régimen fran- quista siguió instrumentalizando el mito del Oro de Moscú, culpando a republicanos y soviéticos de un fraude que había llevado a España a la ruina, uno de sus argumentos estrella para desacreditar al gobierno depuesto y acusarlo de todos los males del país. La realidad es que Negrín no había hecho sino recurrir a una solución –movilizar las reservas de oro hacia un lugar seguro– que otros Estados europeos utilizarían repetidamente durante la Primera y la Segunda Guerra Mundial.
Pese a todo, la gestión del Oro de Moscú se convirtió en un arma arrojadiza en manos de los partidarios de Indalecio Prieto, que disputaba a Negrín el liderazgo de la causa republicana en el exilio. El traslado del oro a la URSS fue una operación ruinosa y se produjo en unas condiciones muy poco ventajosas para España, pero el Pacto de No Intervención cerraba cualquier posibilidad de efectuar tan compleja operación en un país aliado más cercano. La disyuntiva de Negrín fue trasladar el dinero a la URSS o dejar que cayera en manos de los sublevados: nunca existió una alternativa a estos dos escenarios. Pero la propaganda franquista y de la oposición republicana cimentaron el mito del fraude; un mito que, de hecho, ha sobrevivido hasta nuestros días.
El traslado y la gestión del Oro de Moscú fue un alto secreto y sus entresijos no fueron conocidos por las potencias occidentales